Por Álvaro Bisama Julio 30, 2010

Por favor que alguien les diga a los encargados de musicalizar "40 y tantos" que el revival de los ochenta ya se acabó, y que Cyndi Lauper ya no provoca nostalgia sino arcadas. Digo eso porque para apreciar "40 y tantos", la nueva teleserie nocturna de TVN, hay que saltarse todo ese soundtrack horrible y pensar que más allá del hecho que al desayuno los personajes le echen Viagra al café en vez de azúcar, sí están pasando cosas en la pantalla. Digo esto porque a pesar de que la teleserie luzca -y se venda solapadamente- como una secuela natural de "Los treinta" (llevando las cosas al punto de que sus actores parecen repetir sus mismos roles anteriores casi sin pudor), las cosas no son tan sencillas.

Me refiero a que resulta interesante -o, en realidad, intrigante- el lugar desde el que se diseñan los personajes del culebrón: aquella agencia familiar dedicada a las asesorías comunicacionales desde donde se despliegan los meandros de la trama. Me explico: si antes los héroes de nuestros culebrones eran alcaldes tan corruptos como entrañables, patrones de fundo vestidos de oro y dueños de salitreras en decadencia, reyes gitanos carcomidos por la sospecha y patriarcas de todo tipo, en el relato escrito por Marcelo Leonart  los protagonistas son sus lugartenientes, sus consiglieris ocasionales, sus empleados, sus asesores. Digo esto porque, hasta hace unos pocos años los Elizalde (la familia televisiva compuesta por Melo, Imboden, Pérez-Bannen y Oviedo y sus hijos, sobrinos, amantes y mascotas) serían presentados a lo más como comparsas o villanos secretos; a lo más podrían haber sido unos Yagos más o menos maltrechos de nuestra ficción  televisiva, unos antagonistas encogidos pero susurrantes, al modo del José Soza de "Romané" o Pesutic en "Semidiós". Pero acá, por el contrario, ese lugar antes marginal proyecta tanto una especie de glamour bien iluminado como una especie de vida posible, al punto que Melo y sus hermanos se exhiben como pertenecientes a una especie de nueva clase media o alta chilena y la proponen -desde la ficción- como el lugar desde el cual se diseña el drama o la comedia más aspiracional de nuestro presente: un supuesto segmento ABC1, enquistado en el límite exacto entre el mundo privado y el público, entre la meritocracia y la influencia heredada, el gobierno y las agencias de publicidad, entre Vitacura, La Moneda y el Parque Forestal.

Mal que mal, una teleserie nunca es una teleserie. Una teleserie siempre es algo mayor o menor: un mapa del mundo, una ficción que funciona cuando alcanza a retratar la vida de una clase social, de un grupo en particular. Acá son las sombras de esa clase, mejor dicho. Escrita con ligereza, "40 y tantos" es, quizás, la versión politizada de "Infieles". Diseñada como una comedia sobre sexo (sus temas son la impotencia y el vigor sexual, la infidelidad y el aburrimiento), lo mejor es que habla, sin aludir directamente, de otra cosa; de la intimidad posible de los lobbystas chilenos, de los Tironi, Halpern y sus infinitos y accidentados clones, de todos esos asesores de imagen y operadores políticos de nuestro pasado reciente, quienes ganaron la batalla por su legitimidad a punta de acuerdos de pasillo y focus groups en los últimos veinte años; todos representados ahora en la ficción televisiva tan insatisfechos como hastiados. Por lo mismo, el sexo puede ser leído como una alegoría sobre las relaciones de poder, sobre las tensiones entre géneros, sobre lo que sucede en las oficinas -bien iluminadas, diseñadas a la última moda- hacia donde se ha desplazado el centro de nuestra política.

Gracias a esto es posible apreciar la peculiar sincronía del programa: "40 y tantos" aparece en escena en el momento exacto en que las políticas comunicacionales del gobierno de Piñera se escurren entre lo idiota y lo impresentable, entre las declaraciones de Ximena Ossandón sobre las madres chilenas y el llanto de Gabriel Ruiz-Tagle. Expertos en volver comprensible lo inverosímil, en zurcir reputaciones, los personajes de la teleserie están lejos de cualquier clase de nostalgia porque se estrellan directamente con el presente y aspiran a imponerse como los héroes de esta nueva moral chilena. No está aquí la evocación de una juventud perdida sino la resaca concertacionista que validó la lengua que fingen hablar estos personajes, que Francisca Imboden (lejos, el centro del relato) habla con una habilidad que parece natural, viviendo entre los intersticios de la vida de los otros: sus hermanos, su amante, su empresa, su hijo.

Es Imboden y su capacidad para callar y transar, para tragarse el orgullo y armar con sus restos el panorama vencido de su presente, para esgrimir con orgullo la posibilidad de que carezca de tal cosa, lo más interesante de "40 y tantos". Eso apenas lo entrevemos en la caricatura que se exhibe cada noche entre tanta gente saltando entre tantas camas distintas. Pero ahí, si hay suerte -casi siempre en las discusiones entre ella y Francisco Melo- se esbozan las interrogantes de una precuela que jamás veremos y se escurre hacia atrás, hacia nuestro pasado siendo, quizás, lo más interesante del relato. O lo más dramático. Se trata de la historia que debió haber sido contada, pero que en realidad nadie tuvo el valor de filmar porque debió referirse a algo infinitamente más complejo y doloroso: el cómo llegaron los hermanos Elizalde a hacerse tan ricos como famosos, de dónde proviene su poder y su influencia, si votaron No en 1988, si supieron bajarse de la campaña de Frei a tiempo, si huyeron alguna vez a un cargo en Washington, si diseñaron la franja de Piñera, si estuvieron cerca de Lagos o Lavín, si los estafó Luis Cajas o acompañaron a Allamand a su travesía por el desierto. Esa teleserie -que es la sombra imposible de la que emite  TVN- es la que tendrían que estar dando estas noches. Ahora vemos esa épica de las sombras como algo que para hacerse legible sólo puede explicarse -con tanta simpatía como esfuerzo- como una picaresca. ¿Comedia? Ni tanto.

*Escritor y profesor de literatura.

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