Por Andrés Couve, director del BNI, y Manuel Tironi, sociólogo, académico UC Enero 22, 2016

El 2015 será recordado como el año en que la institucionalidad científica chilena tuvo que enfrentar una de las crisis más intensas de las que se tenga registro. La discusión sobre la investigación en Chile llegó al Parlamento, a la prensa e incluso las calles. Terminó con el anuncio, esta semana, de la presidenta Bachelet sobre la creación de un Ministerio de Ciencia y Tecnología. En el momento que Chile busca catapultar su ciencia hacia el siglo XXI debemos debatir no sólo cómo gestionarla y financiarla, sino cuál queremos que sea su valor dentro y para la sociedad chilena.

Esta pregunta ha acompañado a la ciencia por al menos 150 años. Hacia mediados del siglo XIX, John Tyndall, el prominente físico inglés, resumía el problema como una tensión entre la “ciencia por la ciencia”, la ciencia como un tipo de conocimiento válido en sí mismo, y la “ciencia para proveer soluciones”, es decir, como instrumento aplicado para contribuir a la generación de riqueza. Tyndall instaló la necesidad de un debate amplio y sostenido sobre la ubicación de la ciencia en la sociedad.

Este debate ha brillado por su ausencia en Chile, en parte porque la tecnocracia local ya optó por una respuesta. Hacia el año 2000 se instaló la tesis de que los países OCDE han alcanzado su desarrollo gracias a una elevada y sostenida inversión en ciencia y tecnología. La ciencia, en definitiva, “para proveer soluciones”. Sin embargo, la economía del conocimiento ha demorado en llegar. Para muchos, el problema está en planes mal hechos y prioridades deficientemente establecidas. Faltaría el anhelado Ministerio de Ciencia y Tecnología, o más financiamiento basal, o más apoyo al emprendimiento, o más vinculación entre la producción científica y los sectores industriales claves del país.

Pero el problema de fondo está, creemos, en otra parte. Está en que no hemos debatido como sociedad qué es la ciencia, para qué la necesitamos y cómo dialoga con otras formas de conocimiento. Se ha asumido que la ciencia es buena y que nos lleva al progreso, pero sin preguntarnos con qué progreso soñamos, cómo se validan los saberes y qué tipo de sociedad se construye cuando se fija la “objetividad” de manera reducida. Abogamos por una ciencia más robusta, pero sin detenernos en el hecho de que los mayores descalabros sociales que hemos vivido en las últimas décadas se han producido por expertos convencidos del poder de sus ecuaciones para explicar y ordenar el mundo.

Cuando se dice que “la ciencia es demasiado importante como para dejársela sólo a científicos”, se desconoce que la ciencia nunca ha sido sólo de científicos. La ciencia siempre ha sido política. Y es a ese origen —la ciencia como ejercicio de duda y exploración— al que deberíamos volver.

En definitiva, hemos dado por verdadero que necesitamos más ciencia cuando, tal vez, si queremos que Chile encuentre su “economía del conocimiento”, necesitamos otra ciencia. Una ciencia que vuelva a su origen. La obsesión por la ciencia como vehículo para el progreso y la solución de problemas eclipsó su espíritu más profundo, el de la exploración, curiosidad e invención. La cultura tecnocrática que se fue instalando en el siglo XX hizo de la ciencia una actividad al servicio de la administración, cuando siempre fue más bien una actividad que la problematizaba. Isabelle Stengers, filósofa de la ciencia, dice que el poder de la nueva ciencia experimental que nace con Galileo no está en su capacidad para establecer cómo es el mundo, sino en validar protocolos para cuestionarlo sistemáticamente. La ciencia abre nuevas perspectivas y establece procedimientos para dudar lo que se da por obvio. En definitiva, va a contrapelo del status quo. Por eso, cuando se dice con sorna que “la ciencia es demasiado importante como para dejársela sólo a científicos”, se desconoce que la ciencia nunca ha sido sólo de científicos. La ciencia siempre ha sido política. Y es a ese origen —la ciencia como ejercicio de duda y exploración— al que deberíamos volver.

 

Cuatro propuestas

Estamos convencidos de que si queremos reubicar a la ciencia como pilar de la sociedad, y no como un lastre tecnocrático, es necesario dibujar un nuevo mapa para la ciencia. No es nuestra intención definirlo. Éste debe confeccionarse en base a una conversación abierta, inclusiva y de largo aliento. Pero creemos que hay ciertos principios sobre el conocimiento y la actividad científica que deben asumirse para que esta conversación pueda florecer y, sobre todo, para que no caiga en el mismo error en que hemos incurrido sistemáticamente como sociedad: debatir sobre ciencia asumiendo una visión utilitarista y estrecha.

No hay una ciencia, sino varias. Un debate sobre la ciencia en Chile debe comenzar por reconocer la diversidad de lógicas, culturas y prácticas científicas. Buscando tener un rasero único para evaluar la calidad y relevancia de las ciencias se fue imponiendo el modo de producción de las ciencias naturales como modelo universal de evaluación. Las ciencias sociales, y especialmente las humanidades, han tenido que forzosamente mimetizarse a la gramática del paper, de la evidencia estadística y de la utilidad práctica para poder subsistir. El resultado es un empobrecimiento no sólo de estas disciplinas, sino de la ciencia en general, que va perdiendo la capacidad de cuestionar el mundo. Incluso las ciencias naturales y exactas necesitan hoy de criterios de evaluación más complejos, que den cuenta del quehacer multidimensional de la investigación y su valoración. Esto impacta en modos de evaluar proyectos y, por tanto, en sobrevivencia de disciplinas y aproximaciones.

La ciencia no es la única forma de conocimiento, por lo que debe respetar a otros saberes y entenderse con ellos. La ciencia no está fuera de la sociedad. Esto significa que debe compartir el espacio de lo “verdadero” con saberes que usan otras formas de validación, otro tipo de evidencia y otras metodologías de indagación. Un buen ejemplo son los conocimientos ancestrales de pueblos originarios. A economistas, sociólogos e ingenieros les ha costado entender, cuando se enfrentan a comunidades que se resisten a proyectos energéticos o mineros, que la naturaleza y función del agua o la tierra no se definen únicamente en papers. No se trata de menospreciar el conocimiento científico, sino de no caer en la tentación de creer que no hay nada fuera de la ciencia. Sería hacerle un flaco favor a una práctica que nació para expandir el mundo, no para cerrarlo.

Los grandes temas científicos deben discutirse socialmente. Células madres, la matriz energética, los transgénicos o la nanotecnología: son problemas que superan con creces las preguntas científicas. Se trata de asuntos donde está en juego nuestro entendimiento de la vida, el rol que le otorgamos a la naturaleza o hacia dónde queremos que vaya nuestro desarrollo. Los elementos científicos son, por tanto, inseparables de los éticos, políticos o culturales. Repensar la ciencia en Chile obliga a un gesto de humildad y a abrir la conversación sobre sus resultados, más allá de los expertos.

La investigación científica en el corazón del debate educacional. La discusión sobre la reforma continuará de manera intensa en nuestro futuro próximo. Y enhorabuena. Pero ojalá no se limite al debate sobre financiamiento y gestión. Un gran debate educacional también debería reponer la curiosidad y la indagación como motores del aprendizaje, tanto en la escuela como en la propia universidad. Necesitamos jóvenes con ganas de explorar y cuestionar, y que vean en la ciencia el arte de la duda y no sólo una carrera para quienes les gustan las matemáticas o la biología. Tomando en cuenta que prácticamente la totalidad de la investigación científica se realiza dentro de las universidades, es fundamental formar a las nuevas generaciones en un entendimiento más rico y global del conocimiento y sus límites.

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