Por Sebastián Rivas, desde Chicago Octubre 23, 2014

“Llegó el momento de sacar al dinero de la política”. La frase podría aplicarse al contexto actual de Chile, pero el contexto era otro: 13 años atrás, en 2001, y en el Congreso estadounidense. La mayoría de los legisladores esgrimían variaciones de este argumento para apoyar una gran reforma al sistema de financiamiento de las campañas y los partidos que, entre otras cosas, ponía límites sumamente estrictos a la cantidad de dinero que alguien podía donar como tope, consideraba financiamiento público y prohibía cualquier tipo de financiamiento indirecto.

Detrás de la idea había un esfuerzo bipartidista. Los demócratas, que durante décadas habían abogado por una reforma radical al sistema, tenían como aliado al senador republicano John McCain, uno de los más influyentes de ese partido. Juntos, lograron aprobar la legislación y conseguir que el entonces presidente George W. Bush también la aprobara. El modelo, con nuevas restricciones y prometiendo alejar el influjo que tenían los millones sobre Washington, entró en vigor en 2003.

Poco más de una década después, el modelo está sobrepasado y es altamente controvertido. No sólo porque no consiguió el efecto deseado -hoy las campañas gastan muchísimo más dinero que hace diez años, obligando a los candidatos a dedicar más tiempo a recaudar fondos-, sino porque tuvo efectos colaterales no calculados: la proliferación de organizaciones que, sin un lazo directo con los partidos, pueden recibir cantidades ilimitadas de fondos para intervenir en las contiendas políticas con avisos y estrategias de apoyo. Un esquema que, según sus críticos, ha debilitado a los partidos y ha potenciado a grupos más extremos que polarizan el debate.

CAMPAÑAS PARA TODOS LOS BOLSILLOS
“Ya no nos queda nada”. “Estamos perdidos, ándate a tu casa y ríndete”. “Toda esperanza está perdida”. Las risas se acumulaban la semana pasada cuando Jon Stewart, uno de los comediantes políticos más respetados de Estados Unidos, se burlaba en su programa The Daily Show de la avalancha de correos electrónicos con mensajes alarmistas que el Partido Demócrata estaba enviando a su base de datos, sólo con el afán de conseguir donaciones a partir de tres dólares.

Es, de alguna forma, el orgullo de los demócratas: desde la elección en 2008 de Barack Obama, el sistema de financiamiento del partido ha recaído fuertemente en la recolección de cantidades de dinero inferiores a US$ 100 por parte de donantes. Y es la excusa que sus figuras plantean para reclamar contra los republicanos y lo que es, a su juicio, un esquema basado en grandes donaciones.

Sin embargo, a lo que los críticos apuntan es que los propios demócratas han aceptado jugar con las reglas. Un ejemplo: para las elecciones del Congreso que se celebrarán en noviembre, en las carreras senatoriales más apretadas los grupos que apoyan a los demócratas han gastado en torno a US$ 100 millones, cerca de 20% más que los asociados a los republicanos. Y hasta la semana pasada, el propio Obama sumaba 55 eventos de recolección de fondos en lo que va del año; es decir, un evento cada cinco días.

Curiosamente, fue el actual presidente quien marcó uno de los hitos del declive del sistema de financiamiento público de la política, cuando en 2008 decidió no aceptar los US$ 85 millones que le entregaría el Estado si decidía ingresar a ese sistema y no recolectar más fondos por parte de la campaña, pese a que él había apoyado esa idea previamente y a que McCain, su rival republicano, ya había comprometido su participación en el fondo. Con una maquinaria aceitadísima para recaudar donaciones, la maniobra es vista hasta hoy como una jugada clave, que le permitió a Obama tener una ventaja de más de US$ 300 millones en la elección. En 2012, cuando tanto el mandatario como su rival Mitt Romney optaron por la recaudación de fondos, la diferencia se estrechó: ambas campañas sobrepasaron los mil millones de dólares en gastos.

Lo llamativo es que esa cifra, la oficial, no incluye lo que gastaron los grupos externos no asociados a las campañas, denominados comités de acción política (PACs o Super PACs). Creados como una forma de recibir los aportes ilimitados que por ley no podían recaudar partidos ni candidatos, fueron las estrellas invitadas de la contienda de 2012. Un ejemplo: un solo millonario, el magnate de casinos Sheldon Adelson, donó US$ 90 millones a diferentes PACs o Super PACs asociados a Mitt Romney. Aun cuando la norma es que estas agrupaciones no pueden estar en contacto ni coordinarse con las campañas, la verdad es que las más importantes son dirigidas por personas estrechamente asociadas a los postulantes, lo que, en la práctica, deja al espíritu de la ley como letra muerta.

Los demócratas culpan de esto a la Corte Suprema, que en varias decisiones a lo largo de la última década -como la de 2010 en el caso de la organización Citizens United- ha planteado como inconstitucionales puntos de la ley promulgada en 2003 que limitan las donaciones que pueden hacer personas y empresas, equiparando ese derecho con el de la libertad de expresión.

Sin embargo, no parece haber vuelta atrás con el esquema, sobre todo por el creciente costo e inversión en las campañas. Para las elecciones parlamentarias de noviembre, la estimación es que sólo los candidatos y partidos gastarán entre US$ 5.500 millones y US$ 6.500 millones, algo que se ve por estos días en todos los canales, donde la sucesión de avisos pagados -preferentemente para atacar a los candidatos rivales- es la norma en los programas más vistos.

La semana pasada, The New York Times publicó un artículo donde recordaba los 40 años de la Ley Federal de Campañas Electorales, la última gran reforma antes del acuerdo de 2001, que fue construida en respuesta al escándalo de Watergate que obligó a Richard Nixon a renunciar a la presidencia. Tomando el escenario actual, el periódico planteaba una realidad que no es ajena en Chile: que una controversia o polémica en cuanto al financiamiento de los congresistas sería la única forma de cambiar el actual modelo. Y aludía a la frase icónica que se le atribuye “Garganta Profunda”, el informante de los periodistas que destaparon el Watergate: “Sigan el dinero”. “Ése era un sabio consejo en la década de 1970”, planteaba el diario. “Y es aun más sensible estos días, cuando el dinero corre a través de la política estadounidense con la velocidad de una inundación relámpago”.

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