Por Sebastián Rivas, editor digital de La Tercera, desde Nueva York Noviembre 11, 2016

¿Quién ganó la madrugada del miércoles con el triunfo de Donald Trump? La respuesta literal es clara: el magnate se sacudió, de una vez por todas, de aquellos que se burlaban de él y que dudaban que efectivamente tuviera alguna posibilidad de ser el próximo presidente de Estados Unidos. Pero ésa es sólo una parte de la respuesta.

Los ganadores de la elección más sorprendente del último tiempo no están a la vista. Son invisibles. Uno puede transitar por las calles de las principales ciudades estadounidenses y no encontrarse con uno de ellos en un buen trecho. Aparecen en los medios sólo como una rareza, en las redes sociales como seres destemplados, en las encuestas como aquellos que “no saben, no responden”, porque temen y recelan de ser expuestos a la luz.

A esos seres invisibles les hace sentido aquel eslogan de “hacer grande a Estados Unidos de nuevo” que en las zonas más urbanas y cosmopolitas es una curiosidad en letras blancas sobre un gorro rojo. No es necesariamente que Estados Unidos no sea grande: es que el país que ellos conocieron ya no está, mutó hace un par de décadas dejando sus convicciones y sus trabajos atrás, se abrió en temas valóricos y comerciales y dejó a esos grupos en las afueras, a veces de forma literal, como en las principales ciudades, y a veces de forma metafórica.

Los invisibles perdonaron las agresiones de Trump contra inmigrantes, musulmanes y mujeres. Quizás es porque ellos mismos se sienten agredidos, minimizados y enfrentados a un partido en el cual tarde o temprano van a perder. Los invisibles se criaron en un mundo de dos polos ideológicos, donde, sin importar lo que ocurriera, Estados Unidos siempre estaba en el lado correcto de la historia.

Los partidos no vieron venir a los invisibles durante diez meses. Ellos coronaron a Trump en la primaria republicana, en contra de lo que quería en público y en privado todo el aparato del partido. Y luego, desmantelaron a una candidata como Hillary Clinton que corrió con el apoyo de un presidente popular, de un equipo de campaña que tuvo todos los recursos a su disposición y con la anuencia editorial de los medios.

Ante una clase política que repetía discursos, Trump prefería equivocarse y no pedir perdón. Avanzar sin medir las consecuencias. Hablar y luego crear un mito que plantea que él dice las cosas así porque es honesto, transparente, mientras su rival no lograba articular una buena respuesta sobre un tema tan puntual como el uso de un servidor privado para sus correos electrónicos mientras era funcionaria pública, algo que pesó al final más en la balanza que las denuncias de violación, las frases obscenas y las veladas amenazas al odio.

Es difícil que los invisibles aparezcan ante los ojos de quienes no son de su país. No están en ese Estados Unidos de las luces, los premios Oscar y los programas de entretención. No son mayoría en Nueva York, Los Ángeles y Chicago, sino que suman uno a uno los votos en pequeñas comunidades, lenta pero infatigablemente, hasta dar una sorpresa tan gigantesca como poner al presidente más improbable de la historia.

Donald Trump atrajo a los invisibles con un relato simple, que, al no prometer nada concreto, lo prometía todo. Un Estados Unidos para armar al que cada uno de los invisibles le completaba con su propia afición: un país sin inmigrantes, un país sin políticos corruptos, un país sin restricciones para las armas, un país sin leyes que vayan en contra de los designios divinos.

La inteligencia de Trump fue amplificar lo suficiente su mensaje para que, a través de la televisión, llegara a los hogares de los invisibles. Algo sabía: como viejo zorro, el magnate había construido su figura en las últimas décadas desde un reality show en televisión abierta donde el minuto cúlmine era cuando él, sin un dejo de tristeza, le decía a uno de los concursantes que quería ser millonario: “Estás despedido”.

La duda es si los invisibles seguirán apareciendo durante un gobierno de Trump. Si les gustará la forma en que el magnate, al fin, deba hacerse cargo de sus expectativas y sueños cuando arme lo que será su programa de gobierno. Si podrán seguir con el beneficio de ser el grupo que decide las elecciones cuando el mapa y la demografía muestran que hay minorías con cada vez más presencia y creciendo de forma rápida.

Y la duda más profunda es si esos invisibles son parientes de otros invisibles alrededor del mundo. Cuando el martes los sondeos a boca de urna se desplomaban en menos de una hora y pasaban de tener a Clinton con un 80% de posibilidades a darle la ventaja a Trump, era inevitable pensar en el caso del brexit, otra votación crucial donde las encuestas dieron por ganador, por un buen margen, a la opción de mantenerse en la Unión Europea, lo que quedaría desmentido al final de la noche. O, hace pocas semanas, lo que ocurrió con el plebiscito de paz en Colombia.

Los invisibles, podríamos decir, son también los indignados que sufren con el sistema y piden cambios. El contrato de Donald Trump con ellos es conseguir esos cambios o al menos explicar muy bien cuáles son las limitaciones. Los invisibles tienen paciencia porque nadie los ve, pero a la vez urgencia de salir a la luz. Al magnate le toca ahora construir y conducir una sociedad con nuevos parámetros.

Cuando Donald Trump asuma el 20 de enero como presidente y reciba el poder de Barack Obama, ese mismo día los invisibles empezarán la cuenta regresiva para saber si es uno de los suyos para siempre. Si no, es probable que busquen otro nombre, otra opción, otro modelo. Pero para eso habrá tiempo. Quizás por eso es que la pregunta que más intranquiliza ahora es la que podremos comprobar el próximo año, y que está a miles de kilómetros de distancia de las tierras estadounidenses: ¿dónde están los invisibles chilenos? ¿Y quién será capaz, como Donald Trump, de levantarlos?

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