Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Diciembre 22, 2011

Fue difícil ver el capítulo final de la cuarta temporada de Los 80.  En sus minutos más duros, Claudia (Loreto Aravena) escuchaba cómo su padre (Daniel Muñoz) golpeaba la puerta de la casa donde estaba encerrada. Claudia estaba amordazada, el padre no sabía que estaba ahí. En un momento caía al suelo y podíamos escuchar cómo gritaba sin gritar, cómo veía irse cualquier esperanza. Ahí, las dos líneas centrales del show (la historia de la familia y la de la hija clandestina) se acercaban sin encontrarse, y esa distancia irremontable alegorizaba lo que la serie había hecho estos meses: cómo todo se había trizado de modo invisible y definitivo.

Porque en esta temporada todos crecieron, todo fue un rito de paso. Los Herrera estuvieron más solos, más perdidos, más demolidos. Claudia, la hija, se enfrentó a la violencia real del régimen; el niño Félix dejó de ser tal; Martín (que había sido cadete) dejó de estar perdido para encontrar en las imágenes y en la paternidad algo parecido a un destino, y los padres (Muñoz y Tamara Acosta) descubrieron que no había salida posible, que el huracán que era la historia de Chile sí había pasado por su casa y que, por lejos que estuvieran, su propia intimidad se relacionaba con Carrizal Bajo, con Rodrigo Rojas Denegri y Carmen Gloria Quintana, con el atentado a Pinochet, con la Vicaría de la Solidaridad, con la CNI, con la sospecha de que el país estaba infestado de sapos.

Lo que se estaba jugando el martes en la noche era algo más complejo que cualquier coherencia ficcional: se cerraba algo que había empezado hace dos temporadas pues se terminaba de cambiar el estatus de la serie. Aquello, por supuesto, no podía finalizar con nada que no fuera violencia, con nada que no fuera horror. Chao, nostalgia. Volver sobre la década de los ochenta era algo bastante más complejo e inexpresable que celebrar viejas imágenes de Don Francisco. Era algo que trataba sobre la desaparición de toda certeza, sobre la pregunta -que cada familia de la clase media contestó- respecto al lugar que le tocó en la comedia de la Historia.

Así, tanto o más interesante que el agente de la CNI que fingía ser hermano de Daniel Muñoz, eran  el abandono y la melancolía de Gregory Cohen, que interpretaba a un médico que lo había perdido todo. Cohen era cínico y silencioso, había decidido vivir a oscuras en un duelo permanente. Cohen era un Juan Herrera sin los suyos, habitaba un mundo de fantasmas. Su casa era un refugio pero también una tumba: la celebración de la vida y la familia que había perdido. Viendo a Cohen y a los Herrera era imposible no recordar Bello barrio, el disco de canciones y poemas que Mauricio Redolés grabó en 1987, pero cuyos fragmentos nos remiten de modo acelerado al 1986 que la serie mostró esta temporada: el rock que reemplaza al Canto Nuevo, un país lleno de agentes encubiertos, la vida de las familias que tratan de abrazarse a los momentos epifánicos de un mundo que aún no se ha roto.

Quizás volver a escuchar -como yo lo estoy haciendo mientras escribo esto- Bello barrio ilumine de qué modo la última temporada de Los 80 hizo de la ficción televisiva algo tan riesgoso como inédito, tan cercano como intolerable. El último capítulo, emitido esta semana, quizás hablaba de eso. Como bien decía Redolés en 1987: "Acá el futuro se vive en su pasado, noticias vulgares en radios vulgares /Ven a vivir esta fragilidad peligrosa de corromperse/ Se llega por recorridos de micros inexistentes /Se llega por calles subterráneas / Ven a esta bella barriada a encender el último fuego /amor". 

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