Por Andrés Gomberoff, profesor de Física teórica UNAB Agosto 20, 2014

Cuando la cúpula de la dictadura militar argentina consintió y autorizó la aberración del robo de bebés de padres a los que harían desaparecer, creían estar cometiendo crímenes perfectos. Si bien en los años 70, cuando fueron cometidos, ya existían pruebas genéticas capaces de dilucidar con un grado de certeza razonable si un niño era o no hijo de un posible progenitor, eliminados los padres el riesgo de ser descubiertos parecía nulo. Podrían disponer impunemente de los recién nacidos, aprovechando en muchos casos que las madres habían sido tomadas prisioneras cuando el embarazo era incipiente y desconocido por sus familiares.

Laura, por ejemplo, fue secuestrada en noviembre de 1977 con un embarazo de pocas semanas. Su madre, Estela, no sabía que esperaba un nieto. Tampoco tenía mayor conocimiento del noviazgo que la joven de 22 años mantenía con Oscar, compañero de militancia, secuestrado por los militares, torturado, asesinado y enterrado en una fosa común el 27 de diciembre. Claro que esto recién se supo en mayo de 2009, cuando el Equipo Argentino de Antropología Forense identificó sus restos. Estela supo que su hija estaba embarazada por el testimonio de una detenida que había sido puesta en libertad. Dio a luz, encapuchada y engrillada, a un bebé al que susurró, cuando lo pusieron sobre su pecho, “Guido, como tu abuelo”. Luego la sedaron y le robaron el bebé, diciéndole que se lo habían entregado a Estela. A ésta, en cambio, le negaron la existencia de su nieto cuando le entregaron el cuerpo sin vida de Laura, a quien asesinaron el 25 de agosto de 1978.

Dejando de lado las consideraciones éticas que pueden hacerse de este comportamiento abyecto, criminal e inhumano, queremos poner el foco en una de las aplicaciones más maravillosas de la ciencia básica en el campo de la genética. Una tecnología y un conocimiento que permitieron, de modo impredecible para la época, esclarecer estas abominables violaciones a los derechos humanos, restaurando la identidad arrebatada a los hijos de desaparecidos. Posibilitando que más de un centenar de abuelas se reencuentren con sus nietos.

SINFONÍA DE CUATRO NOTAS
El 28 de febrero de 1953, el bullicio del pub The Eagle de Cambridge se vio interrumpido cuando Francis Crick anunció, a viva voz, que junto a James Watson habían descubierto el “secreto de la vida”; la estructura de doble hélice de la molécula de ADN, esa suerte de partitura que tenemos en todas nuestras células y que les indica cómo ejecutar las funciones biológicas de esa preciosa sinfonía que es la vida. Las notas de esta partitura son unas moléculas más pequeñas llamadas nucleótidos, que existen en cuatro formas distintas. Con ellas, la biología construye su larga sinfonía de unos tres mil millones de notas.

Una partitura tan larga se organiza en estructuras más pequeñas a las que llamamos genes. Cada uno de ellos es el manual de instrucciones para fabricar una proteína. Éstas son los músicos de la función biológica: enzimas, algunas hormonas, tejido conectivo, anticuerpos, entre otros. A pesar de que los genes son la parte más estudiada del ADN, la mayor parte de esta molécula no contiene instrucciones para crear proteínas. Si bien hasta hace poco se hablaba de estas secciones como ADN basura, hoy se sabe que tienen funciones críticas para el funcionamiento de la célula.

Cada gen tiene un par de los denominados alelos, uno proveniente de la madre y el otro del padre. Éstos pueden presentarse en un conjunto de variaciones que permiten la variabilidad entre individuos. Si no existieran, seríamos todos gemelos. El material genético es el responsable de la herencia biológica que recibimos de nuestros padres y el que permite a la ciencia, en definitiva, determinar la existencia del parentesco. Las células reproductivas poseen un solo alelo de cada gen. El azar determina cuál de los dos alelos, el del padre o el de la madre, llevará cada óvulo o espermatozoide. Así, la sinfonía que han de ejecutar las células de los hijos resulta de una combinación de las partituras de los padres en la que interviene la providencia. Y si pasamos de los hijos a los nietos, el efecto del azar adquiere mayor preponderancia.

DILUCIDANDO PARENTESCOS
Tomemos el ejemplo sencillo del grupo sanguíneo, en donde hay 3 posibles alelos involucrados, los que producen los antígenos A y B, y el que no produce ninguno o 0. Los alelos A y B son dominantes sobre el 0, por lo que tanto una persona que cobije dos alelos A, como otra con uno A y otro 0, serán grupo A. Lo mismo con el B. Una persona grupo AB tiene un alelo A y el otro B. Una persona grupo 0 tiene ambos alelos 0. Conociendo el grupo sanguíneo de un niño y de sus eventuales abuelos, podríamos llegar a descartar el parentesco: cuatro abuelos grupos 0 o B, por ejemplo, no pueden tener un nieto grupo A. Es importante remarcar que la ausencia de parentesco puede determinarse con absoluta fiabilidad; es suficiente con encontrar discordancia en un gen. No así su existencia. Allí debemos cabalgar sobre las probabilidades.

Para determinar parentescos con más certeza que la proporcionada por el grupo sanguíneo, debemos evaluar un conjunto de genes cuyos alelos tengan mayor variedad. Si, por ejemplo, un niño y un hombre que sospechamos es su padre comparten el alelo de un gen que se da en 100 variedades distintas con la misma frecuencia (en realidad, hay variedades más y menos frecuentes), entonces la probabilidad de que esto haya ocurrido por azar es sólo una en 100 si la madre no lleva el mismo alelo. Esto significa que si tuviéramos la certeza de que hay 200 personas candidatas, por las circunstancias de sus vidas, a ser el padre, sólo 2 llevarían por azar el alelo en cuestión. Cada uno tendría, por lo tanto, un 50% de probabilidades de ser el padre. El cálculo, en realidad, es bastante más complejo.

En la medida en que miremos genes que presentan mayor variabilidad, mejoraremos las probabilidades. En los 70 y 80, los genes más utilizados eran los que codifican el antígeno de los glóbulos blancos. Allí existen miles de alelos distintos. Además, al igual que con el caso de los grupos sanguíneos, no se necesita mirar directamente el ADN, cosa que entonces no era posible, sino que basta con hacer exámenes de laboratorio en muestras de sangre que identificaran las proteínas producidas. Estas pruebas permitían llegar a un 80% de probabilidad de que un hombre fuera padre de cierto niño, pero la certeza caía drásticamente si se refería a los abuelos.

EL ÍNDICE DE LAS ABUELAS
En 1977 se fundó la Asociación Civil Abuelas de Plaza de Mayo. Una de sus funciones principales es buscar a los cerca de 500 niños secuestrados por la dictadura y devolverlos a sus familias biológicas. En 1982 la entonces presidenta de Abuelas, María Isabel “Chicha” de Mariani, y la vicepresidenta, Estela de Carlotto, visitaron al médico genetista Víctor Penchaszadeh, quien se hallaba exiliado en Nueva York. Le presentaron la imperiosa necesidad de ser capaces de determinar la “abuelidad” de los bebés sustraídos por la dictadura. Él les explicó que, en efecto, era posible adaptar para ello los métodos utilizados para determinar la paternidad. No hubo que esperar mucho tiempo para que, en paralelo, Penchaszadeh y un grupo de científicos, encabezados por Mary-Claire King y Cristián Orrego, publicaran el trabajo que define el “índice de abuelidad”, una cantidad que mide la probabilidad de que una persona sea nieto de uno o más abuelos.

Para esto se utilizan estudios genéticos, que en la actualidad van mucho más allá de los antígenos leucocitarios. Se comparan directamente porciones de ADN; en particular son muy relevantes ciertos fragmentos del ADN no codificante, ya que es posible buscar allí patrones que se repiten de alguna manera característica de modo que, sin afectar las funciones biológicas del individuo, permiten establecer su parentesco con enorme precisión. Se utiliza una batería de herramientas genéticas que incluye también el análisis del ADN mitocondrial, que se hereda sólo por vía materna, del ADN de los hermanos de los desaparecidos para reducir prácticamente a cero la incertidumbre en la identidad de los nietos. Además, se utilizan las probabilidades dadas por las circunstancias, como declaraciones de testigos, documentos encontrados, entre otros.

LA APARICIÓN DE GUIDO
El 5 de agosto, hace pocas semanas, apareció Guido, el bebé que le arrebataron a Laura, uno de los tantos a los que la dictadura argentina intentó despojar de su identidad. Tras casi 37 años de infatigable búsqueda, su abuela Estela de Carlotto, la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, pudo abrazar a su nieto y cerrar una deuda íntima que tenía con su hija. Testigos presenciales escucharon a Laura advertirles a sus esbirros, cuando pedía por su hijo: “Mi mamá no descansará hasta encontrarlo”. Y así fue.

Pero la maravilla de la genética no acaba aquí. En el mismo análisis en el que se determinó que el músico Ignacio Hurban no era otro que el nieto de Estela, también se estableció inequívocamente que la paternidad era de Oscar Montoya. Así, escuchando nota a nota, con la meticulosidad de la ciencia, la sinfonía de la vida, su otra abuela, Hortensia Ardura, también pudo cerrar su historia con la aparición del nieto número 114.

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