Por Marina Artusa, desde Bolonia Noviembre 7, 2013

En Parma lo más rico no es el prosciutto. Hay que probarlo, sin duda, pero sería un sacrilegio no degustar el culatello di zibello.

En Bolonia la lluvia no moja. Los 38 kilómetros de pórticos en el casco histórico, trazado como un sol a partir de dos torres milenarias -Asinelli y Garisenda, inclinada como la torre de Pisa y recordada por Dante en  su Divina Comedia-, protegen del agua con sus arcos en terracotas, mostazas y amarillos. Ésa es la Bolonia que se ve desde afuera, la de la postal. La que desde el aire parece una huella digital del Medioevo, la que queda a 60 minutos en avión y poco más de dos horas en tren de Roma.

Por dentro, es la ciudad donde en el año 1088 se fundó la casa de estudios más antigua del mundo occidental -la Universidad de Bolonia- y donde aún hoy los jóvenes recién graduados siguen saliendo a la calle con corona de laureles y se niegan hasta el día de la graduación, por cábala, a subir los 498 escalones de la torre Asinelli. La leyenda dice que quien lo hace no terminará jamás sus estudios.

Aquí, el Papa Clemente VII coronó emperador en 1530 a Carlos V, y la basílica de San Petronio, patrono de Bolonia, conserva en su interior la línea meridiana más grande del mundo. Aquí Mozart vino a estudiar música en 1770, aquí hay esculturas de los primeros trabajos de Miguel Ángel -en la iglesia de Santo Domingo- y aquí nació y vivió Lucio Dalla hasta su muerte, en 2012.

Bolonia es el corazón de la Emilia-Romaña, la región más llana de Italia, una de las más ricas y menos exploradas: muy pocos de los casi 40 millones de turistas que cada año eligen pasear por Italia visitan Bolonia, Parma, Ferrara, Rávena o Rímini. De bajo perfil, gracias a su poca prensa conserva el hechizo en el paladar, en los paisajes, en la vida cotidiana. El secreto de Emilia-Romaña está en su suelo, donde se alimenta el ganado, con cuya leche se hará el queso parmesano y de donde saldrá el prosciutto de Parma. Aquí crecen las uvas de Trebbiano que, añejadas, se convertirán en el aceto balsámico de Módena. Y de estas tierras proviene también el lambrusco frizzante, un tinto efervescente que se toma frío.

En estas tierras antifascistas -mejor no recordar que Mussolini nació por aquí, en Forlì-, su bastión es Bolonia, la única ciudad en Italia que, sobre el final de la Segunda Guerra Mundial, se liberó a sí misma antes de que las tropas de los aliados llegaran a la Piazza Maggiore, ahí donde los palacios más señoriales de la ciudad se miran entre sí y donde hoy bien vale la pena hacer una parada para un aperitivo de pignoletto con bollicine -la versión local del champán- en algún bar del Cuadrilátero, el barrio más antiguo de la ciudad. Allí, pintorescas verdulerías, pescaderías  y almacenes de fiambres -se dice que aquí está la mejor mortadela del mundo- ofrecen menús de degustación y sólo se puede llegar a ellos a pie o en bici, el transporte oficial en Bolonia y el blanco favorito de los ladri (ladrones).

La visita no debería omitir un recorrido por el Archiginnasio, el primer palazzo que reunió a varias facultades, la piazza Santo Stefano -con sus siete iglesias amalgamadas y la reproducción del siglo V del Santo Sepulcro- y la iglesia de San Luca, sobre el monte de la Guardia, con su tabla de la madonna con el niño que se atribuye al evangelista San Lucas. Una curiosidad: los canales de Bolonia, una red subterránea que sólo puede verse desde la calle Augusto Righi.

ESCALA: FERRARA

Hacia el Oeste, a 53 kilómetros, espera Ferrara, una ciudad cuyo centro histórico, rodeado por una muralla, ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.

Desde tiempos de los romanos, la Vía Emilia unía Parma, Módena y Bolonia con Rímini. Sin embargo, excluía a Ferrara, aislamiento que acrecentó su población judía y la convirtió en la “hermosa gran despoblada” Ferrara, tal como la piropeó Goethe, y en el centro de la vida judía en Italia, lo que todavía se puede apreciar en algunos platos típicos, como las berenjenas ahumadas.

Durante tres siglos fue capital del ducado de los Estensi, declarados señores de Ferrara en 1264 -a no perderse el castillo Estense, en el centro de la ciudad-, y se convirtió en una de las ciudades más ricas del Renacimiento italiano, que atrajo la atención de artistas como Piero della Francesca y poetas como Ludovico Ariosto y Torquato Tasso. El Palazzo Schifanoia conserva uno de los pocos retratos de vida secular que sobrevivieron desde el siglo XV: gente bailando, cazando y coqueteando como alternativa a las crucifixiones y las madonnas en llanto, típicas de la época.

Su oval piazza Ariostea, que en el siglo XV alojaba al mercado, hoy es escenario del Palio, una disputa deportiva y de esparcimiento entre los borgos de la antigua Ferrara, que se celebra durante el mes de mayo. El Palio -cuya versión más conocida es la de Siena- se corrió por primera vez aquí en 1279. La fiesta se inicia con un desfile con trajes de época, revoleo de banderas, tambores y clarines. Carreras de hombres, mujeres y a caballo. Todo Ferrara se da cita aquí.

MANGIAR EN PARMA

En Parma lo más rico no es el jamón crudo. Hay que probarlo, sin duda, pero sería un sacrilegio pasar por Parma y no degustar el culatello di zibello, la parte de atrás de la pata de cerdo tratada con vino, sal, pimienta, ajo y reservada por los menos durante un año. Aquí se dice que uno come dos veces: cuando se sienta a la mesa y cuando lo cuenta. Tanto se veneran los productos locales que el jamón crudo, el queso, el tomate y el salame tienen museo propio (www.museidelcibo.it).

Pero no todo es comida. Parma es, además, una de las ciudades con mejor calidad de vida de Italia. A su tradición musical -en esta provincia nacieron Giuseppe Verdi y Arturo Toscanini- se suma un pasado de nobleza y una arquitectura que refleja como nada el paso del románico al gótico en Italia. El Baptisterio, a la izquierda del Duomo, permite admirar esa construcción octagonal en mármol rojo de Verona. Tome nota: Palazzo della Pilotta, que incluye los principales museos de la ciudad, la Biblioteca palatina y el Castello dei Burattini, la mayor colección de marionetas desde 1892. ¿Un detalle? El parque ducal, del otro lado del río, ofrece wi-fi a sus visitantes.

ÚLTIMA PARADA: RÁVENA Y MÓDENA

A orillas de la laguna del delta del Po, Rávena se convirtió en el siglo V en la capital del imperio romano de Occidente bajo el godo Teodorico, culpable de los bellos palacios cubiertos de mosaicos.

Un recorrido por la basílica de San Vitale es una buena ocasión para aprender sobre el arte paleocristiano del siglo VI: sobre todo por su interior en mármol y mosaicos, los que reemplazaron a los frescos, porque estos últimos eran muy difíciles de conservar por la humedad. La mayoría de los mortales mira al cielo para apreciar los frescos barrocos de la cúpula. Un consejito: mire el piso del presbiterio, de frente al altar. De allí parte un laberinto que conduce hasta el centro de la basílica y representa el recorrido del alma humana, del pecado a la purificación.

Dante Alighieri vivió, amó y murió -en 1321- en Rávena, donde el pequeño pero impactante mausoleo de Gala Placidia, hija del emperador Teodosio, atesora una cúpula estrellada y los mosaicos más antiguos de la ciudad.

Una emotiva despedida de la Emilia-Romaña -y del prosciutto de Parma, del queso parmesano, del lambrusco y de los tortellini bolognesi- debería sumar, para los espíritus tuerca, una pasada por Maranello, la cuna de Ferrari -allí está el museo- y localidad en la que alguna vez también se asentaron Maserati, Bugatti y Lamborghini. Y una paradita en Módena, famosa en América del Sur desde que su aceto balsámico se incorporó a nuestra dieta. La receta ancestral dice que no se hace a partir del vino, sino del mosto cocido, que el vinagre balsámico se añeja pasando por barricas de roble, castaño, cerezo, fresno y mora, y que recién está listo luego de doce años de reserva. La ciudad, coronada por su Piazza Grande, el Duomo y la Ghirlandina, su torre, todavía llora la pérdida en 2007 de Luciano Pavarotti, quien nació y murió allí, venerándola.

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