Por Carolina Sánchez Abril 20, 2018

Nuestro planeta es bombardeado todos los días. Cada segundo de nuestras vidas miles de millones de partículas, que emanan del Sol, intentan atacar la Tierra. Sin embargo, fallan casi todas las veces. Una fuerza invisible, que conocemos como campo magnético, nos protege sin que nosotros siquiera nos demos cuenta. No lo sabemos, pero está allí: una suerte de escudo, generado por el núcleo terrestre, que recorre miles de kilómetros en el espacio impide que los rayos cósmicos quemen nuestra atmósfera y destruyan el planeta como lo conocemos.

Pero hay momentos, en ciertos lugares del mundo, en que esa fuerza invisible se altera violentamente y comienza a disminuir. Cambia sus frecuencias, volviéndose cada vez más débil. Entonces, cuando el escudo que protege la Tierra deja de moverse, lo que se empieza a mover es lo que está bajo él. Como si esa alteración se tratara de una advertencia.

Pero nadie nunca miró en el momento exacto. Hasta ahora.

 

 

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Quizás fue  la suerte más que la ciencia, o que los números. Cuando el físico chileno Enrique Cordaro era pequeño, no le importaba la ciencia. Ni aprenderla, ni estudiarla. En Punta Arenas, donde vivió su infancia, el cura de la ciudad lo tenía que arrastrar desde su casa para llevarlo a clases. Eran los años cincuenta, su padre era un reconocido dentista del ejército y su madre pertenecía a una rica familia italiana. Él era un niño curioso, fascinado con la aerodinámica: su mamá piloteaba aviones pequeños y él solía acompañarla. Lo intrigaba, sobre todo, cómo los cuerpos lograban moverse en el aire, pero esas respuestas llegarían años después.

Los datos eran impresionantes, pero claros: una alteración poderosa en el campo se prolongaba durante casi treinta días, y desaparecía de golpe. Entonces la tierra comenzaba a rugir

Antes que la ciencia, en la vida del joven Cordaro llegó la rabia. De su adolescencia recuerda principalmente eso: días inestables, coléricos, que vivía encima de una motoneta, siempre con su chaqueta de cuero negra y sus botas altas. En ese tiempo ya había tenido problemas en diferentes colegios y estaba lejos de interesarse en la ciencia. Pero entonces a su padre lo trasladaron a Santiago,y la familia partió con él. Ahí cambió todo: en el Liceo 7 de Ñuñoa conoció a profesores que lo cautivaron, y comenzó a destacar. Y también a querer enseñar.

Primero estudió unos meses de Odontología y luego se cambió a Pedagogía en Física en la Universidad de Chile. Pero el camino que lo llevaría a realizar uno de los descubrimientos más sorprendentes de la física que estudia los terremotos comenzó cuando en 1972, luego de hacer clases en liceos e institutos, volvió a la universidad para estudiar la radiación cósmica: la lluvia de partículas subatómicas que cae sobre nosotros cada día a una velocidad cercana a la luz. Esa lluvia, de la que solo nos salva el gran escudo magnético de la Tierra, lo atrapó.

—Ahí cambió todo, empezó otra vida… —dice el físico hoy, a sus 75 años, sentado en una oficina pequeña en el Departamento de Física de Beauchef. En ella hay cientos de libros, una pizarra repleta de cálculos superpuestos y un teléfono que suena a ratos, desde distintas partes del mundo. Pero casi nunca de su país, reclama. Pero de eso hablará después.

Luego de especializarse en radiación cósmica, vino el doctorado en la Universidad de Bolonia, las clases en Beauchef, algunas publicaciones. Las investigaciones del campo magnético en Putre y la Antártica, en donde fue director durante treinta años del Laboratorio Antártico de Radiación Cósmica. Allí pasó veinticinco veranos de su vida, en la remota isla Rey Jorge, observando el gran escudo de la Tierra entre kilómetros de hielo. Primero, cuenta, estudió en detalle el campo magnético sobre el hemisferio sur y los océanos. Lo que quería era entender la relación entre las alteraciones del campo magnético y los fenómenos inusuales que ocurren en el planeta.

En eso estaba cuando hace dos años, manejando los enormes magnetómetros que él mismo construyó en el Continente Blanco, cuando vio un fenómeno extraño: estaba revisando las mayores alteraciones del campo magnético en las últimas décadas, cuando le pareció observar una correlación entre las oscilaciones y terremotos ocurridos poco tiempo después de ellas.

Los datos eran impresionantes, pero claros: una alteración poderosa en el campo se prolongaba durante casi treinta días, y desaparecía de golpe. Entonces la Tierra comenzaba a rugir.

 

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En Chile puede haber cuatro, siete, hasta diez sismos por día. Pueden ser pequeños, casi imperceptibles, o de una violencia feroz. Otras veces, esos sismos se convierten en terremotos que hacen crujir el mundo a su paso. El terremoto del 27 de febrero de 2010 dejó 521 muertos y dos millones de damnificados en nuestro país. Un año después, en Japón, otro terremoto dejó más de quince mil muertos. No hubo entonces, ni hay hoy, forma de predecirlos.

Aunque pocos han estado tan cerca de lograrlo como Enrique Cordaro. Cuando en 2016 descubrió la relación entre ciertas alteraciones del campo magnético de la Tierra y los fenómenos telúricos, decidió comprobarlo con distintos terremotos registrados. Primero lo hizo con el de Chile de 2010, luego con el de Indonesia de 2004 y después con el brutal movimiento de Japón en 2011. Entonces, luego de dos años de análisis de los datos junto a un equipo de ingenieros, llegó al convencimiento de que las frecuencias magnéticas cambiaban con un patrón idéntico, y lo que producía esas alternaciones era el movimiento de las placas tectónicas bajo la tierra. Pero en Chile, dice, con cierto resentimiento, ninguna autoridad lo escuchó.

—Hoy todavía no puedo predecir los terremotos… —dice el físico chileno, sentado en su oficina—, pero por primera vez existe una herramienta, una posibilidad. Tenemos un campo magnético que nos lo está contando.

Unas semanas atrás, Cordaro publicó su hallazgo en la prestigiosa revista científica Annales Geophysicae, y la noticia dio la vuelta al mundo. Entonces lo comenzaron a llamar de la prensa y él empezó a ir a noticieros a contar lo que vio.

"Hoy todavía no puedo predecir los terremotos, pero por primera vez existe una herramienta, una posibilidad. Hay un campo magnético que nos lo está contando."

Ahora, cuenta el geofísico, está tratando de leer el fenómeno en dos terremotos más, cruciales para nosotros: el de Iquique en 2014 y el de Illapel en 2015. Pero asegura que hoy no tiene el presupuesto ni un equipo de investigadores suficiente para profundizar su búsqueda. Dice, también, que a pesar de la notoriedad que ha tenido en la prensa, ni el gobierno chileno ni su universidad han dado grandes muestras de interés en su descubrimiento. Y que para afinarlo necesitaría investigadores que analizaran a diario las alteraciones del campo magnético.

El día en que dice esas cosas, el suelo chileno también tembló. A las siete y media de la mañana, un sismo de 6,2 grados Richter y de casi un minuto de duración, sacudió la tierra.

—Si yo tuviera personal estaríamos midiendo todo el día, incluyendo el temblor de hoy. Los instrumentos pueden medir cada segundo, los 365 días del año. Pero para poder ver los datos, para poder conversar, tengo que ir a buscar mi auto e irme a Cerrillos, y después preguntarle a David, el ingeniero que está en Arica, si puede subir a mirar a Putre. Esta información es patrimonio de Chile y se está perdiendo —dice Enrique Cordaro, marcando las últimas palabras.

Sin embargo, él sigue ocupando sus días en anotar cada mínima alteración que ve en el gran escudo que protege al planeta. En ellas, cree, ha estado la historia de todos los terremotos que asolaron la Tierra, y estará la de todos los que vendrán. Sólo se necesitan ojos que sepan leerla.

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