Por Alberto Fuguet* Mayo 9, 2012

Algo huele mal, demasiadas señales saturadas dan la impresión de que las cosas no funcionan como deberían funcionar, algo en el aire impregnado de popcorn indica que quizás el estado de las cosas está seriamente alterado. Muchos tipos de anteojos de carey, amigos con sobrepeso, oficinistas delgados leyendo gruesas novelas de dragones y leyendas están en una de esas filas en las que uno no desea estar al final ni menos al medio. Todos están sudando con el calor del mall atiborrado y enfundados en parkas y sweaters y polars para acceder a Los Vengadores. Eso creo. Eso es. 

Llevo más de una hora en una fila de un mall -el Plaza Vespucio, en el Cinemark con doce salas- y las colas son como las de un aeropuerto colapsado en vísperas de Navidad. El sonido cacofónico de los pelambres de Mundos opuestos con el “escándalo Kel” me hacen buscar refugio en twitter, pero eso me deprime más. Hay mucha gente aburrida y botada y ansiosa los domingos. Algunos vienen al Bravissimo a comer verdaderas torres de helado que no estarían fuera de lugar en la concepción visual excesiva, kitsch y saturada de Ferdinando Scarfiotti para Caracortada.

Yo empiezo a desesperarme también: quizás no todos están aquí por Los Vengadores. Cada vez que un chico con acné cuelga un letrero anunciando otra función agotada me tensa el captar que quizás, por rebote, la única función del día (21:30) puede estar agotada. Mientras la música ochentera pasteurizada retumba por los parlantes, recuerdo lo que leí una vez: los malls son de los 80 y aunque éste quizás sea más nuevo, se ha convertido en una fortaleza saturada en medio de autopistas donde uno siempre pierde la salida, y los vagones del metro iluminados y llenos de gente avanzan entre la oscura noche neblinosa, porque a pocos metros del bullicioso mall pareciera que la ciudad se hubiera ido a otra parte. 

Hace años que no veo Caracortada; la última vez fue en una fiesta en Iowa City, en VHS, y todos los asistentes tomaban y recitaban las famosas citas-para-la-coca de Tony Montana de memoria: Lesson number two: Don’t get high on your own supply. Ahora deseo verla, con la distancia del tiempo, en pantalla ancha, remasterizada y todo eso. Me preocupa encontrar entradas. ¿Esto es La Florida o el sur de Florida? Cuando Caracortada se filmó, a mediados de los 80, Miami era una ruina y este mall no existía y La Florida era una comuna más bien rural, un lugar que estaba por nacer y estallar. Que todos los cajeros automáticos estén agotados, en coma, ya rendidos de dar dinero, me pone nervioso y, a la vez, ansioso. ¿A dónde se fue el dinero? ¿Podré pagar con Red Compra?

"Caracortada” termina tan jalada como su protagonista. Pocas veces un protagonista ha dictado tan bien la puesta en escena de una película: el filme no termina, se autodestruye.

El dinero viene antes que el poder

La sala no está llena, pero sí hay un grupo de adolescentes en las últimas filas que hablan, comen, se hacen cosquillas y aplauden los espantosos tráilers de cintas que uno no quisiera ver sobre el fin del mundo. Justo cuando Tony Montana le dice a Manny que “en este país tienes que tener dinero primero; cuando tienes dinero, obtienes poder. Y cuando tienes poder, ahí consigues a las mujeres”, los chicos, quizás horrorizados ante la falta de explosión o la idea que Michelle Pfeiffer (insuperablemente delgada, fina, bella, esculpida) puede ser considerada un trofeo, deciden irse y lanzan a la platea un inmenso rollo de papel para secarse las manos robado de uno de los baños, que flamea y tapa una serie de filas hasta caer en el suelo con un fuerte golpe.

De hecho, estos adolescentes que huyeron  no fueron los únicos. Varios fueron abandonando la sala. No asqueados o violentados por la aún gloriosa escena de la ducha en el motel (desmembramiento gentileza de una sierra eléctrica) sino, al parecer, por lo larga o por el tempo. Caracortada aún funciona: es operática, jugada, atrevida, excesiva, gloriosa, psicótica. Se pasa de vuelta, se alarga quizás, termina tan jalada como su protagonista. Pocas veces un protagonista ha dictado tan bien la puesta en escena de una película: el filme no termina, se autodestruye. Quizás no es la obra maestra de De Palma, como la están promocionando, porque De Palma ya tiene un par (como Estallido mortal), pero es de ese tipo de entretenimientos que ya no se hacen: una cinta de arte popular, una película que capta su momento, pero dentro de las convenciones de un género. Tal como El Padrino, Caracortada toma el género de gángsters y lo eleva, da vuelta, retuerce y potencia. Pero hay diferencias. Lo fácil sería decir que El Padrino y El Padrino II son mejores; quizás. Lo que sí es cierto es que es un cine clásico y si bien comparten temas (el poder destruye, la soledad de ganar, la lealtad que se transforma en traición), Caracortada se atreve a cometer errores y a abrazar la cultura del mall, la estética Miami pre Miami Vice, lleva la onda disco, la moral del jale, la exuberancia del trópico y el dinero nuevo, la pornografía del mal gusto al límite. Por algo, también, este clásico es un clásico con una historia curiosa: éxito moderado, riñas con la censura americana, pésimas críticas (De Palma nominado al Razzie como el peor director del año) y cero nominaciones al Oscar. Insólito. En ese sentido, que Caracortada haya crecido (apoyada en parte por los raperos y el público afroamericano) es sintomático: no siempre los críticos hacen el canon,  el tiempo todo lo modifica. Caracortada es demasiado ochentera en su puesta y en su mensaje y en la forma que tiene de captar la codicia y los deseos de una era para que no molestara e incomodara.

Verla en el mall, en esta nueva Florida donde los cajeros automáticos se quedan sin billetes, quizás aumenta y potencia la experiencia, y acaso la hace más relevante. La violencia es tremenda pero, comparado con lo que está ocurriendo en México, impresiona de otro modo: Caracortada -se sabe- es la cinta preferida por los narcos y un remake fronterizo ambientado en Ciudad Juárez no sería mala idea.

Y su antihéroe es tan violento y cómicamente intenso que deja al espectador un poco incómodo: uno está con él pero después no puede seguir con su espiral y locura. De Palma filma como los dioses y, más allá que quizás tenga demasiados finales, sabe lo que está haciendo: es capaz de resumir un año en un clip ochentero notable. Es un cine que conecta (aunque algunos huyan a tratar de colarse a Los Vengadores), un cine que sabe que es cine, un cine que sabe lo que es puesta en escena. Quizás De Palma no creó su obra maestra pero sí hizo -sin lugar a dudas- la obra maestra de Miami, Florida. Salgo y todo parece haber muerto; no hay escape, el auto está encerrado entre rejas, no hay ni guardias. El auto brilla bajo la luna, que está llena. ¿Quién hará, me pregunto, la obra maestra de La Florida? Tema, hay. Personaje, también. Y la dirección de arte supera, por cierto, la de Caracortada.

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