Por Álvaro Bisama Noviembre 14, 2009

En el mejor momento de "La nana" de Sebastián Silva, Raquel (Catalina Saavedra) se calza una máscara de gorila y se mira al espejo. Quizás ése es el único instante verdaderamente arriesgado de la cinta; el único en que el tono piadoso o pío (la película está llena de cruces por todos lados) desaparece para ceder a una monstruosidad que luego termina por diluirse, para concluir en un happy end tan alienígena como imposible: Saavedra, reconciliada con sí misma y con su rol, se calza un reproductor de MP3 y sale a trotar por el barrio alto.

Estos días, mientras la candidatura o la precandidatura al Oscar de "Dawson Isla 10" divide a la industria del cine chileno con preguntas tan complejas como insalvables (¿la crítica realmente puede rematar el destino de una película?, ¿el cine político de denuncia está agotado?, ¿por qué Miguel Littin es tan, pero tan chanta?), "La nana" aparece rescatada entre otras cosas, a partir de su valor didáctico y algo iluminador: la cinta nos descubrió de repente que el servicio doméstico puertas adentro era una forma de explotación y que las empleadas, las nanas y los hombrecitos son los figurantes silenciosos en cuyos hombros descansa el orden de nuestra vida diaria.

Es rara esta sorpresa súbita, este descubrimiento de última hora de las líneas que separan nuestras clases sociales. Rara porque no hay que hurgar mucho para darse cuenta de que aquel tema es quizás el centro de nuestra mejor literatura, de nuestra mejor televisión. Porque, en serio: ¿no fue "Ángel malo" (1986) una versión anterior de "La nana" mucho más afilada y terrible? Carolina Arregui aún explota a la Nice que creó hace veinte años, cuando vertiginosa y terrible, se convirtió en el centro de un culebrón donde la recordamos a partir de su ansia y su hambre, de sus sueños, de su fuga. Moldeada como una parábola hecha de puro amor deforme, "Ángel malo" cristalizó a la Arregui como la femme fatale de todas nuestras pesadillas sobre la lucha de clases.

Mal que mal, esas pesadillas tenían historia, pasado. Algunas de las más brutales habían estado, sin ir más lejos, en las novelas de José Donoso. La más terrible de sus obras, "El obsceno pájaro de la noche" (1970), estaba construida desde el lugar exacto donde "La nana" de Silva termina, sin atreverse a mirar más allá: el futuro de Raquel (que en el libro se podía llamar Peta Ponce), acá referido como una casa de reposo donde una legión de ancianas y huérfanas vivían en un mundo hecho de retazos de sexo y violencia, ahogadas todas por las rutinas de sus vidas truncadas. A la deriva entre el invunchaje y la oscuridad, entre la memoria y el mito, las nanas de Donoso escribían entre murmullos la historia de nuestro gallinero, encarnando en sus cuerpos deteriorados y al borde de la extinción, el tiempo perdido de nuestra historia. Obviamente, no se trataba de una obra agradable. Leer al mejor Donoso, que escribía gozando con los rituales rancios de su clase, exige someterse a una descripción de lo chileno como un territorio ejemplificado desde lo deforme, edificado con la impostura de identidades rotas que no autorizan redención alguna. Así, demasiado ensimismado en su retorcimiento como para albergar cualquier lectura ideológicamente unidireccional, Donoso convierte en un lenguaje terrible lo que es para Silva puro silencio. No hay acá MP3 alguno que salve nada; lleno de miedo, se inventa lo que hablan quienes tienen la boca cosida.

Quizás ahí esté lo que nadie se ha dado cuenta respecto a "La nana", cuya moral parece involuntariamente cercana a "Los nuevos chilenos"(2000), aquel libro que Pablo Halpern facturó como best seller de autoayuda política hace algunos años. Halpern escribió ahí de un país posible con las alamedas abiertas como un sueño mojado de integración global. No había memoria ahí, ni historia, ni culebrón, ni drama, ni literatura. No estaba esa máscara de gorila, la verdadera piel que detalla un abismo insalvable entre las clases.

Mejor Donoso y Arregui que Halpern. En "Ángel malo", Carolina Arregui sabía que esa máscara de gorila era su propia piel. Por eso actuaba como actuaba. En los libros de Donoso, el país completo estaba siendo narrado con una voz sofocada que estrellaba torpemente los labios y la lengua con el interior del disfraz, haciendo una literatura de pura asfixia. Quizás, esa asfixia debió haber estado presente en el debate de estos días: la pregunta sobre si "La nana" debió haber corrido por el Oscar quizás tendría que haberse respondido confrontando la cinta con algunos de los monstruos que estaban agazapados en su fuera de campo. Quizás bastaba una vieja anotación de los diarios de Gabriela Mistral para dilucidar toda polémica y responder si Raquel y "La nana" estaban a la altura de lo que se exigía de ellas. Escribió la Mistral, describiéndose a sí misma como profesora, pero quizás prefigurando esa conciencia que la máscara de gorila hace destellar por segundos en Raquel: "Viví aislada de una sociedad analfabeta cuyas hijas eduqué y que me despreciaba por mal vestida y mal peinada".

*Escritor y autor de Música Marciana.

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