Por Andrea Slachevsky Septiembre 8, 2011

Septiembre es un mes emblemático para nuestro país. Muchos recordamos el 11 de septiembre de 1973 como el inicio de un periodo durante el cual los derechos humanos fueron sistemáticamente violados. Algunos abogan por la necesidad de monumentos, estelas o placas que nos permitan mantener vigentes esos recuerdos. ¿Pero acaso no basta con nuestros recuerdos internos, en vez de llenar calles o plazas con dolorosos recordatorios? George Orwell lo intuyó magistralmente en su novela 1984: así como la historia puede reescribirse, la memoria puede distorsionarse.

Veamos qué dicen las neurociencias. Daniel Schacter, en Los siete pecados de la memoria, nos describe su inesperada fragilidad: todos sabemos que los recuerdos son fugaces y, a medida que transcurre el tiempo, se debilitan. Pero, además, no son confiables: son sensibles a sesgos y distorsiones. Numerosos experimentos han mostrado que, cada vez que rememoramos un evento, su huella neuronal -el conjunto de neuronas que codifican ese evento- se modifica, eliminando  componentes e incluso añadiendo nuevos elementos. Esto permite, por ejemplo, que podamos revivir eventos dolorosos, como la muerte de un familiar, sin volver a experimentar el dolor del primer momento, pero también pueden insertarse elementos falsos en ese recuerdo. Si queremos mantener viva una memoria objetiva de la historia no podemos confiar en nuestro cerebro: debemos fijar los recuerdos. Pero ¿tiene algún sentido mantenerlos vivos?

Al conmemorar la matanza de Oradour-sur-Glane, pequeño pueblo francés exterminado por el ejército nazi  al final de la Segunda Guerra Mundial, el general De Gaulle declaró:  "Oradour-sur-Glane es el símbolo de las desgracias de la patria. Es preciso conservar su recuerdo, pues semejante desgracia no debe volver a ocurrir nunca más".

Algunos piensan, por el contrario, que es necesario olvidar el pasado para permitirnos un porvenir libre de culpa y sin odiosidades. ¿Se equivocaba De Gaulle? La historia de dos pacientes con secuelas de traumatismo cerebral contribuyen a dirimir el debate. El paciente KC, descrito por Morris Moscovitch , perdió su memoria autobiográfica. Lo más impresionante es que KC tampoco podía proyectarse en el futuro. Sabemos que sin memoria no hay pasado, pero la historia de KC y los estudios en neuroimagen funcional en personas sanas permiten afirmar, citando a Schacter, que "lo revolucionario es que la neuropsicología ha descubierto que sin memoria no hay futuro. Curiosamente, cuando imaginamos el porvenir se activan las mismas partes del cerebro que cuando recordamos". Otro caso notable, el paciente ML, descrito por Donald Stuss y Brian Levine, tampoco recordaba su pasado, y si bien lograba registrar nuevos eventos, no los experimentaba como propios. Vivía en un constante presente y, peor aun, carecía de la capacidad de fijarse objetivos. En suma: sin memoria no tenemos futuro. Ciertamente, esto tiene validez a nivel individual, pero, a fin de cuentas, una sociedad no es más que un conjunto de individuos unidos -de vez en cuando- en pos de objetivos comunes.

Por último, quisiera recordar la frase escrita en un monolito del Parque Buttes-Chaumont, en París, que recuerda a 33 niños de menos de 4 años muertos en campos de concentración nazis durante la Segunda Guerra Mundial: "Caminante, lee sus nombres. Tu memoria es su única tumba". Un objeto o lugar de conmemoración ayuda a mantener el recuerdo de nuestros muertos más allá de nuestra propia muerte, como lo escribe Muriel  Barbery en su novela La elegancia del erizo: "¿Qué queda de una vida cuando aquellos que la compartieron mueren?"… Al morir, "matamos a aquellos que sólo subsisten a través de nosotros".

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