Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Febrero 20, 2010

Murmura. Grita. Sonríe. Coloca la vista en un punto indeterminado. Corre. Explota. Golpea a alguien. Eso hace el humorista Felo. Las imágenes son elocuentes. Los paparazzi de la prensa del mediodía lo captan rompiéndose en pedazos en el backstage del Festival de San Felipe. Felo ya no da más. Antes, sobre el escenario, ha insultado al público, no ha soportado la pifiadera, ha perdido su centro. Los opinólogos y los buitres han festinado con él, han intentado explicarlo con una psicología tan precaria como volátil.

Un día después, Felo avisa que suspendió su participación en Viña 2010.

Se entiende. Felo estaba aterrado. Viña devora a sus artistas incluso antes que pisen el escenario. Da lo mismo lo que hagan. Ésa es su tragedia, su gracia y su karma. Como si fuera el fin del mundo, todos parecen volverse locos con lo que sucede o no en la Quinta: productores, periodistas, técnicos, artistas, músicos y, sobre todo, el público. No es raro que así sea. No es raro que le digan, desde tiempos inmemoriales, el monstruo. El Festival no es sólo nuestro evento musical más global, también es nuestro espectáculo más trash y desquiciado, pero nadie parece darse cuenta. Es nuestra cultura de la basura. Cincuenta años de trayectoria así lo avalan: una feria musical de provincia que durante el pinochetismo se transformó en la apoteosis del mal gusto, del kitsch como utopía del arte.  Metáfora bonsái de un país, el Festival fue siempre ese circo romano donde alguien debía salir ungido o inmolado. Porque sus grandes momentos no se comparan con los peores. Los materiales que fabrican la gloria están invertidos en Viña. Lo que brilla, lo que construye la memoria del show son sus desastres, las ineptitudes, su patetismo.

Así, nos gusta Viña porque puede pasar cualquier cosa. Ahí los animadores no animan (basta ver la pobrísima performance de Camiroaga el año pasado), los humoristas lloran como una Magdalena (agradecen con lágrimas la piedad que los libera de su destino miserable mientras, comiéndose los mocos, dicen que todo lo hacen por los niños), el jurado se dedica a cualquier cosa (insulta a los organizadores, como el Temucano, o abre su escote ante el mundo, como Marlen Olivari), la competencia pasa sin pena ni gloria (a nadie le importa quién gane), la administración no administra (el municipio tiene cada vez menos poder de decisión en la programación; concejales como Andrés Celis dicen cualquier bobada a los medios ante la posibilidad de estar en S.Q.P. al lado de Luciana Salazar), los cantantes se dedican al playback o al caos (Charly llenando de excremento su camerino, Faith No More mandándole saludos a Myriam Hernández, Los Prisioneros insultando a la Iglesia Católica).

Esa histeria es generalizada y se toma todo. En Viña, cualquier hijo de vecino es un rockstar; cualquier modelo de team, candidata al estrellato. El público, convertido en el monstruo, reparte sus afectos de modo veleidoso, al punto de comportarse de modo tan nacionalista (una bandera argentina en una pantalla gigante sepultó a Alejandro Lerner) como desmemoriado (la aparición de Lucho Gatica de hace algunos años pareció importarle un rábano). Basta pensar en lo que pasó el año pasado con Antonio Vodanovic. Su animador histórico llegó a despedirse. Se cumplían 50 años del Festival. Vodanovic se preciaba de ser el único capaz de domar al monstruo. Eso al monstruo no le importó. Lo dejó hablar y lo despidió con aplausos tibios. Más tarde venía La Noche. Al monstruo, criatura hecha de puro presente, no le importaba la celebración de su propia nostalgia.

Eso tiene Viña. La extrañeza de una violencia populista que se excita con el olor a sangre, que llora por cualquier cosa. Por eso, quienes mejor han comprendido el Festival son quienes han banalizado esa histeria, ironizando respecto a la falsa monumentalidad del evento y sus aspiraciones de grandeza chilena y americana. Se me ocurre un ejemplo reciente. El año pasado el millonario Leonardo Farkas hizo de todo para agradar a todo el mundo. Hombre orquesta de Las Vegas, quería tocar en la Quinta Vergara. Repartió sanguchitos del Lomitón, lanzó billetes al aire, le organizó una fiesta a la prensa. Todos ya habían caído a sus pies: los organizadores, los periodistas, el público. En medio de toda esa algarabía, todos cedieron al deseo y los billetes de Farkas. Todos, salvo unos cuantos periodistas que no fueron a la fiesta y escribieron sobre la condición surreal del asunto. Todos, salvo Mauricio Medina, el Indio del dúo cómico Dinamita Show. Medina siempre había sido la parte más opaca de la dupla: frente a la hiperkinesis de Paul Vásquez, su socio en el humor, lucía casi siempre impávido o tímido. Los dos habían crecido haciendo humor en la calle Valparaíso, en Viña, a un par de cuadras de la Quinta. Durante los 90 saltaron al estrellato y luego vino lo obvio: la fama, las drogas, los odios y las traiciones mutuas, los escándalos, la buena y la mala suerte. El año pasado se volvieron a juntar y demostraron lo brillantes que podían llegar a ser. Pero lo más impresionante de su rutina, por una vez, no fue el Flaco (que llegó a simular encender una molotov en el escenario), sino un pequeño chiste del Indio al final de su show.

"Me quiero dar un gusto", dijo Medina y le pidió a Leonardo Farkas que se acercara al escenario. Farkas lo hizo. "Le quiero regalar diez lucas", dijo Medina y le pasó un billete a Farkas. El público estalló en carcajadas. Farkas recibió el dinero. Su cabellera rubia apenas se movió. El rey estaba desnudo. Medina volvió a su rutina. El Festival siguió. Farkas hizo su show días después. Que lo pifiaran luego o no ya era un dato accesorio porque quizás todo el daño posible estaba reparado, la estupidez -no la de Farkas sino de ese organismo vivo llamado Festival- solucionada con un chiste bien puesto. Medina había, por un segundo, comprendido todo. Había explicitado frente al monstruo y a millones de telespectadores lo que nadie quería o podía ver: la locura, la imbecilidad y la fastuosidad trash de la Quinta Vergara, para devolverle ahí mismo al público, por apenas un par de minutos en medio de la tormenta viñamarina, algo parecido al arte, algo parecido al sentido común, algo parecido a la dignidad.

* Escritor y profesor de literatura.

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