Por Andrés Gomberoff, académico UNAB Julio 14, 2015

© Fabián Rivas

Para poder acuñar las medallas debemos reunir algo así como un cuatrillón de átomos. Estos se disponen espacialmente en una estructura ordenada: una red cúbica. Los átomos se acomodan en los vértices de cada cubo.

Todavía daba vueltas en su cabeza el vértigo de haber decidido patear su penal a lo Panenka cuando se definía ni más ni menos que la Copa América. Ardía en deseos de verse a sí mismo cometiendo semejante travesura a través de la mirada omnisciente de la televisión y en esto pensaba mientras examinaba la medalla que había apartado de su pecho para verla de cerca. Alexis se entregaba a la seducción del suave resplandor áureo, sin saber que ese fulgor amarillo tenía una historia detrás que involucraba al mismísimo Albert Einstein.

LOS ELEMENTOS FINALISTAS

Arriba el oro, luego la plata y abajo el bronce, aleación cuyo ingrediente principal es el cobre. Es el orden en que los deportistas son premiados en el podio. En esa misma disposición, pero de abajo hacia arriba, se encuentran los elementos químicos que conforman las medallas, en la columna número once de la tabla periódica. ¿Qué coincidencia cósmica llevó a que la organización de los átomos vislumbrada en 1869 por Dmitri Mendeléyev se viera reflejada en los premios que la Conmebol o el Comité Olímpico Internacional ofrecen a los deportistas?

La tabla periódica ordena los átomos en forma ascendente según la carga eléctrica de sus núcleos; es decir, del número de protones que contienen. Comienza por el hidrógeno, que tiene uno, el helio posee dos, el litio tres y así sucesivamente. Se despliega en filas horizontales que ponen de manifiesto la periodicidad con que se presentan distintas propiedades químicas en aquellos elementos que comparten una columna. Salta a la vista de inmediato que mientras la primera fila tiene 2 elementos, la segunda y la tercera tienen 8, la cuarta y la quinta 18 y las últimas dos 32. De modo que el “ritmo” con el que reaparecen las características químicas comunes a los elementos de una columna varía de una fila a otra.

La mecánica cuántica fue capaz de explicar el motivo de esta periodicidad. Se debe a la forma en que se disponen los electrones alrededor del núcleo: en capas, como si se tratara de una cebolla. La primera capa admite hasta 2 electrones y la segunda hasta 8, como las filas de la tabla periódica. A partir de la tercera, adquiere relevancia una subdivisión de las capas en algo que llamamos “orbitales”, que también podrían numerarse, pero los químicos han preferido denominarlos con letras: s, p, d y f. Estos pueden contener, respectivamente, hasta 2, 6, 10 y 14 electrones. No es difícil comprobar que las cuotas de cada fila de la tabla periódica corresponden a sumas de estos números; por ejemplo, 2+6+10=18 y 2+6+10+14=32.

Las propiedades químicas más evidentes de un átomo tienen que ver con el número de electrones del último orbital ocupado. Son estos los que, al estar más lejos del núcleo y, por lo tanto, más débilmente aferrados a él, están dispuestos a coquetear con átomos vecinos para establecer uniones de hecho a las que llamamos moléculas. La última columna de la tabla periódica, por ejemplo, contiene a todos los átomos cuya capa más externa está llena, por lo que no se vinculan con ningún otro. A estos autistas del universo atómico se los llama gases nobles, como el helio, el neón o el argón.

EL ELECTRÓN SOLITARIO DE LA UNDÉCIMA COLUMNA

¿Qué tiene de especial la undécima columna de la tabla periódica? El cobre, por ejemplo, tiene 29 electrones. Las tres primeras capas admiten hasta 28. En el átomo de cobre están llenas y hay un único electrón sobrante que vagabundea solitario en el orbital s de la cuarta capa, muy dispuesto a serle infiel con la materia circundante. Se lo llama electrón de valencia.

La plata está 18 posiciones después. Su docena y media de electrones adicionales permiten llenar otra capa, dejando nuevamente un electrón desamparado en el orbital s, esta vez de la quinta capa. Son necesarios 32 electrones más para llegar al elemento 79, el oro, volviendo a encontrarnos con el huraño electrón del orbital s, ahora de la sexta capa. El oro está en la última fila de elementos gordos y estables. Sólo cuatro lo exceden en peso: el mercurio, el talio, el plomo y el bismuto.

Es precisamente este electrón solitario del orbital s el responsable de que estos tres elementos sean los mejores conductores de electricidad y calor que podemos encontrar en la tabla periódica. También de que sean maleables y hayan permitido al hombre desde tiempos muy remotos moldearlos en la fabricación de objetos. Un simple electrón huidizo, juguetón y exogámico explica también la resistencia a la corrosión y la atractiva apariencia de estos metales. Su magnético brillo. A pesar de sus similitudes, el cobre es por lejos el más abundante de los tres en la corteza terrestre, seguido por la plata y finalmente el oro. Su precio es inversamente proporcional a su abundancia. De allí su jerarquía en el podio.

Para poder acuñar las medallas debemos reunir algo así como un cuatrillón de átomos. Estos se disponen espacialmente en una estructura ordenada: una red cúbica. Los átomos se acomodan en los vértices de cada cubo. En el caso del cobre y la plata, además, hay un átomo en el centro de cada cara, como si cada cubo fuera un dado que tiene cincos en todos sus lados.

¿Qué ocurre con la banda de un cuatrillón de electrones solitarios? Cuando los átomos se integran en una red estas escurridizas partículas quedan, a todos los efectos prácticos, libres para desplazarse a su antojo. Dejan de ser propiedad de átomos particulares para moverse colectivamente como una nube que desconoce las rigideces del metal que habita. Los llamamos ahora electrones de conducción.

NO TODO LO QUE BRILLA ES ORO

El brillo es una propiedad de casi todos los metales. Los responsables son los electrones de conducción, capaces de transportar la electricidad y el calor. Los electrones superficiales reflejan la luz incidente, lo que explica su atractivo brillo, por lo que el metal sólo puede absorber una pequeña fracción de ésta, transformándola en calor. Cuando una partícula de luz (o fotón) incide sobre el metal, los electrones libres pueden absorberla. Esta absorción será similar para los distintos colores del espectro visible, esto es, tanto para los rojos (de menor energía) como para los azules (de mayor energía), y todo el arcoíris entre ambos. El que el metal absorba todos los colores por igual implica que la luz reflejada sólo podrá disminuir en intensidad pero sin cambiar su color. Es así como la mayoría de los metales muestran distintos tonos de gris.

Hay ciertos metales que, sin embargo, son coloridos. Esto se debe a los electrones de las capas de menor energía, esos que estaban en la capa llena inmediatamente inferior. Si un fotón suficientemente energético incide sobre el metal, puede romper las filas de esa capa y llevar un electrón a la de conducción. En el caso del cobre, por ejemplo, esto ocurre para fotones con energía similar al color amarillo o mayor (verde, azul). Esto significa que el cobre absorbe más estos colores, reflejando los rojos y anaranjados, explicando así su color. En el caso de la plata son necesarios fotones de energía ultravioleta para lograr el mismo fenómeno. Pero como esta luz es invisible a los ojos, no hay efecto óptico que percibamos y la plata no tiene color. En el caso del oro esperaríamos que las cosas fueran aún más drásticas y, por lo tanto, que fuera también incoloro.

Pero el oro es un elemento con tanta carga eléctrica en el núcleo que los electrones que pasan cerca de éste deben moverse extremadamente rápido, a una fracción de la velocidad de la luz, para poder orbitarlo. Así, es necesario considerar los efectos de la teoría de la relatividad especial de Einstein. En ella las distancias se contraen para observadores en movimiento. Los electrones de la capa de conducción en materiales de la undécima columna son de los que pueden acercarse (¡también alejarse!) más al núcleo, alcanzando las más grandes velocidades.

Es por esta razón que perciben al núcleo más cerca de lo que esperaríamos si no tuviéramos en cuenta este efecto. De este modo, la energía que requiere un electrón de la capa de abajo para saltar a la de conducción es menor a la ingenuamente esperada. Gracias a la relatividad no se necesitan fotones ultravioletas sino verdes o azules. El oro absorbe más estos colores, reflejando con mayor intensidad los amarillos y rojos, lo que le brinda su color característico. Ése que ejerce un poder narcótico sobre la mirada ausente del orgulloso Alexis.

En la undécima columna hay un cuarto elemento, el roentgenio, justo debajo del oro. Siguiendo la lógica, la medalla de este material debería ser la más valiosa de todas. Pero el roentgenio es inestable. Tiene una vida media de 26 segundos. Es probable que allí se encuentre la explicación de esa llamativa actitud de los futbolistas, quienes, tras recibir una meritoria medalla de plata, se la sacan en cuanto abandonan el podio. Fantasean, quizás, con que sus preseas sean de roentgenio.

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