Por Alberto Fuguet* Mayo 24, 2012

Quizás la muerte del escritor Carlos Fuentes provocó tanta prensa, tanto panegírico, tanto shock y recuerdos, tanta confesión de amigos (pocos escritores han tenido tantos supuestos amigos y tantos de ellos han sido tan famosos y glamorosos) porque, de todo lo que uno podría esperar de Fuentes, incluyendo otra novela histórico-política no del todo cuajada, lo que menos estaba contemplado en su agitada y apretada agenda era morir.

Artemio Cruz podría morir; Carlos Fuentes, no.

Es cierto: hace tiempo que Fuentes, que exigía alojarse en el Ritz y era tratado por todas las embajadas de México y su propia editorial como si fuera el presidente en ejercicio en visita de Estado, no sorprendía creativamente. Lo que sorprendía era que siguiera intentando escribir y no descansara y aprovechara la edad de su tiempo -su frase fetiche- y que descansara en sus merecidos laureles que obtuvo con sus obras publicadas durante los sesenta.

Fuentes quizás murió, a la larga, de jet lag, de promoción, de girar y girar hasta sobregirarse; que siguiera viajando, aunque fuera en Business, de alguna manera lo mató, pero también no conocía otra forma de vivir. Estaba en su génesis: ser de ninguna parte.

Días antes de morir declaró a El País:

-Mi sistema de juventud es trabajar mucho, tener siempre un proyecto pendiente. Ahora he terminado un libro, Federico en su balcón, pero ya tengo uno nuevo, El baile del centenario, que empiezo a escribirlo el lunes.

 -¿Sin horror al vacío de la página en blanco?

-Miedos literarios no tengo ninguno. Siempre he sabido muy bien lo que quiero hacer y me levanto y lo hago. Me levanto por la mañana y a las siete y ocho estoy escribiendo. Ya tengo mis notas y ya empiezo. Así que entre mis libros, mi mujer, mis amigos y mis amores, ya tengo bastantes razones para seguir viviendo.

No siguió viviendo, claro.  Pero su muerte a los 83 años sorprendió porque no parecía físicamente de 83 y no se comportaba como de 83, y por esa energía casi demoníaca que parecía consumirlo todo. Y claro: alguien sin miedos, sin dudas, tiene algo inmortal.

Quizás sí tenía miedos, dudas, grietas.

Fuentes se transformó en el autor mexicano de exportación: Fuentes siempre fue mejor traducido, o hablando en inglés y tratando de explicar México más que a sí mismo. Fuentes inventó y perfiló el llamado Boom y quiso ser la estrella que brillaba. Creo que más que ambicioso, sufría el mal de querer agradar, de estar siempre presente, de temer ser olvidado, de no confiar tanto en sí mismo. Fuentes creaba, Fuentes organizaba, Fuentes conferenciaba, Fuentes declaraba. A pesar de todas las muertes que se acumularon en sus libros y en su vida, lo suyo era el tiempo, no la muerte. La edad del tiempo fue su gran e incompleta y fallida y megalómana novela total: la suma, organizada de una manera casi demente, de todas las novelas que había escrito e iba a escribir. A mediados de los 80, Fuentes ya lo tenía claro:  ganaría el Nobel y completaría todas las novelas que sumarían La edad del tiempo. Casi lo logró. Vargas Llosa obtuvo en Nobel y él casi venció eso que llamaba La Edad del Tiempo.

Fuentes inventó y perfiló el llamado “Boom” y quiso ser la estrella que brillaba. Creo que más que ambicioso, sufría el mal de querer agradar, de estar siempre presente, de temer ser olvidado, de no confiar tanto en sí mismo.

Fuentes siempre declaró que un escritor debía estar comprometido. Era obvio con qué. En ese sentido, muere un autor, pero también una forma de entender la idea de un escritor como un intelectual, como un político de la palabra, un historiador que debía narrar a su país.

Quizás fue Fuentes quien inventó al escritor como celebridad, al intelectual como dandy, como lo acuchilló certeramente Enrique Krauze.

Fuentes celebró sus ochenta con un jubileo e invitó a decenas de escritores a que peregrinaran (todo pagado, por cierto) a Guadalajara a leer ponencias sobre él. Un amigo que fue, me dice que pagó el aparato cultural mexicano. Puede ser. ¿Hay diferencia? Fuentes se debía a su público. La manera que tenía de estar vivo era estar expuesto, era transformar la fuga en arte, como diría Sergio Pitol, un autor que nunca llegó mediáticamente a los niveles de Fuentes, pero -no me cabe duda- su obra irá creciendo, algo que no tengo tan claro que suceda con Fuentes.

Un autor tiene todo el derecho de escribir y escribir; lo que sí debe controlar es si desea publicar.  Ya a mediados de los 70 tenía una obra lo suficientemente sólida para quedarse tranquilo y tomar quizás una opción a lo Juan Rulfo. Pero, no. No estaba en su carácter.

Quizás el libro suyo que más me fascina, mucho más que Las buenas conciencias o Zona sagrada (a raíz del cual la estrella de cine María Félix lo maldijo por escribir mal de su familia) es el que armó con su hijo, Carlos Fuentes Lemus, Retratos en el tiempo, un libro de fotos de su hijo (que moriría a los pocos años, tal como luego su hija), en el que su famoso padre quiso elevar las mediocres fotos en una suerte de autobiografía visual. La apuesta no resultó: el libro emociona por la culpa de un padre que desea transformar a un hijo en un artista aprovechando todas sus conexiones, pero produce vergüenza ajena al captar el lector que es el propio padre el que no confía tanto en la fotos y decide largarse a escribir semblanzas que intentan elevar el  paparazzeo y el name-dropping a un arte (veranos con Jacqueline Kennedy, cenas con Salman Rushdie, fiestas con Audrey Hepburn).

“Yo vengo de una familia en la que cada miembro dañaba de algún modo a los demás. Luego, arrepentidos, cada uno se dañaba a sí mismo”, dice un personaje de uno de sus últimos libros: Todas las familias felices. No es un gran libro, pero quiso serlo; quiso también expiar sus fantasmas. Creo que no lo logró, aunque estuvo cerca, siempre cerca. Esa frase es una de sus más duras, una de las más perfectas. Lo pavoroso fue que, al parecer, de alguna manera, estaba diciendo algo real. El dandy no era un guerrillero; era un ser dañado.

Ojalá hubiera podido contar esa historia.

Relacionados