Por Sebastián Rivas, desde Chicago Febrero 12, 2015

“La ciencia ahora no es concluyente, pero tenemos que investigar”. La declaración es de 2008, y la dio el entonces candidato a la presidencia de Estados Unidos, Barack Obama, en un acto de campaña cuando uno de los asistentes lo exhortó a tomar posición en el debate de si se podía exigir a los padres que vacunaran a sus hijos.

Es probable que Obama no pensara entonces que siete años después, en su calidad de presidente, tendría que rectificar su planteamiento, como lo hizo la semana pasada, a través de un llamado público a los padres. “La ciencia es bastante indiscutible: hay todas las razones para vacunarse, y ninguna para no hacerlo”, señaló esta vez el mandatario el domingo 1 de febrero. El escenario era simbólico: una entrevista para cerca de 100 millones de espectadores en la antesala del SuperBowl, la final del fútbol americano estadounidense y el evento más visto del año en televisión en ese país.

Pero el Obama de 2008 no era un caso aislado: más bien su respuesta era la estándar. Tanto su rival demócrata, Hillary Clinton, como el contendor republicano, John McCain, contestaron a lo largo de esa elección con fórmulas similares. Mientras el senador apuntaba a una “fuerte evidencia” entre compuestos de las vacunas y autismo, la ex primera dama se comprometía a invertir en la investigación de las causas del autismo, “incluidas posibles causas del medioambiente, como las vacunas”. Hillary, por cierto, siguió el giro del mandatario la semana pasada, con una declaración aún más radical: “La ciencia es clara: la Tierra es redonda, el cielo es azul y las vacunas funcionan”.

La razón para el cambio tenía su epicentro en Disneylandia. A mediados de enero, la sede del parque de diversiones en Los Ángeles comenzó a ser asociada con una epidemia en niños de sarampión, una enfermedad que en Estados Unidos casi fue erradicada a través de los programas masivos de vacunación que comenzaron en la década de 1980. Si los más de 600 casos reportados el año pasado y los 150 en lo que va de 2015 pueden parecer pocos, la percepción del público estadounidense se elevó mucho más allá de eso: tomando a Google como referencia, en las últimas semanas “sarampión” superó a “ébola” como una de las enfermedades con mayor número de búsquedas en el país. La mayoría de ellas, de padres jóvenes que nunca han sufrido esa enfermedad ni han tenido casos en sus círculos cercanos.

Y justamente el problema está en ese grupo, que en una alta proporción desconfía de las vacunas. De acuerdo al Pew Research Center, el 30% de los estadounidenses declara su oposición a que vacunar a los hijos sea obligatorio, número que se eleva a 41% entre el grupo que va de 18 a 29 años. Una cifra suficientemente relevante como para que el brote de sarampión reactivara un debate político que, hasta hace poco, parecía detenido en el statu quo. “Es una alerta de que tenemos un número significativo de gente que no está inmunizada. Esto tiene el potencial de ser un problema más serio”, dice a Qué Pasa desde California John Swartzberg, doctor y profesor emérito de la Universidad de Berkeley y una de las voces que han defendido con más fuerza aplicar la inmunización para toda la ciudadanía.

La libertad personal de decisión contra el deber social, o el derecho que tienen los padres a tener conductas individuales que, de hacerse masivas, pueden perjudicar a toda la comunidad. Una polémica cuyas causas son evidentes, pero que aún no tiene cura.

LA DUDA PERMANENTE
El doctor Kenneth Alexander, jefe de la División de Enfermedades Infecciosas del Departamento de Pediatría de los hospitales infantiles Nemours, dice que la tendencia a dudar de las vacunas “ha estado desde siempre”. El especialista dice que incluso en sus inicios en la profesión, hace cerca de 30 años, los padres llegaban con aprensiones y dudas. Todo en un país donde uno de los grandes orgullos es la aplicación de la vacuna que erradicó a la poliomielitis, uno de los más severos problemas de salud en la primera parte del siglo XX.

La paradoja es que Hollywood ha llevado la voz cantante entre quienes creen en efectos adversos de los compuestos asociados. La lista es larga, pero entre los denominados anti-vaxxers están figuras como Jim Carrey y Charlie Sheenalgunos de los cuales han participado en actividades para difundir su postura.

Por lo general, la crítica apunta a algunos de los compuestos usados, tales como como el timerosal, y a algunos mecanismos, como la vacuna triple -que inmuniza por sarampión, rubeola y parotiditis-, más que al proceso de vacuna en sí mismo; sin embargo, el efecto causado ha sido que los padres esgrimen razones de conciencia para no vacunar a sus hijos. De hecho, en varios estados de EE.UU. la tasa de vacunación ha bajado en los últimos años a menos del 90%, todavía alto, pero generando un grupo de riesgo importante. Sobre todo considerando que en la mayoría de los establecimientos se obliga a los niños a recibir las vacunas, salvo objeción expresa de los padres.

El punto de quiebre de la fórmula es lo que en teoría de juegos se denomina como los free riders, aquellas personas que aprovechan una conducta social masiva para no seguir ese patrón, pero igualmente disfrutar de los beneficios generales. La explicación simple en este caso es que mientras una gran mayoría de la población esté inmune a las enfermedades gracias a la protección genética y a las vacunas, quienes decidan no vacunar a sus hijos pueden hacerlo sin grandes temores, puesto que se genera una “inmunidad colectiva” que también los alcanza a ellos. “Es como decir: como tú pagas los impuestos, yo no tengo que pagarlos. Es una idea en la bancarrota moral”, plantea Alexander.

Sin embargo, cuando ese número de personas no vacunadas se eleva, el patrón cambia y los riesgos aumentan. No sólo para ellos, sino para grupos de riesgo: en el caso del sarampión, por ejemplo, no se puede vacunar a los niños antes del año de edad. Y ese grupo se vería más expuesto si la “inmunidad colectiva” baja.

Ese escenario, por supuesto, sería infinitamente peor en términos de la sociedad que los posibles efectos adversos denunciados por los grupos antivacunas, de acuerdo a la mayoría de los expertos. Un ejemplo en números: antes de 1963, cuando se licenció la vacuna para el sarampión, Estados Unidos presentaba cerca de 500 mil casos al año, con 500 muertes infantiles. En 2004, casi 40 años después, la cifra se había desplomado a 37. Y, en la última década, pese al desarrollo de pequeños rebrotes, no hay ninguna muerte asociada al sarampión en los registros sanitarios estadounidenses.

EL EFECTO INVISIBLE
Precisamente es ese argumento el que circula entre quienes rechazan las vacunas: en internet se puede encontrar un gráfico que plantea que en la última década 108 personas han muerto por temas asociados a la vacuna contra el sarampión, mientras nadie ha fallecido a causa de la enfermedad. Sin embargo, los expertos sanitarios apuntan de nuevo al “factor invisible”, aquello que, por no haber estado nunca presente, es imposible de cuantificar.

“Los padres no ven el sarampión en Estados Unidos, al igual que en gran parte del mundo desarrollado. Sicológicamente, se puede entender: la ironía es que el éxito de las vacunas está impulsando a la gente que se les opone”, dice el doctor Swartzberg.

Si bien el Centro de Detección y Control de Enfermedades de EE.UU. ha estimado que sin las vacunas habría, por ejemplo, entre 4 y 5 millones de casos de sarampión al año, los números no son visibles para las personas que llevan casi una generación y media sin conocer de cercanos que padezcan esa enfermedad. Algo impensable en países en desarrollo, donde aún el problema es serio, como en Etiopía, en que hace una década el sarampión era responsable del 20% de las muertes infantiles.

Por eso, el argumento de la “libertad individual” para decidir aún resuena como poderoso. De hecho, el brote de sarampión desató una de las primeras controversias políticas en el Partido Republicano entre los aspirantes a la Casa Blanca para 2016. Con una base que cree en la seguridad y en la libertad de escoger, nadie reflejó mejor la contradicción que el gobernador Chris Christie: aunque en octubre pasado obligó a una enfermera que retornaba de África a mantener cuarentena, pese a no tener ningún síntoma de ébola, en el tema de las vacunas defendió que los padres deben tener “algún nivel de elección” y que el gobierno debía respetar eso.

Alexander recuerda que el momento en que le quedó más clara su posición fue durante un viaje a India, cuando le contó a un colega de ese país los detalles del debate que estaba en curso en Estados Unidos. “Ellos se rieron y me dijeron: ‘Nosotros tenemos realmente que enfrentar al sarampión. Y nuestro temor no es a la vacuna, es a la enfermedad’”, relata.

Swartzberg es aun más directo. Recalca que los estudios que han encontrado problemas con las vacunas han sido refutados, y en algunos casos completamente descartados. Para él, lo que está en juego no es una polémica, sino un bien social. “No creo que los periodistas deban llamar a esto un debate, porque realmente acá no está en debate la eficacia y la seguridad de las vacunas. Es un grupo de gente que está mal informada o desinformada”, dice, y agrega: “Algunas personas pueden creer que el sol no va a salir mañana. Pero eso no es debatible”.

Relacionados