Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Julio 12, 2012

Las buenas novelas son como casas: se las lee para habitar en ellas. Es imposible no pensar eso después de leer 22/11/63, el voluminoso relato con el que Stephen King  trató de interpretar la muerte de John F. Kennedy. Texto dramático y triste, habita  aquí un gesto -ambicioso, pero jamás estridente- de quien quiere recuperar el tiempo perdido, pero no puede dejar de contemplar el momento exacto en que su vida y la de su país comenzaron a caer.

Esto no es nuevo en King. Mal que mal, sus mejores libros son relatos de pérdida y redención, historias donde el horror es un método para abordar lo íntimo, de exponerlo para que cicatrice. Basta leer Rabia (1977), la novela sobre un adolescente que secuestraba a sus compañeros y profesores. Firmada con el seudónimo de Richard Bachman, el texto fue sacado de circulación por decisión suya después de la masacre de Columbine. Es imposible decir si en realidad King se sentía en algo responsable de aquella violencia, pero con ese gesto confirmaba cómo iba en serio a la hora de leer su propia obra. Lo que había en ella (la claridad de un paisaje escolar hecho de soledad y abuso) le importaba, le dolía. No había ningún truco ahí, los monstruos estaban salidos del interior de las familias estadounidenses: padres violentos, madres autoritarias, asesinos de niños. Eso era, por supuesto, extensible al resto de sus libros: por ejemplo, el payaso Pennywise de It (1986) era, antes que una criatura mágica, una materialización de los miedos de una clase media que miraba cómo todo lo que atesoraba se desvanecía en el aire. Estaba ahí la obsesión de King por diseccionar y demoler familias y pueblos, pero también de la suposición de que eran la violencia y el trauma quienes definían los lazos y el patrimonio de una comunidad, tal como sucedía en Carrie (1974), Apocalipsis (1978) o Los tommyknockers  (1987). En esos mundos quedaban pocos héroes: escritores atrapados por sus fantasmas -la infancia, el alcohol, el resentimiento-;  niños -como en El cuerpo (1982)- y profesores -como en La zona muerta (1979)- que apenas entendían el mundo amenazante que los rodeaba, pero debían hacerse cargo de él con pena y estoicismo.

En ese sentido, 22/11/63 no es una obra paranoica a lo James Ellroy, ni -aunque cite a Mailer en un epígrafe- trata de resolver el enigma. El gesto político del texto tiene que ver con idealizar los años que el autor lee como fundacionales, pues el fin de la década del 50 -y la muerte de Kennedy- lo marcó a él y al país, compuso su percepción de las cosas, sugirió la contemplación de un mito.  El mismo King ha declarado que la idea de la novela la arrastra desde 1972, cuando era profesor de colegio. Jake Epping, el profesor que vuelve al pasado -a 1958-, viaja con esa idea: evitar el asesinato de JFK para salvar al país de sí mismo, pero aquello termina resultándole a medias. Mientras se convierte en Lee Harvey Oswald, adquiere otra identidad y encuentra su lugar en el mundo: se enamora de una bibliotecaria mientras hace clases en un colegio. Esto lo marca; desea quedarse ahí, desea habitar el universo del mito, aspira a vivir en ese país que ya fue. La novela intercala esas escenas de peculiar calma con el acecho que realiza con el asesino como si se tratase de vidas paralelas; la de Oswald, atrapado entre la paranoia y la impotencia, con una madre feroz y una esposa a la deriva; y la del narrador, que sabe que ese tiempo feliz se desliza como si fuese un sueño. Por eso, el apunte documental de la novela es feroz: el autor reconstruye con minucia el decorado de la memoria para que el lector habite con calidez en la novela pero también para que perciba su fragilidad.

No es una obra paranoica, ni trata de resolver el enigma. El gesto político del texto tiene que ver con idealizar los años que el autor lee como fundacionales, que lo marcaron a él y a su país.

Por lo mismo, que King sea un best seller, que lo odie Harold Bloom, que nadie sepa más o menos cómo leerlo -el New York Times hizo que el documentalista Errol Morris fuese quien comentara el libro- es bien irrelevante acá. King lo sabe y no le importa, lo mismo que cualquier verosimilitud posible del género -la ciencia ficción- que el libro aparentemente roza. De hecho, King escribe todo eso con algo de nostalgia pero también con sarcasmo. No falta acá la cita a sus propios libros y monstruos: las primeras 200 páginas transcurren en Derry, el pueblo de It, y en un gesto paródico, Epping, para matar el tiempo, se pone a escribir una novela sobre niños perdidos y payasos asesinos. No llega a ningún lado. Así, King se burla de su propia obra, satiriza ese modo de narrar el mundo.

Gracias a aquel deslinde, podemos leer el libro sin caer en los clichés construidos por la mitología que rodea al autor. Ésta no es una novela de terror ni lo será jamás. Es una sobre otra cosa: sobre la entropía y la identidad, sobre la melancolía que provocan los objetos desaparecidos. Epping, a pesar de que nació después del período donde encalla, es capaz de percibir la trama y relatarla. Eso lo devuelve a su presente como un exiliado al que no le queda más que anotar su versión de los hechos. La novela es eso: el modo que tiene de entender ese mundo que perdió y que no habitará de nuevo.

Sí, las buenas novelas son como casas. Epping, el narrador y héroe de 22/11/63, desea quedarse en el pasado porque ésta es la casa que jamás tuvo, esa Norteamérica que nunca supo que perdió. Epping, por lo mismo, desea habitar en la novela que construye su propia comunidad imaginada, está exiliado en un relato olvidado, salvo por sí mismo. Eso convierte a 22/11/63 en un libro triste. Habla de amores perdidos en un tiempo imposible, pero también de la dificultad de escribir sobre aquello. Por lo mismo, nos obliga a releer la obra de King con atención y ver cómo conviven en él un autor fantástico y uno realista, un fanático de la sangre pero también un comediógrafo de interiores.

Esa duda -¿qué hacemos con él?- es también un gesto político. King nos obliga a ver con cuidado los límites que separan los best sellers de la supuestamente “alta” literatura, en la medida que él mismo reinterpreta una y otra vez el lugar de los narradores de historias en la sociedad contemporánea subrayando su necesidad y su urgencia, la capacidad de mediación que deben tener sus ficciones con la comunidad que abordan.

Anota King, en la voz de Epping, en algún momento: “Charles Dickens se habría sentido aquí como en casa”.

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