Por Alberto Fuguet* Noviembre 21, 2009

1.

Tenía que suceder. La obsesión tenía que llegar. Quizás llegó qué rato. Pero "los excesos" ya están apareciendo en el país: cebicherías carísimas que no aceptan reservas; locales de comida orgánica; hoteles que se definen más por su onda y sus bares y restoranes que parecen más interesados en captar el mundillo cool local que a sus pasajeros extranjeros; delicatessen (mitad restorán, mitad almacén) con aire y precios de boutique; críticos de vino con más fama y poder y espacio que muchos de sus colegas que se dedican al cine o la literatura. Algunos ingenuos creen que la polémica artística del año es entre La nana y Dawson, Isla 10. Se equivocan. Es entre La Mar y Mestizo. Gonzalo Frías y su Séptimo Vicio es quizás el único programa de cine de la televisión del cable. En el Canal Gourmet la comida no para durante las 24 horas. Y es que la comida hace tiempo tiene una función mucho mayor que alimentar. Y en menos de una década, el sushi pasó de ser un alimento para "esnobs y atrevidos" a ser lisa y llanamente una posibilidad más de "delivery".

2.

El otro día, después de un almuerzo mediocre y liviano, pude ver Julie & Julia, la nueva cinta de Nora Ephron, la célebre y aguda periodista norteamericana, que luego pasó a novelista, guionista (Cuando Harry conoció a Sally) y directora de cine (Sintonía de amor; Tienes un e-mail). Quedé sorprendido, estimulado, con una sensación de felicidad embriagadora. Y con mucha, mucha hambre.

El encantador filme, que parece liviano como un soufflé pero tiene la densidad de un boeuf bourgüignon, se estrenó esta semana en Chile. Justo cuando el boom de la moral gourmet está llegando a su peak (una de las últimas revistas en papel que han salido al mercado se llama Wain). La Ephron ya antes había trabajado con Meryl Streep, cuando Mike Nichols adaptó su novela El difícil arte de amar (en rigor, Heartburn, su título original, tiene dos significados: acidez estomacal y quiebre de corazón). En esa cinta, comida y política y niños no eran los ingredientes compatibles. El personaje de la Streep intentaba hacer recetas para publicarlas en el diario; Jack Nicholson era un reportero político tan interesado en perseguir senadores corruptos como alumnas en práctica.

Ephron siempre ha sido aguda pero, dos décadas después de la clásica Cuando Harry conoció a Sally, lo cierto es que sus propios filmes no lograban ser ni comedias ni románticas. Algo no funcionaba, partiendo por la química. Hasta ahora, que aparece una cinta tan deliciosa, inteligente y sensual, como Julie & Julia, una de las mejores cintas del año producidas por Hollywood. Es cine comercial destilado, una reducción que transforma géneros y personajes que conocemos en algo nuevo. En un momento en que buena parte de las cintas supuestamente de autor o de arte, apoyadas por festivales, parecen comida congelada, llega esta pequeña obra maestra menor. Algo así como el mejor de los postres que podría servir un local bendecido por las tres estrellas de Michelin. Julie & Julia es una receta original y fresca.

3.

La comedia culinaria de Nora Ephron se estrena en el momento justo. Justo cuando uno de sus personajes principales, la entusiasta cocinera Julia Child, ha terminado por ser canonizada como "la mujer que cambió la forma de cocinar en Estados Unidos". Child, una mujer enorme en todos los sentidos, no fue una chef sino más bien una divulgadora: se dedicó a esparcir el evangelio de la comida francesa en los EE.UU. de los 60. Gracias a su libro Mastering the Art of French Cooking y a su programa de cocina en directo (donde se le caía la comida al suelo), Child abrió las puertas de lo que hoy se considera desde una moda hasta una nueva práctica: una obsesión por la comida fina. Eso implica desde el chef como símbolo sexual a la nueva especia como la droga-del-día (¿merkén?, ¿escamas de sal del mar Céltico?), pasando por suplementos, revistas, programas y restoranes carísimos imposibles de ingresar.

Estados Unidos, el país de la comida rápida, es uno de aquellos que lideran esta obsesión. El mismo país que tomaba el peor café, el mismo sitio que aliñaba sus ensaladas con salsas dulces, es hoy el mayor importador de aceite de oliva, de quesos, de vinos de cepas casi ridículas y de barras de chocolate que ahora se miden por su porcentaje de cacao. Julia Child sería la madre de todo esto y, en la gloriosa interpretación de Meryl Streep, pasa a ser una suerte de Madre Coraje del buen paladar. Pero la cinta no es una recreación histórica de una trend-setter, sino que altera lo que se podría llamar la historia de amor. Aquí hay dos protagonistas, las dos mujeres, y es la conexión entre ellas lo que conmueve. Pero ésta no es una cinta sáfica, porque aquí el verdadero amor no es carnal sino hacia la comida y, quizás más, hacia hallar algo que a uno lo haga sentirse alguien.

Estados Unidos, el mismo país que tomaba el peor café y aliñaba sus ensaladas con salsas dulces, es hoy el mayor importador de aceite de oliva y de barras de chocolate que ahora se miden por su porcentaje de cacao. Julia Child sería la madre de todo esto.

Julie (Amy Adams) es una mujer que se está acercando a los 30 y siente que no lo ha logrado. Cincuenta años antes, en París, Julia Child siente que está llegando a los 40 y está aburrida, no encuentra su lugar en el mundo. Ambas no andan buscando un hombre, porque ambas tienen uno y ambas están bendecidas con maridos casi-perfectos. Ellas necesitan algo más y ese algo lo encuentran en cocinar. La cinta pone la idea del creador original en su lugar: no hay que ser un artista, hay que vivir y crear como uno. El placer no está sólo en inventar, está en ver, en leer, en cocinar recetas de otro. Y, en esta era del blog, la cinta se la juega por la idea de que todo lo que uno hace y da placer debe ser plasmado por escrito para que otros participen del momento.

4.

El 2004, en la académica revista de periodismo-para-periodistas The Columbia Journalism Review, Molly O´Neill, la reportera culinaria y columnista de The New York Times Magazine, la revista dominical del diario más influyente y, a la vez, más obsesionado con comida del mundo, escribió un ensayo donde indagaba en su rol. ¿Cuál era?¿Era importante saber cuál era el mejor restorán de la ciudad? Al escribir de comida ¿estaba sirviendo a la causa ciudadana o estaba, como sospechaba, ayudando a la agenda de "lobby de la comida"? En todo caso, el ensayo -que fue considerado el más relevante del año en la antología Best Food Writing 2004- es recordado por otra cosa: el término food porn. O´Neill, en un arrebato de lucidez e ironía, asoció la obsesión por la comida, por leer y ver y mirar comida, con la de la pornografía. La tesis es simple: ¿por qué tanta gente ve horas y horas cómo chefs cocinan la más elaborada comida y luego siguen mirando mientras toman una sopa para uno? Ello se liga a Julia Child o, para hacerlo más local, a Laura Amenábar o Cocinando con Mónica.

Antes, estas cocineras estaban en la televisión para enseñar a cocinar y las personas las veían para aprender, lápiz en mano. Hoy lo que aparece en los programas del Canal Gourmet, o en realities donde gente lucha, cuchillo en mano, para ser el mejor chef, no es comida real. Nadie cocina eso en sus casas. Y la comida no se ve así de verdad. Los programas son posproducidos para que leche que hierve suene como lava, para que el aceite que cae en la ensalada de berros orgánicos y rúcula se asemeje a una cascada de agua. Todo es tan estilizado, que una ceremonia que puede durar tres horas se reduce a veinte minutos. A diferencia del mundo real, la pornografía se salta la seducción: no hay tiempo. Saltan a la cama de inmediato. En los nuevos programas de cocina, todo debe ser perfecto y rápido. Mientras un pollo crudo ingresa al horno, ya hay otro relleno y listo.

Yo mismo me he pillado, en hoteles, desvelado, mirando, hora tras hora, programas de cocina mientras mastico chocolates o maní del frigobar. En la tele todo funciona, todo se ve increíble, nada falla, todo es limpio, no corre sangre o vísceras, nada es asqueroso. Uno mira y mira, pero sabe que jamás cocinará algo así. Nadie podría. No hay tiempo, no hay espacio. A lo más está la idea de poder comer esa comida y para eso están los restoranes. Así, mientras aumentan las revistas, las fotos, los sitios especializados y los programas ad hoc, las estadísticas insisten en que cada vez se cocina menos, que no es lo mismo que comer menos. La comida viene preparada o semipreparada, o se les pide a otros que cocinen.

Es alucinante ver a los chefs de sushi filetear pescados que parecen nunca haber estado en el agua, pero creo que pocos tendrían la paciencia o habilidad de hacer nigiri en su casa. La fascinación es mirar, no comer. Ésa es parte del juego, de la fantasía. Las frutillas de la tele o de las revistas de comida nunca se parecen a las que uno compra en los semáforos.

5.

Hago memoria de cuando estudiaba Periodismo. Nadie en su sano juicio hubiera tomado un curso de periodismo gastronómico. Ni menos especializarse en enología. Muchos compañeros querían ser políticos, escritores, terroristas o relacionadores públicos. Los más borrachos querían tomar, no escribir de vino. Los gordos comían pizza y completos, pero jamás vi a alguien recortar una crónica de Soledad Martínez. Todo eso es pasado. Hoy, la revista Paula organiza una semana de la comida que convoca más gente que un desfile de moda. Los estudiantes de Periodismo tienen como meta ser "el nuevo Daniel Greve" o "el Patricio Tapia 2.0". Las editoriales buscan al nuevo chef-autor. El chef peruano de exportación Gastón Acurio es una superestrella a la que Vargas Llosa le dedica dos páginas en su columna mundial. Christopher Carpentier tiene más prensa que muchos rostros de televisión y ahora posee un programa de entrevistas. La era de Almorzando en el 13 murió qué rato. Ahora sería Cocinando con los Navasales.

Saber de comida y saber comer es el mejor pasaporte al ascenso social y, sin duda, "estar al tanto" de eso es más importante que leer al que todos están leyendo. Adiós, Kundera. Dime lo que estás comiendo y te diré quién eres. Hasta hace poco, eso hubiera sido impensable; hoy es lo que se llama la cultura. Si hace diez años los restoranes dejaron de ser sitios donde uno iba a comer para pasar a ser sitios donde ir a mirar, ahora se dio el nuevo paso: el mundo ahora es un restorán y no hay que dejar necesariamente propina.

* Periodista, cineasta y escritor.

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