Por José Eldestein, académico U. de Santiago de Compostela, y Andrés Gomberoff, académico UNAB // Ilustración: Vicente Reinamontes Septiembre 7, 2015

El 22 de mayo de 1972 Richard Nixon se convertía en el primer presidente de Estados Unidos que visitaba Moscú. Fue una semana de arduas negociaciones con su par soviético, Leonid Brézhnev, con el fin de bajar la temperatura de un conflicto que venía afiebrándose peligrosamente. Se logró llevar algo de calma a una sociedad aterrada ante la posibilidad de que una lluvia de bombas atómicas destruyera el planeta. Así, la guerra fría, ese oxímoron que llevaba un cuarto de siglo de gestación, salía inmune.

Ese mismo día, la revista Il Nuovo Cimento recibía un breve trabajo de un joven de 25 años que estaba a punto de defender su tesis doctoral en la Universidad de Princeton. El manuscrito “Agujeros negros y la segunda ley”, firmado por Jacob Bekenstein, contenía una propuesta audaz y original: los agujeros negros serían entes termodinámicos, poseedores de entropía y temperatura, como una taza de té, algo que se antojaba como una absurda e improbable especulación teórica. La física de la época aseguraba que los objetos más simples y oscuros del universo debían ser también los más fríos. Un agujero negro caliente no parecía ser más que otro oxímoron. Como la guerra fría, éste tuvo implicancias profundas en la historia de las ideas, que llegan hasta nuestros días.

La taza de té y la flecha del tiempo

La termodinámica estudia sistemas compuestos por una enorme cantidad de constituyentes, de los que sólo nos interesan algunas características macroscópicas. En una taza de té, por ejemplo, conviven una cantidad enorme de moléculas cuyas posiciones y velocidades individuales no nos resultan relevantes. Sólo nos interesa un puñado de magnitudes, tales como su volumen, presión, temperatura, entropía o energía. La termodinámica se hace cargo de éstas a través de leyes relativamente simples. La conocida como segunda ley dictamina que la entropía de un sistema siempre debe aumentar.

La entropía es una medida del número de estados de un sistema que da lugar a los mismos valores de las variables macroscópicas. Son muchas las maneras en que las moléculas pueden distribuirse en un volumen o repartirse la energía, dando lugar a idénticas tazas de té. La segunda ley dice que las variables termodinámicas siempre tienden a tomar valores que maximicen ese número de posibles configuraciones. Así, por ejemplo, si echamos leche en la taza de té, los dos líquidos se mezclarán en una solución homogénea. Hay muchos más estados microscópicos que dan lugar a esta mezcla, que estados en los que la leche y el té queden separados. El desorden es favorecido por la segunda ley. Ni el té se separará espontáneamente de la leche, ni se calentará al mezclarse con leche fría. La segunda ley dicta la dirección de evolución de los sistemas compuestos. Provee una flecha del tiempo.

La calvicie del lampiño cósmico

“¿Qué ocurriría si dejaras caer una taza de té dentro de un agujero negro?”, preguntó John Archibald Wheeler a su estudiante Jacob Bekenstein. Los agujeros negros son el estado final al que llegarán estrellas de suficiente masa, tras colapsar gravitatoriamente hasta transformarse en un punto de volumen despreciable y densidad infinita. Alrededor se formará el horizonte de eventos, superficie que define la última frontera: nada ni nadie que la atraviese podrá escapar. Ni siquiera la luz. De allí el nombre acuñado por el propio Wheeler.

Una de las propiedades sobresalientes de los agujeros negros es su simplicidad. No importa la complejidad del violento colapso que les haya dado origen. Una vez estabilizado, el agujero negro puede caracterizarse con apenas tres magnitudes: su masa, su carga eléctrica y su momento angular (que determina su estado de rotación). El agujero negro no deja más pistas de cómo se originó. No podremos saber qué cayó en su interior. Si en algún rincón del universo hubiera una estrella hecha de antimateria, por ejemplo, su colapso daría lugar a un agujero negro idéntico al de una estrella de materia de la misma masa, carga eléctrica y momento angular. Salvo por estas tres cantidades, como si se tratara de una partícula elemental, el agujero negro nos esconde su historia. A esta austeridad espartana, carente de detalles y ornamentos, el propio Wheeler la bautizó con algo de picardía: “Un agujero negro no tiene pelos”.

Si se derramara el té en un agujero negro, razonaba Wheeler, su entropía, reflejo de las billones de moléculas que lo componen, desaparecería tras el velo del horizonte de eventos, quedando el estado final descrito apenas por los tres números que caracterizan al agujero negro resultante. De este modo, la entropía del sistema se habría reducido, invalidando la segunda ley. Si no hay estados microscópicos, no hay entropía. El conflicto desatado por este resultado fue tal, que a principios de los 70 muchos pensaban, puestos a elegir entre la termodinámica y los agujeros negros, que estos últimos no podían existir realmente.

Hawking, temperatura e información

Algunos años antes, Stephen Hawking había demostrado que el área del horizonte de eventos de un agujero negro aumentaba en cualquier proceso clásico. Su comportamiento era análogo al de la entropía en termodinámica. Este fenómeno es evidente en casos simples, como el de un agujero esférico cuya área crece con la masa: dado que no puede perder masa (nada escapa), está condenado a engordar. Hawking demostró este resultado en toda su generalidad. Incluso en procesos más exóticos, en los que la masa del agujero negro puede disminuir, el área de su horizonte de eventos siempre aumenta.

Lo que para Hawking era sólo una analogía, Bekenstein tuvo la audacia de tomarlo en serio: los agujeros negros tendrían entropía y ésta sería proporcional al área de su horizonte de eventos. La segunda ley, así, seguiría gozando de buena salud. De hecho, demostró que en todos los ejemplos que parecían contradecir la segunda ley, la incorporación de la entropía del agujero negro salvaba el cálculo. A Hawking le irritó esta solución. Le parecía absurda. Si tuviesen entropía, los agujeros negros serían sistemas termodinámicos y, como tales, tendrían temperatura. Y los objetos calientes emiten radiación, cosa que se suponía imposible para un agujero negro.

Lo que para Hawking era sólo una analogía, Bekenstein tuvo la audacia de tomarlo en serio: los agujeros negros tendrían entropía y ésta sería proporcional al área de su horizonte de eventos. La segunda ley, así, seguiría gozando de buena salud.

En su artículo de 1972, Bekenstein había evadido la cuestión de la temperatura. Para él los agujeros negros debían ser fríos y la temperatura que su propia teoría parecía implicar debía ser irrelevante. Un artificio teórico. Enfrentaba la cuestión de la entropía desde la perspectiva de lo que conocemos como teoría de la información. Una taza de té contiene una gran cantidad de información almacenada en las posiciones y velocidades de cada una de sus moléculas. Aunque sea irrelevante para nosotros, esa información existe. Al arrojar el líquido al agujero negro, se perdería para siempre, quedando sólo las tres magnitudes que lo caracterizan. Mientras más entropía tiene un sistema, mayor será el número de configuraciones posibles, lo que implica una mayor potencialidad de almacenar información.

Las páginas de Don Quijote de la Mancha contienen abundante información, aunque un japonés pueda verlas como un puñado de hojas llenas de manchitas de tinta no muy diferentes de las del libro que está al lado en la biblioteca. Indistinguibles como las tazas de té. Arrojar el Quijote a un agujero negro constituiría una pérdida irreversible de información. Hawking demostró en 1974 que la mecánica cuántica implicaba que los agujeros negros emitían radiación. Eran, en definitiva, entes calientes. Así, los dos puntos de vista se conciliaban, aunque el problema de la información se agravaba dramáticamente: si el agujero negro emitía radiación térmica, podía evaporarse y, eventualmente, desaparecer, llevándose consigo cualquier esperanza de recuperar las maravillosas aventuras del hidalgo caballero. ¿Cómo puede contener información o entropía un agujero negro? ¿Y dónde se va cuando se evapora?

Cualquier información, bien la voy a pagar

La semana pasada se organizó en Estocolmo una conferencia dedicada a la radiación de Hawking. Allí, éste anunció con estridencia la resolución de este rompecabezas de cuatro décadas, a pesar de que luego se supo que los detalles no se conocerán hasta dentro de al menos un mes. Junto a Malcolm Perry y Andrew Strominger, encontraron un resquicio en la calva aparente de los agujeros negros. Si se tiene en cuenta su evolución temporal, resulta que el número de cantidades que caracterizan al agujero negro pasa de tres a... ¡infinito! A la masa, la carga eléctrica y el momento angular se suma un frondoso catálogo asentado en el horizonte de eventos, en donde los agujeros negros podrían almacenar la información que aparentemente destruyen.

La semana pasada se organizó en Estocolmo una conferencia dedicada a la radiación de Hawking. Allí, éste anunció la resolución de este rompecabezas de cuatro décadas. Luego se supo que los detalles no se conocerán hasta dentro de al menos un mes.

Como si pasara por las pacientes y desapasionadas manos de un burócrata, la información de la materia que entra al agujero negro quedaría registrada en el horizonte de eventos y sería devuelta en el proceso de evaporación, codificada a través de una demora en la emisión de la radiación. Dado que la demora guarda relación con la información codificada, las páginas del Quijote estarían encriptadas de algún modo en esta radiación. Aunque, a decir verdad, el reciente anuncio no es muy esperanzador para los amantes del hidalgo de La Mancha: la información, aunque disponible, sería en la práctica imposible de reconstruir. La sucesión de letras, desordenadas por esta suerte de gran cubilete cósmico, sería irreconocible incluso para el propio Cervantes.

La propuesta de Hawking, Perry y Strominger sigue sin distinguir entre un agujero negro hecho de materia o de antimateria. O de unicornios azules. No está dicha la última palabra. O si está dicha, no hemos sabido descifrarla.

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