Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Julio 14, 2011

En la portada sólo dice Zurita. Vemos el rostro de un hombre con la mirada que avanza en el pasillo de su propia oscuridad. Sabemos a lo que vamos (el último libro de un autor que siempre es fiel a sí mismo), pero aun así es raro leer Zurita o, mejor dicho, enfrentarse con una obra total, pero a la vez escombrada y rota, como es este volumen de casi 800 páginas y que luce como un compendio total, una especie de despedida antes de abrazar el silencio.

Zurita es inquietante porque, en el fondo, le termina por dar la vuelta al personaje y a la voz que Raúl Zurita, su autor, ha venido construyendo con los años y del que creemos saber todo. Mal que mal, lo conocemos desde siempre, delineado como está entre la violencia y lo inverosímil, en el trazo de una poesía tan anclada a la gesticulación biográfica que a veces ha hecho que la tensión entre arte y caricatura sea bestial. Sabemos -a la rápida- que Zurita fue una especie de rockstar de una vanguardia autocanonizada, que el cura Valente le dio el visto bueno, que se masturbó en una galería de arte, que trató de quedarse ciego, que le hizo un poema a Ricardo Lagos. Sabemos que casi todo el mundo le cayó con palos y machetes cuando le otorgaron el Premio Nacional de Literatura. Sabemos que enfermó en algún momento de Parkinson. Y todo aquello que sabíamos o creíamos saber, nos hacía -por momentos- olvidar la complejidad desolada de sus libros: esos poemas escritos en encefalograma de Purgatorio, la frase "Dios es cáncer" anotada en el cielo de Santiago o Nueva York en Anteparaíso; la idea -desmesurada y fluvial- de trazar una escritura que solucionara simbólicamente el paisaje arrasado del Chile de los últimos 30 años.

Hasta esto.

Hasta Zurita, donde todo se mezcla y no, no hay salida alguna. ¿Exagero? No creo: como pocos libros chilenos, Zurita es capaz de extenuar al lector, de dejarlo en la intemperie de su propio desconsuelo. Obra total, acá campean la desmesura y el horror para tratar de entender y condensar la memoria, el paisaje, la literatura y la biografía. Todo cabe acá, desde las visiones mesiánicas de mares, desiertos y cordilleras abriéndose como abismos o espacios infinitos; hasta la anotación detallada de sueños privados que citan a otros sueños, pasando por las confesiones biográficas y las postales del mundo arrasado del Chile de los 70.

Esa idea de somatizar la historia de Chile en el cuerpo del escritor, de padecer al país como si de una enfermedad se tratase, vuelve al texto algo inquietante.

Organizado en tres grandes apartados -delineados entre el atardecer del 10 de septiembre de 1973 y el amanecer del 11-, esa idea de somatizar la historia de Chile en el cuerpo del escritor, de padecer al país como si de una enfermedad se tratase, vuelve al texto algo inquietante. Hay una obsesión acá: pensar en la catástrofe de la historia en tiempo presente, como si la literatura se tratase del arte de trazar un lenguaje del miedo, una historia del daño. Eso, lo sabemos, estaba en los libros anteriores de Zurita (su Purgatorio abría con un informe sobre la condición psiquiátrica del autor), pero nunca se había visto con tanta claridad.

Zurita, por el contrario, es capaz de dar vuelta ese ejercicio y usar la biografía -o su ruina-para complejizar esa imposibilidad. Por lo mismo, lo que más llama la atención es justamente esa condición novelesca. De este modo, lo más hardcore de Zurita no es la escatología mesiánica del paisaje (esa letanía mística sobre un mundo entrevisto como visiones, ese todo zuritano al que estamos casi acostumbrados) sino el gesto narrativo que aparece a ratos. Podemos, así, leer el volumen como una autobiografía conjetural, una novela sobre un hombre que no puede con lo que hay en su cabeza y que define la pulsión de su escritura. Novela disfrazada de poema, Zurita encuentra sus momentos más conmovedores en los relatos de los sueños -a lo Kurosawa: los sueños de muertos que no saben que son tales- y en las viñetas de una intimidad arrasada y anclada en lo que había en su vida antes de que fuera tal: los días previos al golpe, la ausencia del padre, la imagen congelada de una madre en un traje de baño negro, los pasillos de las aulas de la Universidad Técnica Federico Santa María, el abandono de la mujer y los hijos, la sombra del golpe militar como si fuera una crisis psiquiátrica que cae sobre todo el país.

Esos momentos, llenos de dejavús, loops y anacronías, se reflejan unos sobre otros durante todo el libro y son demoledores, condicionando al libro y sugiriendo la posibilidad de que éste sea lo mejor de su autor: un relato político sobre cómo el Chile de ahora sigue siendo el mismo del 11 de septiembre de 1973. Esa vuelta del tiempo, por supuesto, no es una epifanía sino una catástrofe, puesta en escena como un relato fractal, vomitado sobre sí mismo, que trata de cómo el golpe fue nuestra bomba atómica. En ese relato, el poeta se presenta como quien es capaz de hablar con los ausentes, de caminar con ellos por ciudades que son tumbas y están en su memoria. Que viven en él porque él -destruido y todo- es quien es capaz de recordar. Ahí, quiere que su palabra sea más grande que la vida, pero en realidad está condenado a la cárcel de la memoria, a la jaula del cuerpo, a la letanía de un paisaje íntimo que se inmola y se quema y hace de la literatura la ceniza de una ceniza, el arte que registra las notas de lo que pasa en el país al que van los muertos.

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