Por Francisco Aravena F. Junio 11, 2015

© Gentileza Brian Chernin

“El acta (de Aconcagua), obra exclusiva del cirujano (Carmona), dio al pronunciamiento cierto barniz de principios políticos que no estaban, ni cabían en la mente de los más que lo ejecutaron con la espada”, escribió el historiador Ramón Sotomayor en 1900.

Antes de ser pionero, en la prehistoria de la neuropsiquiatría en Chile, inscribiéndose en la historia médica con su brillante interpretación científica del caso conocido como el de “la endemoniada de Santiago”, Manuel Antonio Carmona ya había hecho historia.

De partida, fue parte de la primera generación de médicos profesionales formada por el Estado de Chile; una carrera de seis años de estudios inaugurada en 1833 en el Instituto Nacional. Ese primer curso de Ciencias Médicas lo componían once alumnos, entre los que se encontraba Francisco Javier Tocornal, el hijo del ministro del Interior, Manuel Antonio Tocornal, algo que era visto como un servicio patriótico ejemplar, en tiempos en que la medicina estaba lejos de las preferencias de las familias acomodadas para sus hijos. “En tiempos de la colonia y largo tiempo después de la independencia, lo que se llamaba médico en Santiago era un ser aparte, algo más que un sirviente y un poco menos que un mayordomo”, relataría en 1872 el doctor Alfonso María Thévenot.

Quienes lograron terminar la carrera fueron literalmente sobrevivientes: décadas antes de que las investigaciones de Pasteur y Lister revelaran al mundo el peligro oculto en las bacterias, los estudiantes de medicina se exponían a toda clase de amenazas durante sus clases de anatomía.

Cuatro murieron: Martín Abello, Vicente Mesías, Enrique Salmón y Juan Cruz Carmona. “Parece que en el estudio de la Medicina, en este árbol de salud para Chile, hay una especie de fatalidad que destruye en flor sus mejores frutos”, se leería en una nota de 1841 de El Araucano.

Manuel Antonio Carmona tampoco terminó su carrera con sus compañeros, pero la razón fue muy distinta.

ACTIVISTA Y POLÉMICO
Podría argumentarse que Manuel Antonio Carmona merece también un lugar en la historia del movimiento estudiantil chileno. Hombre temperamental, estudioso y orgulloso de su inteligencia, Carmona hacía gala de una pluma mordaz que apuntaba frecuentemente contra las autoridades de su escuela, del establishment médico chileno, y de la Iglesia Católica.

Junto con su amigo José Antonio Argomedo, crearon en mayo de 1835 un periódico para estos efectos. Lo llamaron El Día y el Golpe, y en su primer número prometían “imparcialidad y justicia” a la hora de fiscalizar y denunciar a magistrados, militares, autoridades eclesiásticas “o cualquier otra persona que no cumpla sus deberes”. “El día de su extravío dará materia para que un golpe de pluma caiga sobre él”, escribieron.

El historiador de la medicina chilena Enrique Laval definió a Carmona como “sin disputa una de las figuras más destacadas entre los alumnos de ese primer curso”. “A esa posición lo condujeron su inteligencia, su cultura, pero especialmente un exceso de énfasis para tratar su yo, una efusión arrolladora de su personalidad exaltada, siempre amplificada por un grupo numeroso de admiradores”, escribió Laval en sus Noticias sobre los Médicos de Chile (1972).

Al leer el tratado sobre la “endemoniada de Santiago” que publicaría en diciembre de 1857, impresiona no sólo el manejo de información y referencias, que van desde la filosofía y teología hasta los papers médicos, sino también algo que el doctor había hecho notar en sus escritos editoriales: el ímpetu, la energía con la que rechaza nociones que considera erradas y la ironía con la que no puede evitar “repasar” a sus adversarios intelectuales.

Pasaron décadas para que la historia terminara por atribuirle la autoría de un texto firmado por muchos, pero escrito por uno solo: el acta de Aconcagua, en la que los captores de Diego Portales justificaron su acción.

PORTALES Y LA PLUMA DEL CIRUJANO
En 1837, al año siguiente que el gobierno declarara la guerra contra la Confederación Perú - Boliviana liderada por el mariscal Andrés de Santa Cruz, Carmona se enroló como cirujano en el ejército chileno para incorporarse en el así llamado Ejército Restaurador del Perú, que debía unirse a las tropas peruanas en ese país dispuestas a combatir al militar boliviano. Pero para el doctor la acción comenzó antes de partir.

Destinado al regimiento Maipú, acantonado en Quillota, el médico chileno tuvo un papel importante pero poco conocido en la sublevación de las tropas lideradas por el coronel Juan Antonio Vidaurre que, en una visita del ministro de Defensa, Diego Portales, tomarían prisionero al político más importante de la república, acusando al ministro de inventar una guerra para purgar al ejército de los militares liberales leales a Freire y asumir de paso facultades extraordinarias de represión.

El 3 de junio de 1837, el día en que Portales y el coronel Eugenio Necochea fueron apresados en Quillota durante una revisión de las tropas, los sublevados se reunieron en un salón del regimiento para redactar sus motivaciones y exigencias al gobierno de Chile. No hay registro acerca del compromiso de Carmona con la causa -aunque su simpatía puede inferirse-, pero sí está claro que fue él quien tomó la pluma.

“Protestamos y juramos nuevamente que nuestra intención es servir de apoyo y protección a las instituciones liberales, y reprimir los abusos y depredaciones inauditos que ejercía impunemente un ministerio gobernado con espíritu sultánico”, escribió al final del texto.

El doctor explicó a los líderes del movimiento que se excusaba de agregar su nombre a la lista de los 63 firmantes. Uno de los militares detenidos al tratar de defender a Portales, el teniente coronel Manuel García, argumentó, era su cuñado.

Después de que el 6 de junio de 1837 Portales fuera fusilado en su traslado hacia Valparaíso, donde la rebelión con la que contaba Vidaurre había sido aplastada, los líderes del movimiento fueron juzgados y muchos de ellos ejecutados.

Sólo décadas después, cuando el historiador Ramón Sotomayor Valdés dio cuenta de una conversación con el mismo Carmona, el texto fue atribuido a su auténtico autor. “El acta, obra exclusiva del cirujano, con excepción de uno que otro concepto vulgar indicado por Vidaurre, dio al pronunciamiento cierto barniz de principios políticos que no estaban, ni cabían en la mente de los más que lo ejecutaron con la espada”, escribió Sotomayor en 1900.

La campaña de la primera misión del ejército chileno contra la confederación resultó un fiasco. Tras desembarcar en Arequipa, los chilenos se percataron de que no había tropas peruanas con las que hacer frente común. Acorralados en Paucarpata y ante la inminencia de un combate que resultaría en una masacre, el ejército chileno negoció una salida sin fuego en el Tratado de Paucarpata. El regreso a Santiago fue seguido por las críticas contra el general Manuel Blanco Encalada y su posterior destitución.

Para entonces, Carmona ya estaba fuera. Con el grado de médico oficialmente concedido por el Estado de Chile en retribución a sus servicios, el doctor encontró en San Felipe el lugar para ejercer como médico y político, llegando a ser alcalde de esa ciudad. Pero cuando, apoyado por la Sociedad de la Igualdad, integró una junta establecida en lugar del intendente destituido por fuerzas liberales, fue obligado a rendirse por las fuerzas del gobierno central.

Con su carrera política truncada en Aconcagua, Manuel Antonio Carmona volvió a Santiago. Los años siguientes se movería entre la capital y Valparaíso, ejerciendo principalmente en el hospital San Juan de Dios.

Fue en ese tiempo cuando se encontró con el caso que le haría pasar a la historia.

EL DEMONIO EN CALLE MAESTRANZA
El caso de Carmen Marín o la endemoniada de Santiago no sólo marcó la principal contribución de Carmona. En un ámbito más personal, tiene que haber marcado el momento en que superó a su maestro, Lorenzo Sazié, el hombre más importante en el inicio de la medicina chilena. Reclutado en París por el gobierno chileno, Sazié llegó a Santiago en marzo de 1834, y a los pocos meses asumió la misión de fundar y dirigir la Escuela de Obstetricia, para hacerse cargo de un problema urgente: la falta de profesionales para asistir y auxiliar a las mujeres que daban a luz a los nuevos chilenos.

En un país que aún se preguntaba cómo hacer medicina y formar a sus médicos, la contribución de Sazié fue gigantesca. Formado por Jean-Nicolas Corvisart y Francois Broussais, Sazié se movía por los distintos campos de la medicina con igual pasión. Entre ellos uno muy importante era la fascinación por los misterios de la mente humana y por el tratamiento de los enfermos mentales. El francés, quien era miembro de la Sociedad Frenológica de París, trajo consigo al llegar a Chile una peculiar importación: la primera camisa de fuerza en usarse en nuestro país.

Entender el peso y la importancia intelectual de Sazié ayuda a comprender por qué su alumno y principal discípulo en Santiago manifestó tan alto interés, y con tanto éxito, en descifrar algo que en su época era sólo una lucha de ideas y teorías con escasa base empírica: las enfermedades mentales.

Cuando Carmen Marín, la joven de la que se decía estaba endemoniada, comenzó a alborotar a transeúntes y vecinos del Hospicio de Santiago, en calle Maestranza, a principios de 1857, el arzobispo de la capital encomendó al presbítero José Raimundo Zisternas, un especialista en supuestas posesiones demoníacas, un informe sobre la veracidad de tales alegatos. ¿Podía ser que las convulsiones y la capacidad de Marín, una huérfana recogida por las hermanas de la caridad, de hablar y entender lenguas extintas fuera prueba de la presencia del diablo? ¿Cómo si no explicar que la muchacha sólo se calmara con la lectura del Evangelio de San Juan, en particular con el versículo que reza “et verbum caro factum est” (y el verbo se hizo carne)?

Zisternas decidió consultar primero a los doctores más reputados de la ciudad. Fue un desfile de facultativos que debían hacerse paso entre la multitud de cerca de medio centenar de personas que solían repletar el salón donde reposaba Carmen Marín. Muchos de los médicos dudaron de la supuesta posesión demoníaca. Lorenzo Sazié no fue la excepción. “Esto es una ficción”, le dijo a Zisternas, antes de sugerir un tratamiento algo radical: “La llevo al hospital de locos, la encadeno y se la entrego buena en quince días”.

El presbítero decidió llamar a más doctores. Pasaron Vicente Padin, Eleodoro Fontecilla y Zenón Villarroel, que se excusaron de entregar opiniones concluyentes. Pasó también el médico español Benito García Fernández, quien se animó a asegurar, en su informe escrito: “La Carmen Marín es endemoniada”.

Luego llegó Manuel Antonio Carmona. Y lo que hizo fue, en ese minuto, revolucionario. Decidido a reconstruir la vida de Marín, Carmona acudió a las religiosas que la habían cuidado para enterarse de una historia que había comenzado en Valparaíso y donde tras la aparición de sus primeros ataques sufrió el rechazo familiar y el maltrato, vagó por el puerto junto a las prostitutas (donde la muchacha aprendió las frases en otros idiomas que tanto sorprendían a Zisternas, concluyó el doctor) y una determinante temporada junto a la familia de la administradora de una fonda que se la llevó a vivir con ella a Santiago. Durante sus episodios de pérdida de conciencia y sonambulismo, fue abusada por el hijo de la dueña de casa, Pascual. Ella, al parecer, se había enamorado del padre de familia, de nombre Juan. “Juan puede ser para la Marín una ilusión excitante, en medio de su delirio libidinoso”, anotaría Carmona. Ahí estaba, pues, la palabra “mágica” del Evangelio de San Juan que parecía calmarla.

Concluyendo que Carmen Marín sufría de un desorden “histérico, convulsivo y en tercer grado”, Carmona despachó su informe “sobre la pretendida endemoniada” en septiembre de 1857. Luego vino la parte que él disfrutaba: la reacción de sus adversarios, la polémica, el duelo intelectual, las acusaciones proferidas por “los sectários del demonio” de calumnia y difamación. En diciembre de ese mismo año, Carmona recopiló el informe de Zisternas y los reportes de los otros médicos y reservó un amplio espacio para el suyo. El volumen es hasta hoy la mejor demostración de rigor científico, despliegue intelectual y dominio del idioma del sorprendente Manuel Antonio Carmona, quien moriría en 1868 en Valparaíso.

En cierta medida, Carmona había inaugurado una ciencia.

“En Esquirol, Charcot, Richet, Janet, Freud y Oesterreich, las investigaciones de posesiones demoníacas aparecen después de largos estudios en otros campos de la psiquiatría, y ponen el sello final a sus respectivas hipótesis”, escribe Armando Roa en su imprescindible volumen Demonio y Psiquiatría. Aparición de la conciencia científica en Chile (1974). “Lo curioso en la psiquiatría chilena, sobre todo en medio de la pobreza de nuestro diabolismo, donde no aparece ninguna verdadera posesión demoníaca, es que tal psiquiatría nazca al escenario histórico nada menos que con el análisis de una posesa, Carmen Marín, esclarecida en su dinámica íntima de una manera asombrosa por un hombre desconocido, el doctor Manuel Antonio Carmona”, consigna Roa. “Realzamos el hecho de que Carmona, décadas antes de Janet y Freud, ve en las crisis demoníacas expresión simbólica de instintos libidinosos, amores despechados, culpas y remordimientos. En una sociedad como la de entonces, sin tradición científica, despreciadora de ‘supersticiones’ o crédula al extremo, una interpretación tan seria, que lleva a la curación de la enferma, merece señalarse como algo valioso de nuestra historia”.

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