Por José Edelstein, académico U. de Santiago de Compostela, y Andrés Gomberoff, académico UNAB // Ilustración: Fabián Rivas Octubre 16, 2015

Si bien es cierto que la más temible amenaza a la que un gran sismo nos somete es la de perderlo todo, existe otro miedo ancestral que la sofisticación de la modernidad no ha conseguido acallar: el horror simple de extraviar nuestro punto de apoyo, ese lugar de inmutable quietud que le brinda contención a nuestra existencia. La Iglesia se aferró durante siglos a este atavismo, desoyendo las sabias palabras que Galileo musitó por lo bajo al ser obligado a abjurar de la teoría heliocéntrica: “Y sin embargo se mueve”.

El terror al movimiento del lugar en el que afirmamos nuestros pies volvió a la palestra en 1912, cuando Alfred Wegener propuso la teoría de la deriva continental. Según ésta, los continentes estarían alejándose unos de otros. Esto explica por qué sus costas parecen encajar como un rompecabezas, al tiempo que da cuenta de las similitudes en el registro fósil encontrado a ambos lados de las hipotéticas costuras. La teoría de Wegener fue ampliamente ridiculizada hasta que, en los años 50, la evidencia a su favor fue generando consenso. Hoy se acepta universalmente que hace 200 millones de años existía un solo gran continente, Pangea, de cuyos trozos surgieron los demás.

Los terremotos nos permiten entender la composición interna de nuestro planeta. Fue el mismo Oldham quien, midiendo las ondas sísmicas en distintos lugares, infirió que la Tierra debía tener un núcleo.

La teoría contemporánea que predice este fenómeno es la tectónica de placas. Según ésta, la litosfera —capa superior del planeta de 100 a 200 km de espesor— es una costra rígida que flota sobre la astenosfera, un fluido viscoso hecho de dúctiles materiales sólidos de unos 400 km de grosor. La litosfera está quebrada en 15 placas y numerosas microplacas menores. Por estos barrios, afamadas son la placa de Nazca y la Sudamericana, cuya frontera recorre toda la costa oeste de América del Sur. El vehemente contacto entre ambas dio a luz a la cordillera de los Andes.

Las placas tectónicas son estructuras en continua formación y desintegración. En los océanos existen cadenas montañosas llamadas dorsales. Allí residen las fronteras de placas tectónicas oceánicas, que crecen a medida que el magma sube y se enfría formando nueva corteza terrestre.

En otros lugares, las placas se destruyen. Por ejemplo, en la frontera entre la placa oceánica de Nazca y la Sudamericana, en donde la primera se hunde bajo la segunda, derritiéndose nuevamente y transformándose en magma.

De este modo, las placas se mueven unas contra las otras, se deforman, crecen y decrecen, a velocidades similares a las que medran nuestras uñas. Así se explica la deriva continental, cuyo origen reside en la expansión de las placas oceánicas. Georges Lemaître propuso la teoría del Big Bang unos años después de propuesta la deriva continental: las galaxias, continentes cósmicos, también parecían alejarse unas de otras. Era inevitable pensar que alguna vez estuvieron todas juntas en lo que él llamó el átomo primigenio, la Pangea universal. De un modo u otro, los pasos del hombre ya no volverían a encontrar suelo quieto.

La fuente de energía

Las placas tectónicas están hechas de roca rígida, por lo que no es posible deformarlas demasiado. El movimiento hace que se empujen, generando enormes tensiones entre ellas. Eventualmente estas costras de roca ceden a la presión, fracturándose y liberando una gran cantidad de energía. Se produce un movimiento sísmico. Las fracturas ocurren en lugares donde las placas son más débiles, las fallas, que suelen encontrarse cerca de los bordes. En una falla ocurre un fenómeno similar al que observamos cuando apretamos el dedo pulgar firmemente contra el dedo medio y empujamos con fuerza creciente en dirección paralela a la superficie de contacto. El roce mantendrá los dedos en tenso reposo hasta que, en un momento dado, el pulgar se moverá produciendo un violento chasquido. La energía no se libera continuamente, sino en repentinos, breves e impredecibles golpes. En los terremotos se libera así la energía acumulada durante la progresiva deformación de la litosfera que, a diferencia de los dedos, está siempre en disposición de dar un nuevo chasquido.

Pero, ¿cuál es la fuente de esta energía? ¿Cuál el motor que hace posible este incesante movimiento de los trozos de nuestra corteza? No se trata de una pregunta menor. La dificultad para responderla fue uno de los argumentos esgrimidos por los opositores a la deriva continental. Fundamentalmente, es la energía geotérmica que almacenan las entrañas de la Tierra. Ésta se origina en fuentes distintas. Primero está el calor acumulado hace 4.500 millones de años, cuando el planeta se creó en el colapso gravitacional del disco de polvo que orbitaba en torno a un Sol juvenil. Luego, la energía que continuamente liberan los núcleos radiactivos que abundan en su interior. Para hacernos una idea, la energía geotérmica que escapa a través de la superficie de la Tierra es equivalente a tres veces el consumo energético de toda la humanidad. Parece bastante, hasta que uno comprueba que la energía solar que incide sobre la superficie terrestre es más de 3.500 veces mayor.

Ondas sísmicas

Parte de la energía liberada en un sismo es disipada en forma de calor, ruptura de la roca y deformación del terreno. Otra parte viaja en forma de ondas sísmicas que se desplazan a miles de kilómetros por hora. Un terremoto grande, como el que experimentó Chile en 2010, libera en ondas sísmicas una energía similar al consumo eléctrico de un año. Estas oscilaciones son, primariamente, ondas de compresión, como las ondas sonoras que sacuden nuestros tímpanos. Si una de estas ondas se desplaza en una dirección dada, las oscilaciones ocurren en la misma dirección, comprimiendo y dilatando el terreno como si se tratara de un bandoneón. Se las llama ondas P, por primarias. Podríamos decir que son el sonido del terremoto propagándose a través del planeta, pudiendo ser escuchado desde los confines de la Tierra con el estetoscopio de los geofísicos al que llamamos sismógrafo.

Un terremoto como el de 2010 libera en ondas sísmicas una energía similar al consumo eléctrico de un año. Estas oscilaciones son, primariamente, ondas de compresión, como las ondas sonoras que sacuden nuestros tímpanos.

Pero la vibración de un material produce oscilaciones secundarias, las ondas S, que son transversales a la dirección de propagación. Como si el bandoneón oscilara —como las cuerdas de una guitarra— en las nerviosas manos que lo comprimen. Y hay un tercer tipo: las ondas superficiales. Son las más lentas pero las más destructivas para el hombre, ya que viajan grandes distancias sobre la superficie que habitamos y disipan toda su energía allí. Fue el geólogo británico Richard Oldham quien identificó por primera vez los distintos tipos de ondas sísmicas.

Sobre el epicentro de un terremoto, las ondas P hacen oscilar el suelo de arriba a abajo, mientras que las ondas S producen un meneo lateral que eventualmente abrirá grietas. Estas últimas dependen del material en el que se propaguen las primarias ya que se alimentan del rozamiento entre distintas capas. Imaginemos un conjunto de rodajas de pan de molde apiladas. Las ondas P resultan de la elasticidad de las rodajas al ser comprimidas, mientras que las S se gestan en el rozamiento de cada rodaja con las que están en contacto con ella. En un líquido no hay roce entre capas por lo que las ondas S no se propagan.

Terremoto: el planeta y sus entrañas

Los terremotos nos permiten entender la composición interna de nuestro planeta. Fue el mismo Oldham quien midiendo las ondas sísmicas en distintos lugares infirió que la Tierra debía tener un núcleo. Dos décadas más tarde se determinó que éste era líquido, a partir de la ausencia de ondas S en la antípoda del epicentro. Veamos un ejemplo sencillo.

Si hubiese un terremoto en el Polo Norte, los sismógrafos ubicados más al sur del paralelo -15 no detectarían ondas S debido al “cono de sombra” del núcleo líquido, una esfera de más de 3.000 km de radio que éstas no pueden atravesar. Con las ondas P ocurre algo más interesante y complejo. Pueden adentrarse en el líquido sufriendo un desvío similar al de la luz al entrar a una lupa, un fenómeno ondulatorio que se conoce como refracción. De modo similar a lo que ocurre con la lupa, el haz de ondas sísmicas P se concentrará, enfocándose al sur y dejando una zona ciega al norte del paralelo -50. Así, el núcleo líquido de la Tierra funcionaría como una lente que, por así decirlo, mejoraría la acústica de los sismógrafos de la Antártica, dejando mudos a los de una franja del planeta ubicada entre los paralelos -15 y -50.

Una de las sorpresas más grandes que surgieron de los datos sismológicos ocurrió en el gran terremoto de 1929 en Nueva Zelanda. La geofísica danesa Inge Lehmann, quien había aprendido a auscultar la tierra con una maestría sin precedentes, estudió sus efectos minuciosamente. Observó la presencia de tenues ondas P en la zona ciega en la que no debían existir. Y tuvo la ingeniosa idea de proponer que esto podía deberse a la existencia de un carozo sólido en el interior del núcleo líquido de la Tierra. Al impactar en él, las ondas P se reflejarían y podrían dar lugar a lo que ella había medido. Puso a su trabajo el título más breve de la historia de la ciencia: P’. El apóstrofo hace referencia a que se trata de ondas P reflejadas. Todas las mediciones posteriores confirmaron el genial hallazgo de esta mujer que vivió hasta los 104 años.

Cuando la Tierra ronca, sus bramidos infunden terror. En ocasiones le siguen la tragedia y el desamparo. Y a estos, la obstinada esperanza del ser humano, capaz de engendrar belleza del horror. Como lo hizo Neruda en mayo de 1960, cuando el suelo de Chile se resquebrajó: Otra vez el caballo iracundo patea el planeta y escoge la patria delgada, la orilla del páramo andino, la tierra que dio en su angostura la uva celeste y el cobre absoluto.

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