Por Andrés Gomberoff S.* Julio 30, 2009

Afortunadamente, el lado oscuro de la Luna no existe. Toda la Luna, al igual que la Tierra, disfruta de días y noches. Largos y calurosos días que superan los 100°C, y noches gélidas con temperaturas menores a -150°C. En la Luna no hay viento, no hay agua (al menos líquida). El cielo es siempre negro por la falta de atmósfera y la radiación solar es letal.  A pesar de las condiciones extremas imperantes, el deseo de estar allí -y de ser el primero- estuvo y estará siempre en casi todo ser humano. Por estos días celebramos los 40 años del logro de este sueño. Dos hombres pisaron suelo lunar en julio de 1969, minando las esperanzas de muchos de ser los pioneros, pero abriendo al mundo entero la posibilidad de la exploración espacial y los viajes a otros mundos.

Es triste ver como en muchos medios, incluida nuestra más prestigiosa prensa, aún se discuten las teorías que ponen en duda la veracidad de la llegada del hombre a la Luna. Ese debate absurdo y mezquino existe sólo en las mentes de los maestros de la envidia, los teóricos de la conspiración, las tristes y quejumbrosas almas que abundan en nuestra geografía y que, probablemente, nunca han podido sentir la potencia de un claro de Luna.  El hombre no sólo llegó a la Luna. A la Luna llegó la más alta civilización humana. Una civilización que se construyó durante siglos en manos de hombres inspirados y audaces, guiados esencialmente por el amor a la vida, al universo y a la justicia. El resto sí que es parte del lado oscuro.

Enorme y lejana

Cuando observamos la Luna una noche clara nos parece que casi podemos tocarla. Una pequeña esfera que, como al asteroide del Principito, podríamos darle la vuelta completa en un tiempo razonable. Pero la Luna es mucho más grande de lo que la mayoría piensa. Su diámetro es aproximadamente un cuarto del de la Tierra. Su superficie es comparable a la de todo el continente americano. Se necesitarán, por lo tanto, visitas bastante más largas que aquellas del programa Apolo para recorrerla.

La distancia entre la Tierra y la Luna es de casi 400 mil kilómetros. A la velocidad de un avión comercial, nos demoraríamos unos 15 días en llegar. En el camino, no hay lugares para recargar combustible. Llegar allá, entonces, no era tarea fácil. Requirió siglos de exploración científica, de creatividad intelectual y un enorme esfuerzo económico. Un dato: sólo el programa Apolo costó 135.000 millones de dólares de hoy, unos 25 Transantiagos.

Una historia de grandes ideas

La historia de la exploración espacial comienza con Isaac Newton, quien a fines del siglo XVII formula la ley universal de la gravitación. Aunque luego fue mejorada por Einstein, ésta es tan precisa que se le ha confiado la vida de un sinnúmero de astronautas. Cuando el Apolo 8 retornaba de la primera misión tripulada que orbitó la Luna, en diciembre de 1968, el hijo de un controlador de tierra preguntó quién estaba conduciendo la nave. Uno de los tres tripulantes, el mayor William Anders,  contestó: "Creo que Isaac Newton es el conductor principal ahora". Y claro, para viajar por el espacio no sólo se debe escapar de los campos gravitacionales, también hay que aprovecharlos. Navegar sobre ellos como  surfistas planetarios.

Pero para despegarse de la Tierra y salir de la atmósfera, es necesaria una propulsión poderosa y precisa. Ésta se desarrolló a partir de los trabajos del padre de la ciencia de cohetes de reacción, el soviético Konstantin Tsiolkovski, a principios del siglo pasado. Ya fuera de la atmósfera, el vacío interplanetario permite acelerar sin la resistencia del aire y así alcanzar grandes velocidades, que en el caso del Apolo 11 -donde iban los primeros hombres que pisaron la Luna ese julio del 69- superaron los 40.000 km/h.

Parte importante de la  electricidad que se consume en una nave espacial, y el Apollo 1 no era la excepción, se obtiene mediante pilas de combustible. Éstas utilizan hidrógeno y oxígeno como combustible y lo combinan para obtener agua y energía. Fue construida por primera vez en 1959 por Francis Thomas Bacon -un descendiente de Francis Bacon, padre del método científico-, basado en las ideas de Sir William Robert Grove, quien en 1839 formuló las bases teóricas de esta tecnología. Justo 130 años antes de que el primer ser humano pisara la Luna. Hoy, un pequeño cráter lunar lleva el nombre de Grove.

Vale la pena detenerse en Sir William Grove. No sólo era físico, sino también juez. De hecho, fue uno de los cinco jueces en uno de los casos más célebres de la jurisprudencia británica que, curiosamente, está relacionado con un debate actual en nuestro país. ¿Se debe indultar a un oficial de bajo rango, a un conscripto, cuando asesina bajo órdenes superiores por miedo a perder su propia vida? El 5 de julio de 1884, una ola hundió al yate Mignonette en las cercanías del Cabo de Buena Esperanza. Tras 20 días sin comida ni agua en un bote salvavidas, uno de los tripulantes -Richard Parker, de 17 años- fue asesinado y devorado por sus compañeros. El capitán Tom Dudley y Edwin Stephens fueron sentenciados a muerte por asesinato, aunque al final se les conmutó a seis meses de presidio. "Preservar la propia vida es en general un deber, pero en ocasiones el más obvio y alto deber es sacrificarla. La guerra está llena de instancias en las que el deber de un hombre no es vivir, sino morir", dictaba la resolución. Grove, inicialmente, presidiría el juicio. Pero fue sustituido, probablemente por no tener el liderazgo para oponerse a la opinión pública y terminar con prácticas marinas que incomodaban a las autoridades. La historia, como ya vimos, tenía otro pedestal reservado para Grove.

Oscuro no, oculto sí

El 16 de julio de 1969, Neil Armstrong, Buzz Aldrin y Michael Collins abordan el Apolo 11. En sólo tres días ya están orbitando la Luna a unos 100 km de la superficie. Una vez en órbita lunar, Aldrin y Armstrong bajan a la superficie en el módulo Eagle. La ausencia de atmósfera implica que un hombre en paracaídas y un piano caerían en la Luna a igual velocidad. Eso hace que un alunizaje sea más complejo que un aterrizaje. El Eagle tiene sistemas de propulsión que le permiten tanto frenar la caída como volver a subir al módulo de mando donde Collins los esperaría en órbita (al orbitar no se gasta energía. Por eso los satélites no requieren combustible).

El exitoso aterrizaje del Eagle, las primeras palabras, la bandera, el primer  paso... Ésa es historia conocida, y quizás el gran legado de esta misión. Menos conocidos son los experimentos instalados por los astronautas. Entre éstos, están los espejos que permiten hasta hoy apuntar un láser a la Luna y recibir su reflejo segundos después. Así, se puede medir la distancia Tierra-Luna con centímetros de precisión. También están los detectores sísmicos -que han permitido entender mejor la estructura interna de la Luna- y los más de 20 kilos de rocas que trajeron los astronautas, que han sido vitales para comprender el origen de nuestro satélite natural.

A pesar de carecer de lado oscuro, la Luna tiene un lado oculto. Las llamadas "fuerzas de marea" que ejerce la Tierra sobre la Luna han frenado el movimiento de rotación de ésta, de modo que la Luna demora el mismo tiempo en dar una vuelta alrededor de la Tierra que en torno a su eje. Así, la Luna siempre nos mira con la misma cara. La otra, la de atrás, la pudimos contemplar recién en 1959 a través de las fotos que tomó la sonda soviética Luna 3. Tal como dicen las últimas palabras de ese clásico álbum de Pink Floyd de 1973, "there is no dark side of the Moon really... as a matter of fact it's all dark".

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