Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Abril 4, 2012

De seguro fue terrible para el área dramática de Chilevisión ver a Juan Lacassie, el Chispa, todas las noches. O a Sebastián Roca. O a Huaiquipán. Se entiende: a pesar de no tratarse de una gran teleserie, La Doña siempre se vendió como una obra maestra, una catedral tardía o terminal de la dupla Di Girólamo/Sabatini y, por lo mismo, fue casi doloroso ver cómo el rating se les escurría de las manos todas las noches. Lo mismo corre para Fiebre de baile o, incluso, para el Festival de Viña. Nada que hacer con ello; no se puede competir con un metaprograma cuya mejor virtud es ser capaz de citar a la telerrealidad como una tradición más de la televisión local. Porque el show de Sergio Nakasone partió como un reality y se convirtió en otra cosa, capaz de contenerlo todo, de resumir varias tradiciones y conceptos a la vez. Así, hay algunos días en que parece una teleserie y otros en que luce como una metáfora de la lucha de clases. Hay momentos en que se presenta como el cierre simbólico de otros programas (Amor ciego) o se ofrece como ejemplo extremo del voyerismo del género (el momento en que la brasileña Michelle le confiesa a Joche que lo engañó). Lo importante es que casi siempre funciona, gracias a cierta tensión implícita que nunca se abandona, como si un desastre estuviera a punto de cernirse sobre los personajes.

La audiencia supo reconocer aquello y por eso aprendió a seguir devotamente el show. Gracias a aquello, Mundos opuestos reventó la pantalla, congeló el prime, puso a todos en aprietos, incluido el propio canal. Pero eso también sugirió una trampa de la que nadie habla mucho: es imposible saber qué va a pasar con Canal 13 después de que acabe. En ese sentido, no es raro que el mismo canal haya postergado el debut de Vida por vida -que finalmente quedó para el miércoles a las 23.30- una y otra vez, como si no supiera qué hacer con la serie. Porque ya sabemos qué pasó con su competencia: se rindió, no pudo, quedó fuera de lugar. Todo esfuerzo (como Reserva de familia) se volvió tímido; todo triunfo (como Adopta un famoso), una anomalía. Ahora, el desafío del canal de Luksic es saber remontar su propio éxito, es evitar que Mundos opuestos, como programa estrella, implosione como una enana blanca y termine abriendo un agujero negro en la parrilla.

El show de Sergio Nakasone partió como un reality y se convirtió en otra cosa, capaz de contenerlo todo. Así, hay días en que parece una teleserie y otros en que luce como una metáfora de la lucha de clases.

Porque estamos hablando de un canal que hace pocos meses despidió a su jefe de prensa y ahora está a punto de sacar de pantalla al conductor de su noticiario central. Así estamos, así pesan las cosas: en este momento, el hecho de que Iván Valenzuela esté o no al aire parece no importarle a nadie. La vida sigue o, mejor dicho, Mundos opuestos sigue, por más que le pese a Vicente Sabatini. Y aquello tiene su gracia. Y mucha. Y sí, Mundos opuestos ha mutado para convertirse en un folletín más o menos minimal (¿con quién se quedará Mariana? ¿Thiago y Nash podrán reencontrarse en la vida real?), pero eficaz a fin de cuentas.

Así, para convencer a la audiencia no requiere más decorados que los momentos muertos donde los protagonistas tratan de soportar su encierro voluntario. Lo interesante es que ahí todo está reducido, condensado entre cuatro paredes que son capaces de sintetizar, por un rato, el mundo: la distancia entre clases y género, los abismos del lenguaje, las paradojas de la vida moderna. Ahí todo, sin querer, representa otra cosa. Lo divertido es que, a diferencia de cuando el formato debutó en el país, sus reglas internas ya constituyen un saber consuetudinario. Ahí, todos conocen el juego, todos creen haber aprendido a jugarlo. Por lo mismo, no es raro que los viejos actores de culebrones como Alfredo Castro o Claudia Di Girólamo estén enojados con el show: Mundos opuestos es un drama viral donde el yo deja de ser tal, donde el muro de hielo que separa a las personas y personajes está a punto de trizarse todo el tiempo. Cualquiera puede darse cuenta de que en esto hay harto más riesgo que en la mayoría de las ficciones nocturnas; acá nadie es inocente, ni el canal, los competidores o la producción; menos el público. La amenaza está latente y casi tiene nombre: cualquiera que esté ahí puede ser un Edmundo Varas, cualquiera puede volverse loco.

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