Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Agosto 28, 2013

Quizás la literatura de Marín  interesa porque siempre es capaz de renovar su incomodidad. En los noventa, mientras la Nueva Narrativa Chilena procreaba best sellers facilones que ya se nos olvidaron, Marín despachaba novelas-río, bestias, como “Círculo vicioso” o “Las cien águilas”.


“Soy el turista más antiguo de Santiago, de visita de barrio en barrio, hasta que un día termine de modo horizontal en avenida La Paz adentro, olvidado de todo, incluso de mis cinco o seis muñecos”, escribe el narrador de Notas de un ventrílocuo, la última novela de Germán Marín. El ventrílocuo no tiene nombre y vive a la deriva mientras espera su jubilación, haciendo presentaciones en cumpleaños y ferias de libros infantiles y teniendo amoríos pasajeros. Lo acompañan sus muñecos, que se llaman Adolfito, Don Beto, Tonino, Hilario y Guayo. En algún momento de soledad, en su habitación del Hotel Palermo, cerca de la Plaza Brasil, los coloca a todos juntos como un coro griego y les habla como si fueran reales. Detrás de él y de sus muñecos está el pasado, que es una versión turbia de la memoria: la noche santiaguina, los cabarés y fuentes de soda, el espectáculo y las madrugadas que se alargan de modo infinito, la picaresca, el lumpen y la leyenda. 

Artista menor de una bohemia desaparecida, el narrador consigna en sus anotaciones los detalles de un universo extinguido. Hoteles desaparecidos, locales como el Burlesque, la Confitería Goyescas o el teatro Rialto, las galerías del centro; todos son nombres que comparecen juntos, mezclando pasado y presente, como si el uso del pretérito fuera sólo una formalidad para secuenciar la cartografía de un país que sólo existe como ficción. La voz que construye esa ficción, como la del resto de los personajes que Marín viene escribiendo hace años -en novelas como La ola muerta o Cartago-, es retorcida y elegante y se desliza a medio camino entre el anacronismo y la violencia, entre el júbilo y el espanto. No está de más repetir que, gracias a ella, Marín merece el Premio Nacional de Literatura. Posiblemente nunca se lo den (él mismo lo describió alguna vez como un “premio de ratas”), pero esa imposibilidad habla de lo importantes que son sus libros, que antes de estar condenados al museo de los clásicos, ofrecen una literatura viva que contrapuntea -con un sentido de la oportunidad inédito- el presente en que se publican, al modo de una música secreta pero insoslayable.           

De hecho, en este momento exacto en que debatimos la naturaleza de las imágenes del pasado y cómo nos afectan, Notas de un ventrílocuo exhibe los fragmentos de un mundo desaparecido mucho antes del golpe de Estado. El golpe está ahí, pero Notas… bracea aun más atrás, complejizando el asunto. Así, gran parte de su fuerza radica en cómo percibe a una ciudad y un país cambiados irremediablemente pero que, milagro torcido, continúan siendo idénticos a sí mismos. Marín, en este libro nocturno, cruza esa línea simbólica que puede ser 1973, y que se remonta a la década del cincuenta, a los últimos destellos de una bohemia extinguida que la novela describe a través de los objetos de ese lugar posible. 

En el caso de Marín, ese lugar está cosido de detalles, que son los oropeles tristes del libro. Sus fantasmas tienen peso, pues Marín es experto en devolverles el aura a las nimiedades, en darles densidad a las sombras: objetos, rutinas, calles, nombres. “Me siento cada día más como un perro fantasma, como los discos de vinilo que conservo gastados y chirriantes, que todavía escucho”, dice. 

Quizás la literatura de Marín  interesa por eso, porque no cede jamás y siempre es capaz de renovar su incomodidad. En los noventa, mientras la Nueva Narrativa Chilena procreaba best sellers facilones que ya se nos olvidaron, Marín despachaba novelas-río, bestias, como Círculo vicioso o Las cien águilas, o se internaba en los pasillos de una casa de tortura como en El palacio de la risa. No había consuelo ahí. No había pudor. Todo estaba conectado: en esta novela, el narrador se enamora de una mujer llamada Olvido, que lo rechaza. Por lo tanto, debe quedarse a solas consigo mismo y sus libretos y muñecos. El ventrílocuo es el último hombre -¿un último chileno?-, un muñeco animado por los rescoldos de ese mundo que atesora; está a solas con su propia memoria.  

Pero eso pasa en casi todos sus libros. No tiene sentido buscar a Marín en una sola novela suya, más bien hay que leerlo como una escritura en progreso, que no se detiene nunca y que lucha contra sí misma, que no tiene miedo en volver sobre sus pasos, sobre el Babilonia o la Betty Catrileo, todos lugares y nombres perdidos de un país del que sólo él se acuerda y donde la ventriloquia es un disfraz de la escritura. Con una mezcla de dignidad y repulsión, Marín combate la autocomplacencia del propio recuerdo, ése que, por ejemplo, Jorge Edwards explota en Los círculos morados, sus memorias. Pero Marín es el antídoto contra Edwards. Al lado de Marín su racconto luce inútil, es una mera contemplación solipsista. A diferencia del autor de El patio, aunque Marín parezca un nostálgico, en realidad está lleno de rabia. Una rabia que sucede aquí y ahora. Sus libros son la indagación en las razones de esa rabia, que ayuda a encender un fuego, a poner en tiempo presente lo que se ha perdido. Notas de un ventrílocuo, con su velocidad pausada y su condición crepuscular, parece encubrirla con eficacia. Pero sigue ahí. Se renueva página tras página, novela tras novela. Desde hace un rato, Marín publica uno o dos de estos libros al año. O nos los tira en la cara, mejor dicho. 

Nosotros tenemos que decidir qué hacemos con ellos.

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