Por Álvaro Bisama Mayo 6, 2015

No hay souvenirs de H.P. Lovecraft en Providence. En serio, a lo más unas tarjetas postales más bien tristes. Aun así, las calles están marcadas con su nombre. Los estudiantes de la Universidad de Brown, donde se conservan sus manuscritos, se aprenden los detalles del tour: los sitios donde alguna vez vivió, la casa llena de bajorrelieves marinos que lo inspiró alguna vez, los puentes que cruzó. Lovecraft nunca pudo abandonar del todo este lugar. Ésa fue su condena y su virtud. Su literatura, por fantástica que fuese, es un intento de descifrar a Providence, a este paisaje helado compuesto por casas grandes de madera oscura. Pero acá no hay souvenirs de él y sí poleras de Neil Gaiman. Más allá, lejos del centro y de la universidad, está el Swan Point Cemetery, donde está su tumba. Se trata de un cementerio privado. No hay mucha gente acá, sólo tumbas con banderas norteamericanas que recuerdan soldados muertos y mausoleos sin demasiado ornamento, como si hubiese alguna clase de elegancia en esta sobriedad de piedra vieja. Lovecraft está enterrado junto a sus padres. Las tres lápidas son idénticas. La de H.P. está más lustrada, más cuidada. Un guardia gordo y alto sigue a los visitantes en una patrulla para impedir que tomen fotos. Es intimidante, pero también triste. No hay demasiados recuerdos de las visitas de los fans. No es una peregrinación como en Père -Lachaise ni se siente cómo se hunde el suelo bajo los pies en la Isla de los Muertos veneciana. Lovecraft es recordado sólo por unos pequeños detalles: una uñeta para guitarra eléctrica, unas monedas canadienses, un prendedor perdido. Más allá está el mar. Más allá se acerca una tormenta que predice el fin del invierno de Providence.

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