Por Octubre 5, 2011

En su última pintura, el rostro ya no es tal. Es apenas una colección de trazos borrosos donde se logran distinguir unos puntos negros en el lugar de los ojos y una gran cicatriz que divide algo parecido a una cabeza en dos. Es un autorretrato.

William Utermohlen, su autor, lo pintó el 2000, cinco años después de ser diagnosticado con el mal de Alzheimer. Para el artista estadounidense, fue su manera de enfrentar la noticia. Para el resto del mundo, un invaluable testimonio. "El Alzheimer afecta el lóbulo parietal en particular, lo cual es importante para visualizar algo internamente y luego plasmarlo en una tela", comentó al New York Times el doctor Bruce Miller, con ocasión de una exhibición de los autorretratos de Utermohlen en Nueva York en 2006. Para entonces, el pintor tenía 73 años, estaba internado en un hogar y ya no pintaba. Al año siguiente murió.

El testimonio de Utermohlen es una pieza más de una historia mayor: una enfermedad que, a más de un siglo de haber sido diagnosticada por primera vez, sigue desafiando la comprensión y el tratamiento, y que en los últimos años ha sido declarada una epidemia.

Un problema que se transforma en emergencia, considerando la proyección de envejecimiento de la población mundial y el impacto social que las demencias provocan en un grupo mucho mayor al de los afectados. El trabajo, los enormes gastos y otros problemas sanitarios y sociales que afectan a los familiares de los pacientes -y por extensión a los estados-amplifican dramáticamente el daño.  Actualmente, según cifras de la OMS, 35 millones de personas sufren de algún tipo de demencia en el mundo (siendo aquella provocada por el Alzheimer la más común). Para 2030 se espera que esta cifra se duplique.

La señora de Frankfurt

Mucho antes de que el neurólogo bávaro Alois Alzheimer describiera, en 1901, el caso de August D., una paciente en el Hospital de Frankfurt con un evidente deterioro cognitivo, la literatura de ficción ya había provisto de una buena descripción, que probablemente habría interesado al doctor. Jonathan Swift, por ejemplo, describía en Los viajes de Gulliver (de 1726) a un grupo de seres inmortales con los que se encuentra el protagonista en la isla de Glubbdubdrib.  "Cuando llegan a los 80 años es evidente que al hablar ellos olvidan el nombre de las cosas y el de las personas, incluso el de aquellos más cercanos y parientes. Por la misma razón no se entusiasman con lo que leen, debido a que la memoria no les ayuda a recordar lo que recién han leído al terminar apenas una oración", escribe Swift, en un relato que parece una descripción calcada de los síntomas del Alzheimer. "Además, son incapaces de distinguir sabores y olores, por lo cual comen y beben sin fruición ni apetito", agrega el autor.

El tema se transforma en emergencia, considerando la proyección de envejecimiento de la población. Según la OMS, 35 millones de personas sufren de algún tipo de demencia en el mundo, siendo aquella provocada por el Alzheimer la más común. Para 2030 se espera que esta cifra se duplique.

Por supuesto, para apreciar cuán acertado era el "diagnóstico" de Swift tendrían que pasar siglos. Hoy no somos inmortales, pero vivimos más. Y eso tiene un costo, como la vida eterna lo tenía para los anfitriones de Gulliver: la demencia.

La mujer de 51 años que Alois Alzheimer observó en Frankfurt presentaba, entre otros síntomas, alucinaciones auditivas, delirio de persecución y conductas agresivas. Tras la muerte de August D. en 1906, Alzheimer -ya instalado en Múnich- pidió que le fueran enviados sus expedientes y su cerebro. Al analizarlo se encontró con placas de proteínas endurecidas alrededor de las cuales las neuronas parecían quemadas. Al año siguiente publicó la descripción de las lesiones del cerebro de su fallecida paciente, principalmente de dos tipos: placas amiloideas y ovillos neurofibrilares. Ese tipo de lesiones se habían descrito antes, pero en mayores de 65 años. El aporte del neurólogo alemán pasaría a la historia gracias a otro científico, el psiquiatra Emil Kraeplin, quien acuñó el término enfermedad de Alzheimer en 1910 (algo que sorprendió al mismísimo Alzheimer). En ese momento, sin embargo, se limitó esa expresión para las lesiones descritas sólo a personas menores de 60 años. Es decir, se aplicó sólo a la demencia presenil.

Se creía entonces que las demencias seniles, o sea el deterioro cognitivo de las personas mayores de 60 años, eran producto del envejecimiento exagerado sumado a factores psicológicos y ambientales, o a un concepto con el que generaciones de seres humanos crecerían escuchando como la más frecuente explicación: la arterioesclerosis cerebral. Esta hipótesis gozó de tal éxito que pasó a ser sinónimo de demencia senil por más de cuatro décadas.

La ciencia contra el olvido

El largo olvido en el que cayeron las observaciones de Alois Alzheimer  (al que en algo contribuyó el extravío de las notas del neurólogo por casi cien años) comenzaría a extinguirse en la década de los 60, cuando dos hitos determinaron que se unificaran las demencias en pacientes jóvenes con las seniles. Lo primero fue el desarrollo y perfeccionamiento del microscopio electrónico, que permitió un estudio más fino de las lesiones cerebrales. Lo segundo, los estudios neuropatológicos de dos investigadores ingleses, Roth y Blessed, que demostraron que las demencias preseniles y seniles no diferían mayormente, y que se ajustaban a las lesiones descritas por Alzheimer. A partir de entonces se eliminó la distinción y a principios de los 70 se comenzó a desechar el concepto de arterioesclerosis.

A partir de entonces se produjeron importantes descubrimientos. Se determinó, por ejemplo, que los síntomas se explicaban en parte por un déficit del neurotransmisor acetilcolina y por la destrucción de las neuronas productoras de éste en el núcleo basal de Meynert, un pequeño grupo de neuronas en la base del cerebro. Además, se desarrollaron los primeros fármacos para el tratamiento sintomático, que actuaban inhibiendo la enzima acetilcolinesterasa, que degrada la acetilcolina normalmente producida en el cerebro, y aumentando los niveles de acetilcolina. El primer fármaco aprobado por la FDA, tacrine, actualmente no se usa por sus dificultades de administración -cuatro dosis diarias- y por sus efectos adversos a nivel hepático.

Fue a partir de finales de los años 80 cuando comenzó  un incremento exponencial de los estudios científicos que, al tiempo que ayudaron a comprender mejor la enfermedad de Alzheimer, dejaron al descubierto su enorme complejidad.

Taoístas, bautistas y alternativos

Finalmente ¿cuál es la causa de la enfermedad de Alzheimer? Existen dos grandes teorías. Una propone que el proceso neurodegenerativo se debe fundamentalmente a la acumulación de la proteína tau, que forma los ovillos neurofibrilares de la enfermedad, que se asocian a la muerte de las neuronas. A quienes adhieren a esta explicación se los denomina "taoístas", haciendo el juego de palabras entre la proteína tau y el taoísmo religioso.

La segunda propone que el deterioro neuronal se produce por acumulación de la proteína amiloidea beta, que forma las características placas amiloides de la enfermedad. Ésta es la explicación "bautista", y aquí el juego de palabras es más largo: viene del inglés "baptist" (bautista) con la sigla BAP (beta Amyloid protein).

A éstas se ha sumado una hipótesis alternativa, presentada por Marsel Mesulam, un neurólogo turco radicado en Chicago, quien propuso en  1999 que la acumulación de las proteínas tau y amiloide refleja una falla de los mecanismos de plasticidad neuronal.

La búsqueda de una cura para la enfermedad ha resultado más elusiva que la determinación de sus causas, e investigadores y afectados han sabido de grandes esperanzas que han terminado destrozadas contra el muro del fracaso. En 1999, el estadounidense Dale Schenk publicó un estudio que dio pie para creer posible una vacuna contra el Alzheimer. En su investigación, un grupo de ratas manipuladas genéticamente para desarrollar la enfermedad mejoraron tras ser inmunizados contra la proteína amiloidea. Pero el desarrollo de la vacuna que siguió al estudio fracasó en varios ensayos terapéuticos.

Una explicación para el fracaso en la búsqueda de una cura es que la ciencia está llegando muy tarde: la enfermedad ya está muy desarrollada, el daño es demasiado importante. La necesidad de un diagnóstico más precoz ha reenfocado parte importante de la investigación actual a desarrollar nuevos métodos, como tratar de establecer biomarcadores. Es decir, dilucidar si hay alteraciones en la morfología del cerebro o bien niveles anómalos de ciertas moléculas en el líquido cefalorraquídeo o en la sangre o rendimientos disminuidos en evaluaciones neuropsicológicas que permitan predecir el desarrollo de una demencia tipo Alzheimer en el futuro.

Así, el desarrollo de mecanismos para establecer un diagnóstico presintomático del Alzheimer se ha transformado en uno de los principales desafíos a la hora de combatir una enfermedad cada vez más prevalente. El otro gran desafío está en manos de los gobiernos: tal como lo hizo Sarkozy en Francia y como este año se hizo en Estados Unidos, se requiere de planes nacionales para prepararse para luchar contra un enemigo tan aterrador, complejo, costoso y tremendamente destructivo.

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