Por Juan Andrés Quezada Noviembre 24, 2011

Estamos en Jerusalén, la mítica Ciudad Santa. El guía del bus avisa que vamos rumbo a un encuentro con los "indignados de Israel". ¿Qué es lo primero que se nos viene a la mente? Encontrarnos con un grupo de cesantes con pancartas en contra del sistema en medio del cemento. Pero llegamos a un parque lleno de rosas, en pleno centro de la ciudad, con una moderna y gran carpa al medio de un prado y otras carpas iglú metros más allá.

Tras el recibimiento de unos chicos más parecidos a los integrantes de una banda musical, las miradas del grupo se dirigen a un cerro de ametralladoras apiladas en forma de torre que cuidan dos jóvenes con uniforme de no más de 17 años. "Esto es sólo una coincidencia, no tiene nada que ver con nosotros", se apura  en decir Mudi Rabfogel (27 años), uno de los indignados. "Es un curso de pilotos del servicio militar que están haciendo ejercicios en el parque y dejaron sus armas aquí por un rato". "Ahora, somos 17 contra dos, y fácilmente podemos tomar las metralletas y entrar al Parlamento", bromea, indicando un moderno edificio ubicado al otro lado de la calle, junto a la Corte Suprema.

Nos cuentan que son parte de los centenares de miles de israelíes  (en una población de menos de ocho millones) que hace algunos meses salieron a las calles y marcharon hacia la residencia del primer ministro, Benjamín Netanyahu, para oponerse a la carestía de la vida y a las crecientes desigualdades económicas.

Explican que protestan por el alto precio de las viviendas, porque los arriendos han aumentado un 35% en los últimos años, porque cada día más jóvenes casados tienen que vivir con sus padres, porque Tel Aviv es una de las 15 ciudades más caras del mundo.

Pero a medida que transcurre la conversación, Mudi y Michael Avishay (18 años) llegan -sin querer- a la verdadera razón por la que muchos de ellos se sienten hoy indignados. Y que tiene mucho que ver con la imagen del cerro de metralletas, que en Israel, un país con un férreo sistema de seguridad, no parece llamar tanto la atención "Hemos crecido en una sociedad en que el único tema que se hablaba en todas partes es la disputa de territorios entre Israel y Palestina, es la guerra entre la derecha y la izquierda", afirma Avishay, midiendo cada palabra.

"Se levantan muchos asentamientos, pero el Estado no construye casas en la ciudad", agrega Michael, mientras regresan los conscriptos, de uniforme verde, las mujeres con largas cabelleras, un poco de rouge y algunas con rímel, a recoger sus metralletas.

En medio del ruido de los fierros, los indignados señalan que el presupuesto en salud está estancado hace varios años. El gasto militar, sin embargo, alcanza el 6,3% del Producto Interno Bruto, sólo superado por Arabia Saudita. "Es importante reducirlo, pero el argumento contrario es que estamos en medio un conflicto en el Medio Oriente", dicen.

Al día siguiente partimos a Gilboa, donde el bus se detuvo en un centro de esquí en pleno desierto: pistas de alfombra blanca constantemente rociada por agua a través de regadores bajo tierra. Ahí nos encontramos con otro grupo de israelíes y árabes que no quieren más guerra. Por ello, organizaron trabajos de verano con niños palestinos e israelíes. Nos reunimos con los jóvenes, que cuentan alegres que son fanáticos del reggaetón, que juegan fútbol, que nadan… Parecen inseparables, pero dentro de poco deberán enrolarse en sus respectivos ejércitos, donde existe la posibilidad que se encuentren como enemigos, separados por un muro.

En uno de los restaurantes exclusivos de Tel Aviv, el chef argentino Víctor Gloger agrega otro dato: "Cuando en el exterior los jóvenes empiezan la universidad a  los 18 años, aquí recién lo hacen a los 22. Tras tres años de servicio militar los hombres y dos las mujeres, lo único que quieren es escaparse de esta olla a presión y enfrentarse con la vida. Antes iban a Europa, ahora es muy caro, por eso hoy van a India y Sudamérica. Son los destinos de los jóvenes israelíes".

Gloger resume así el conflicto: "Son como dos niños peleando por una pelota. Para mí, las colonizaciones son un error garrafal y hay que terminar con ellas, pero el terror es algo que nadie puede soportar. Tenemos pueblos fronterizos que están siendo bombardeados y en siete años han caído 8 mil cohetes. Hace 10 años a mis hijas no las dejábamos subir a un bus por temor a un atentado. Y eso tampoco es normal".

Relacionados