Por M. Cecilia González // Fotos: José Miguel Méndez Diciembre 2, 2016

A Philippe Descola (67) la filosofía le había quedado chica. Lo que él quería era captar la complejidad de la conceptualización del mundo, y la respuesta a una pregunta como esa no se encuentra en un libro. Había que experimentarlo en carne propia. Así fue como en septiembre de 1976, a los 27 años, tomó su mochila, dejó la comodidad de París y se internó en lo más profundo de la Amazonía ecuatoriana para vivir junto a los achuares, uno de los pueblos indígenas más temidos de la selva por su talento para la guerra.

“Mientras en Occidente pensamos que somos dueños y poseedores de la naturaleza, en el resto de las cosmologías es todo lo contrario: la naturaleza es dueña y poseedora de los humanos”.

Lo que le interesaba era entender cómo vivían aquellas personas que los cronistas franceses del siglo XVI, esos que habían llegado con el descubrimiento de América, llamaban hombres sans foi, sans loi, sans roi, la anarquía pura.

—Me llamaba la atención que hubiera sociedades en las que no sólo no había Estado, sino que no había jefes. Pero que además tenían una atención especial por la naturaleza. La discusión era si es que eran casi animales, brutos que hacían la guerra, o, según la fórmula de Montaigne, filósofos desnudos, que andaban así, discurriendo de filosofía y viviendo de los frutos que la naturaleza generosa les entregaba —explica el discípulo de Claude Lévi-Strauss, quien estuvo por primera vez en Chile invitado por el Centro de Estudios Interculturales e Indígenas UC.

Lo que encontró se parecía más a lo segundo. Para los achuares no existe distinción entre humanos y no humanos, y sus relaciones interpersonales incluyen a las plantas, a los animales e incluso otros elementos de la naturaleza, como las piedras. A través de sus cantos mágicos, por ejemplo, las mujeres se relacionan con las plantas de los huertos que cultivan como si fueran sus hijos. Mientras que los hombres mantienen una relación conyugal con los animales que cazan, como si fueran una suerte de suegros o cuñados.

Aunque han pasado 40 años de ese viaje, sus consecuencias se siguen sintiendo en el campo de la antropología moderna y son la base de su última obra, Más allá de naturaleza y cultura. Según Descola, las sociedades de la Tierra conciben el mundo a través de cuatro aproximaciones, que él llama ontologías: naturalismo (sólo los humanos tienen vida), animismo (los no humanos tienen vida), analogismo (el mundo es percibido como una infinidad de singularidades) y totemismo (agrupa a humanos y no humanos según sus propiedades físicas y morales).

Pero entre todas ellas, sólo el naturalismo —que es la aproximación a través de la cual Occidente concibe el mundo— separa la cultura de la naturaleza, como si fueran cosas distintas.

—En el siglo XVIII se empezó a concebir a los no humanos como algo externo, un campo de investigación, lo que permitió el surgimiento de las ciencias positivas y de la modernidad. Pero al entenderlos como cosas inertes, que se pueden captar y transformar en riquezas, la Tierra tomó un rumbo preocupante que recién vemos ahora, con el calentamiento global, la extinción de las especies, la polución de los océanos, de los suelos, del aire, de las aguas. Hemos destruido a los no humanos a través de nuestra apetencia por la producción de riquezas.

–¿Las otras aproximaciones son menos amenazantes para la Tierra?
—Cada una de las ontologías tiene aspectos positivos y negativos. Tal vez no todos los problemas del medioambiente son culpa del naturalismo, pero sigue siendo el gran responsable. Además de la revolución científica, en el siglo XVIII ocurrió otra revolución enorme, la progresiva desaparición de la inalienabilidad de la tierra y del trabajo, que empezaron a ser vistos como mercancías que podían ser intercambiadas a través de la moneda. En las sociedades no modernas, lo común es que haya circuitos de intercambio separados. Por ejemplo, se puede intercambiar trabajo contra trabajo, pero no se puede comprar trabajo. Se podría especular si los elementos de cada ontología, separadamente, hubiesen sido suficientes para producir estos cambios en el medioambiente, pero la influencia negativa del naturalismo es indudable.

—¿Las sociedades naturalistas pueden revertir el daño?
—No, porque implica una revolución mental de primer orden. Es necesario reconceptualizar una serie de ideas que nos parecen naturales, como por ejemplo la noción de apropiación. La idea de que los humanos son sujetos políticos porque son dueños de sí mismos es una de las bases de la democracia moderna, pero de ahí se desprende que los humanos se pueden apropiar del resto del mundo. Tenemos que inventar formas alternativas de apropiación, tal como existe en otras cosmologías. Y aunque no las podemos reproducir, porque ninguna experiencia histórica se puede reproducir automáticamente, pueden servir de fuente de estimulación intelectual.

—¿Cómo son esas otras formas de apropiación?
—Mientras en Occidente pensamos que somos dueños y poseedores de la naturaleza, en el resto de las cosmologías es todo lo contrario: la naturaleza es dueña y poseedora de los humanos. Claro, no se puede decir así porque para ellos la naturaleza como tal no existe, pero el punto es que entienden que los humanos son parte de un sistema más grande del cual son responsables y que los no humanos son condiciones para que los humanos desempeñen sus actividades. Eso es lo que se encuentra en las comunidades tradicionales de los Andes, no muy lejos de aquí.

LA ERA DE LA EXPERIMENTACIÓN

—Usted dice que la gran ventaja del naturalismo para Occidente es que nos permitió conseguir grandes desarrollos científicos. Pero en los últimos años, países como China, India o Japón, que son analogistas, se han vuelto potencias científicas. ¿Se pueden sacar lecciones?
—Lo que ha pasado en esos países es una hibridación interna. Pese a que los chinos, por ejemplo, no son naturalistas en el sentido clásico, con el leninismo se importó la obsesión por desarrollar la industria. En India pasó algo parecido. Son países interesantes, porque para ellos esta modernización es una cosa muy reciente y hay signos de que existe voluntad de proponer un modelo de relación con los no humanos, que vendría a ser una especie de analogismo renovado. La filosofía neoconfuciana, que es la ideología oficial del Partido Comunista chino, me parece que es un buen ejemplo de ese proyecto. No sé si vaya a dar resultados, pero creo que esa experimentación va a ser el principal rasgo de este siglo.

—Más que cambiar radicalmente de aproximación, los híbridos parecen ser la opción más factible.
—Yo abogo por una hibridación, pero no en el sentido tradicional. No hay que mezclar varias ontologías, sino hacer un esfuerzo intelectual para concebir nuevas formas de articulación política entre humanos y no humanos, que van a ser muy distintas de las que conocemos ahora. No veo obstáculos mayores para hacerlo si uno toma en cuenta que hubo toda una serie de grandes mutaciones en los siglos pasados. ¿Quién se imaginaba en el siglo XVII que un siglo después gran parte del mundo, por lo menos de Europa, sería regida por sistemas democráticos?

—Pero ese fue un cambio especialmente violento.
—Los cambios de sistema de organización política nunca se hacen pacíficamente, pero lo que la historia nos enseña es que las cosas pueden cambiar. Estamos instalados en la idea del fin de la historia, pero no. Justamente creo que el calentamiento global nos impide pensar que hay un fin de la historia.

—¿Ve ahí la posibilidad de que Occidente deje atrás el naturalismo?
—Hay dos formas de enfrentar el calentamiento global. La primera es transnacional, con conferencias como la COP 22, que aunque sigue siendo desde el naturalismo, por lo menos trata de transformar las cosas. La otra forma es a través de la experimentación en los usos de los territorios, que está basada en nuevos tipos de relación con los no humanos. En Francia, por ejemplo, existe lo que se conoce como Zone À Défendre (ZAD). El caso más emblemático es el de Nantes, donde se planea construir un aeropuerto que, para la mayoría de la gente, no es necesario porque ya existe uno, y porque además se trata de un área protegida. Una gran concentración de personas se instaló en la zona para protegerla e impedir que el proyecto se llevara a cabo, porque se sentían identificados tanto con los humanos como con los no humanos. Y si bien estos experimentos son muy políticos y a veces violentos, lo interesante es que son cada vez más comunes.

—En la mayoría de los países latinoamericanos una parte de la población se identifica como indígena. ¿Eso puede ser una ventaja si lo que se busca es transitar a otra ontología?
—La condición más importante, aunque no la veo todavía realizada, es el conocimiento por parte de la sociedad nacional no indígena de la riqueza cultural-social de las culturas indígenas. Yo he vivido en varios países de América del Sur y algo que me llama la atención son los libros de historia. Los libros que se usan en los colegios, principalmente en la educación primaria, nunca mencionan a las comunidades indígenas de ciertos países, incluso cuando la mayoría de la población es indígena.

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