Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Octubre 27, 2011

Es interesante la decisión de exhibir Perla después de Los 80, como si el docurreality del presente terminara de completar la memoria del pasado que trazan las historias de Juan Herrera y los suyos. En ambos lo más importante quizás es lo mínimo y lo trivial. Pero si en Los 80 el arte de Rodrigo Basaez enfatiza silenciosamente el poder que tienen los objetos a la hora de construir cualquier identidad, en Perla eso es casi accidental, apenas un desliz del vértigo del montaje. Por lo mismo, aquello es lo más inquietante del show; lo que pasa detrás de los personajes que lo protagonizan, mientras deambulan por el living de la casa gitana y se siente el murmullo lejano de algún reggaeton; o se muestran a la rápida los murales con la cara de Víctor Jara en una población y el modo en que la luz rebota en los pasajes sin árboles. De esta forma, lo que nos importa en Perla es justamente lo que les da sombra a los personajes y aumenta sus ecos: el paisaje que se ve más allá de los vidrios de una micro, los muros de madera de las piezas de los chicos de la villa. Porque lo  relevante en Perla es lo que sucede en segundo plano, cuando el entorno se cuela en la historia que cuenta el reality para modificarlo completamente.

Ahí, la cámara filma lo que sus personajes niegan a cada momento: algo parecido a un atisbo de realidad. Sabemos que aquello no es intencional. Como espectadores, hemos visto demasiados años shows como Cara & sello (o PDI o 133, atrapados por la realidad) como para no entender que lo que Perla explota -más allá del omnipresente escote de su protagonista- es una versión más del turismo miseria, algo que el prime chileno ha coronado como su forma más eficaz de narrar sin demasiados artificios ciertas zonas de nuestra cultura. Acá, eso sucede con eficacia aterradora: en algún momento, el "arco narrativo" promete mostrar el funeral de uno de los chicos de la población.

En "Perla" todos actúan para la cámara porque saben que es su única vía de escape de la vida que les tocó, de la fuerza de gravedad horrorosa de la sociedad chilena. Estar ahí es la única forma de ser recordados.

Perla proviene de ese lugar y juega a lo mismo, a cruzar diversos personajes (Perla, la gitana que quiere escapar del lugar que su cultura le ha asignado; Sebastián y sus amigos de la villa; Nicolás, un adolescente homosexual que huye de su casa) para trazar en los frágiles vínculos que entablen las vigas de alguna clase de drama. Quizás funcione. Quizás no. Lo importante es que todo luce forzado, y aunque el programa esté mejor filmado (o mejor editado, en realidad) que los shows mencionados, nos estrellamos de nuevo con un país donde -como decía el escritor Patricio Pron sobre la Argentina- "se subtitula a la gente pobre". En ese formato, que es el de un naturalismo perverso, la clase popular chilena es retratada siempre desde el sarcasmo o la excentricidad, como si el relato televisivo fuera un instrumento etnográfico que sólo narra la excentricidad de vivir con lo mínimo, algo que es leído desde el humor o la piedad, jamás desde la empatía. Ahí, el hacinamiento familiar se resuelve como un mero asunto estético, la discriminación sexual se exhibe como una forma del tedio, y el racismo se soluciona con la explotación sexual.

Según esa forma de contar, estar en televisión es un punto de fuga más interesante que los estudios o el trabajo. Como Edmundo Varas, los protagonistas de los docurrealities saben que la fama es la mejor carrera. Gracias a ella pueden escapar de la pobreza, del yugo materno, de las ceremonias de la raza. En Perla aquella ficción de escape que debería ser invisible -esa invisibilidad sería la corona del drama- pero se nota en cada momento, cuando se exageran las discusiones y las personas actúan como los personajes que el guión del show prescribe para ellos.

"Perla" no es "Jersey shore", ni sus protagonistas son party-animals descerebrados que parodian algún estilo cultural sino que lo contrario: son verdaderos marginados donde no cabe ninguna clase de sarcasmo a la hora de contar su historia.

Mostrar ese artificio es el logro más extraño de Perla: aquella falta de naturalidad que desnuda a la tele como una máquina de construir ficciones. Porque Perla no es Jersey shore; ni sus protagonistas son party-animals descerebrados que parodian algún estilo cultural sino que lo contrario: verdaderos marginados, donde no cabe ninguna clase de sarcasmo a la hora de contar su historia. Se podría argumentar que aquella nitidez es lo que un docurreality debe entregar a ultranza. Pero ojo, cuando se dice que Perla es "tan real como tú" hay que mirar con cuidado pues la virtud del show es el reverso de lo que promueve. En el programa de Canal 13 lo más importante es la conciencia que tienen los personajes de la presencia de la cámara, al punto de hacer de aquello casi un gesto omnipresente. Eso vuelve sus diálogos falsos y hace lucir calculada  a cualquiera de sus reacciones. Pero también, gracias a aquello, la realidad se desfigura, cambia a la luz del observador, podemos dejar de leerla como un puro documental. Y ahí hay un punto que diferencia a Perla de cualquier show de MTV y lo acerca más al trash clasista de Cara & Sello de Mega. En Perla todos actúan para la cámara porque saben que la cámara es su única vía de escape de la vida que les tocó, de la fuerza de gravedad horrorosa de la sociedad chilena. Estar en cámara es la única forma en que serán recordados. Gracias a eso, Chile es un lugar atroz según Perla: un sitio donde la única forma de ascenso social es salir en televisión. Y la moral de aquello, la verdad es que da asco. Lo sabemos; es una trampa: nada más lejano a la vida misma que un docurreality, del tipo que sea.

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