Por José Manuel Simián Mayo 30, 2012

En los días posteriores al 11 de septiembre de 2001 se repitió la idea de que todos éramos neoyorquinos. Era un cliché, es cierto, pero no hacía sino jugar en torno a una gran verdad: todos habitamos un poco en Estados Unidos, sin importar dónde residamos. Sam no es mi tío, la excelente compilación de crónicas sobre la relación entre Latinoamérica y EE.UU. editada por Diego Fonseca y Aileen El-Kadi,  juega un poco sobre esa idea. Algunos de los autores (tres son chilenos: Andrea Jeftanovic, Juan Pablo Meneses y Carola Saavedra) viven en EE.UU.; otros apenas son turistas o aspiran a serlo. La paradoja es explorada desde todos los lados posibles. “Como buen americano, nací en el extranjero”, anota el peruano-estadounidense Daniel Alarcón, mientras que Eduardo Halfon va aún más lejos: se pregunta por qué un día, cuando todavía era niño, tuvo que dejar su natal Guatemala para comenzar una nueva vida en Florida, y por qué hicieron algo parecido sus abuelos, un polaco y un libanés. “Las personas nos movemos”, anota, “en búsqueda de algo mejor. [Pero] el movimiento del migrante no es rectilíneo”.  Aquí dentro hay 24 de esos trazos migratorios, tan retorcidos como articulados.

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