Por Marisol García Mayo 9, 2013

Lo nuevo de Redolés es un disco de corridos, rancheras, boleros y blues, trabajado junto a un montón de amigos (entre ellos Perrosky y Carlos Corales), y al galope de la llamada “música norteña” o fronteriza. “Tejas, Santa Fe, Albuquerque, Sinaloa, Tijuana, Nashville”, enumera su autor.

El primer televisor llegó a la casa de los Redolés Bustos en 1966, cuando Mauricio, el hermano mayor, tenía trece años de edad. Desde entonces y durante gran parte de su adolescencia, el futuro cantor y poeta desarrolló un curioso hobby: esperar los créditos de las películas estadounidenses para anotar cada nombre o apellido latino que avanzara por ellos. Los Pedros, los Ricardos, los Martínez, los Hidalgo. “Aparecían repocos en aquella época, pero aparecían”, recuerda.

El precoz catastrador fílmico comenzó luego a tomar nota de las (escasísimas) menciones a Chile en los diálogos de las series estadounidenses de la tarde, y cada nueva entrada en la lista se convertía en un triunfo celebrado en silencio. Tanta llegó a ser la fijación del joven Redolés por la pista de los latinos en Hollywood, que una vez que escuchó que a Santiago vendría Claudio Guzmán (1927-2008) -legendario chillanense instalado en los años sesenta en California como productor de famosas series- “me puse como loco. No porque quisiera conocerlo ni mucho menos, pero me parecía increíble que llegase a Chile alguien relacionado con Mi bella genio”.

En esa curiosidad por las señas latinas de un mundo encuadrado en la pantalla, el autor de “¿Quién mató a Gaete?” cree haber buscado, a su instintivo modo, rasgos de su propia identidad. “Era como preguntarme ¿y dónde estoy yo en esta foto?”, ilustra ahora, a semanas de cumplir 60 años, concentrado frente a la pequeña mesa blanca de madera donde esta tarde ordena su almuerzo en una terraza de calle Huelén.

Avanzó la década de los sesenta, vino la UP, y el golpe de Estado encontró a Mauricio Redolés como estudiante de Derecho en Valparaíso y convencido militante de las Juventudes Comunistas. Pésima broma: lo detuvieron el Día de los Derechos Humanos (10 de diciembre), horas antes de una prueba de Introducción al Derecho. Siguieron más de veinte meses de horror en prisiones y centros de detención, finalizados con una orden de exilio dictada en septiembre de 1975. Nueve años duró ese destierro entre Birmingham y Londres. Y en una de las tardes de su rutina de inmigrante en Gran Bretaña, sobre el asiento de un tren, Redolés se topó en un diario local con una foto del grupo Los Lobos, el fundamental conjunto de rock chicano. En los rostros de esos hijos de mexicanos instalados en California, el autor dice haber visto las caras de sus propios amigos lejanos en Chile: “Era como ver al compañero Troncoso, al compañero Tordecillas… pero con instrumentos”. Y entonces las conexiones de México, Estados Unidos, Inglaterra y su propia vida de sudamericano exiliado volvieron a agitarse en la cabeza y el espíritu de un hombre aún sin obra propia, pero que al poco tiempo se atrevería a declararse poeta y cantautor; y que regresaría en 1985 a Santiago, dispuesto a agitar con libros y discos un país que no pudo insertar su trabajo en escena alguna (aunque al Canto Nuevo, al  nuevo pop, al rock de protesta y a varios círculos literarios sí les pareció muy interesante). Redolés miró entonces el Chile militarizado inspirado por una frase de Franz Kafka: “Tratar de hacer fuego ahí donde hubo una gran quemazón”.

 

Música de infancia

México era una latencia en esas idas, venidas, dolores y descubrimientos. Y tampoco hay modo de eludir sus referencias culturales cuando se escucha One, two, tres, cuatro, el primer trabajo suyo de estudio desde 1996 (su discografía de estos años se ha nutrido de grabaciones en vivo), y que Mauricio Redolés presentará oficialmente en vivo la primera semana de junio (en Matucana 100 y SCD-Bellavista), justo para la celebración de su cumpleaños. Es un disco de corridos, rancheras, boleros y blues, trabajado junto a un montón de amigos (entre ellos Perrosky y Carlos Corales), y al galope de la llamada “música norteña” o fronteriza. “Tejas, Santa Fe, Albuquerque, Sinaloa, Tijuana, Nashville”, enumera su autor.

Hay, sin embargo, un dato crucial en este ya evidente enlace entre el cantor chileno y el más poblado país de Hispanoamérica: Redolés no conoce México. Nunca ha pisado alguna de sus ciudades ni tiene idea de cuándo algo así llegará a ocurrir. Estuvo a punto de hacerlo el año pasado, cuando el Consejo de la Cultura lo invitó a formar parte de la delegación de más de cien escritores chilenos en la XXVI Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Pero el músico no aceptó las condiciones del viaje, y prefirió quedarse en su casa del barrio Yungay, sin hacer alardes de su negativa.

“Lo que les pedí fue viajar con mi grupo, pues me interesaba mostrar allá el trabajo para este disco, pero al consejo no le pareció. Sentarme a hablar de poesía con otros escritores no es mi prioridad ahora. Lo que quería era mostrarles estas canciones, que son un homenaje a la música de México, a los mexicanos. Y si no podía hacer lo mío prefería quedarme”.

¿Se puede cantar y escribir pensando en México sin saber siquiera si algún día llegarán a conocerse sus ciudades y su gente? Se puede, claro. Un muy interesante texto, escrito especialmente para el cuadernillo de One, two, tres, cuatro por el musicólogo Luis Omar Montoya, concluye que para los artistas latinoamericanos México se presenta como “una condición imaginaria y creativa”, y que sus músicas “trascienden divisiones geográficas y esquemas culturales porque su esencia es migrante”.

En su valiosa crónica de problemas sociales comunes a todo el mundo hispano y en su testimonio fronterizo, el investigador mexicano cruza las nuevas canciones de Mauricio Redolés con la obra de gente como Los Tigres del Norte, Ricardo Valenzuela, Los Alegres de Terán y Efraín Huerta. El chileno reconoce la influencia de la tradición mexicana popular, de corridos y rancheras colados por la radio de la cocina durante su infancia y también de artistas de culto, como Los Pingüinos del Norte y León Chávez Teixeiro, “pero tampoco es que sea un experto. Más que la tradición folclórica, lo que me interesa es el cruce, y la historia de cómo el latino se ha ido afirmando ante el robo y la discriminación de los blancos, sosteniendo su cultura. En, por ejemplo, la historia arquetípica de Joaquín Murieta -legendario emigrante a California durante la ‘fiebre del oro’- lo que me interesa es el viaje hacia el Norte y cómo eso a él lo metamorfosea y lo cambia, en una suerte de híbrido que le da el viaje”.

Quien haya escuchado canciones recientes de Redolés como “Michelle y los pingüinos” y “El hombre es un saqueador” (graciosa revisión histórica sobre el desfalco consuetudinario asentado en nuestra vida social), conozca su entusiasmo por causas como la defensa del barrio Yungay (su barrio) o revise sus columnas en medios -últimamente para la revista El Ciudadano- calculará que al autor no le puede resultar indiferente un género de tanto potencial cronístico como el corrido. “Me alucina esa idea medieval de que el trovador es un vehículo de comunicación de lo actual, y que puede tener una mirada sociológica, antropológica”, dice. “Me gusta mirar la ciudad y contarla, pero amablemente, como al oído. Porque también con la crónica en la canción se corre el riesgo de quedar solamente en la denuncia o la descripción, y lo que yo busco es celebrar el hecho urbano”.

-Le cantas a Chile, pero no pareces interesado en darle un mensaje. No está en ti el tono mesiánico de muchas voces hoy en los medios.

-Es que yo no creo en el afán dogmático. Jamás diría: “Hey, vamos todos por acá”. Fui militante comunista durante dieciocho años y estoy muy contento de haberlo sido, pero si había algo que me molestaba del partido era su discurso mesiánico. Sinceramente, creo que si la gente no se alumbra sola, ¿quién soy yo para irla a alumbrar? Y no lo digo con falsa humildad. Me parece fundamental esta idea marxista de que la liberación de los trabajadores tiene que ser obra de los trabajadores. Uno es víctima y desde ahí alumbra a su entorno más cercano; desde ahí “dice”. Es algo que está también en mi poesía, en mis lecturas. A mí me alumbra ese cierto escepticismo de Nicomedes Guzmán, de Manuel Rojas, del mismo Cortázar; de Kafka para qué decir.

“Hermano de clase, que es más que la sangre”, canta Redolés en “Recabarren’s blues”, su tributo al fundacional dirigente obrero chileno. El compositor dice que no puede dejar de sentir nostalgia por figuras de un compromiso como el del fundador del Partido Obrero Socialista, pero también por una retórica política hoy confundida en entelequias superficiales, maniqueas e imprecisas:

-Está todo tan manoseado, en verdad. El otro día, a propósito del incendio que hubo en Valparaíso, el intendente Celis hablaba de “el público de Mariposas”, “el público de Rodelillo”... no de pobladores, ciudadanos ni habitantes. O se habla de “la clase política”, cuando los políticos nunca han sido una clase, por ejemplo. El mismo concepto de “clase media” para mí es una invención que no tiene mucho que ver con la realidad; que, creo, sigue siendo la de explotados y explotadores. A diferencia de los periodistas televisivos chilenos, sostengo que los movimientos no pueden analizarse en términos de triunfos o fracasos, sino como procesos que duran años de años de años. Camila Vallejo es producto de su familia, de las luchas de sus padres... anda a saber tú.

-¿Cómo te insertas tú, como un creador que ha elegido la independencia, en ese Chile de maniqueísmos y de cálculo?

-Primero,  trato de no vender pomadas que no me voy a creer yo mismo; en ese sentido, estoy tranquilo. Sé que todos estamos obligados a negociar con una visión de sociedad que no es la nuestra, pero la cuestión es hasta dónde negociamos y hasta dónde somos rechazados. En lo mío no hay heroísmo. Recibo muchísimo de la gente. Una vez Álvaro Henríquez me dijo algo que le agradezco: “Tú nunca vas a estar solo porque la gente está contigo”. Eso es bonito, y para mí ha sido verdad, porque lo he sentido. Si no tuviera eso, a lo mejor no hubiera seguido, no lo sé. Pero la gente ha estado siempre.

En el homenaje de One, two, tres, cuatro a la música de su infancia, al México de su imaginación, a los valores que forjaron su idealismo hay, en el fondo, un saludo de Redolés a su memoria y a su pasado, “porque el tener recuerdos nos hace ser humanos”, cree él.

“Pero, al mismo tiempo, esa conciencia te hace querer romper con lo malo, y hacer otra cosa. Y entonces quiero huir de mis tardes de soledad a los nueve años, y de cuando mi papá se iba al estadio y no me llevaba, y de los recreos en los que recibí golpes de los alumnos mayores. Pero también son los recuerdos los que me hacen valorar el amor de mi mamá por la literatura, o que mi padre me enseñó todo lo que sé de fútbol, o que en el Liceo Amunátegui el mejor profesor que tuve -el Negro Galleguillos- nos hacía boxear en clases de Historia (se ríe). Y por él y por Bertolt Brecht es que soy una persona de izquierda, y le estaré toda mi vida agradecido”.

Éste es un disco que parte en una despedida (“Adiós, Plaza Brasil”) y avanza entre recuerdos confundidos con el sentir urgente de lo que se busca para hoy: “Es el pasado que pasó, pero que está. Y que estará”.

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