Por Alberto Fuguet, escritor y cineasta Octubre 22, 2014

Era poco probable que la pantalla chica pudiera ganarle a la grande. Imposible, ¿no? Cómo. Sobre todo al comienzo: esos televisores con mala definición, de pocas pulgadas, con no más de dos o tres canales (uno si se trataba de regiones). El cine era el cine. Pero a medida que avanzaron unos pocos años, los estudios de cine tropezaron y pisaron el palito y se compraron esa teoría tan intrínsecamente masculina que sostiene que “mientras más grande, mejor”.

A medida que la televisión fue invadiendo los hogares, las películas se fueron transformando en espectáculos y, si bien hubo decenas de obras maestras (todo David Lean), Hollywood hizo mucha tontera “grande” (mucho ruido, pocas nueces) y, de paso, iba desmantelando su studio system a medida que se sobregiraba. 

Me salto el cine europeo porque ahí está el verdadero mito que enreda todo: la idea que antes todo era mejor. Falso. Es cierto, algunas cintas de Fellini y Bergman y Truffaut llegaron a nuestras pantallas hace más de 40 años, pero si se analizan bien las viejas carteleras ¿cuántas cintas de Rohmer o Bresson o de Dreyer o de Fassbinder en efecto se dieron en los cines locales? Pocas, muy pocas. Hoy, un estudiante de Ovalle puede verse todo la obra de Polanski o Visconti en un fin de semana.

Lo que ocurrió en los 60 está sucediendo de nuevo, pero ahora ya está claro que lo importante está en la pantalla chica. Lo que se exhibe en las pantallas grandes (que ya no son tan grandes y no son esos templos tipo catedrales) no son más que espectáculos para adolescentes o niños (en efecto, ganaron los bárbaros, y el acto de ir al cine es, más que nada, un paseo con previo paso al mall) y las excepciones sin duda confirman la regla (Perdida, de David Fincher, la aparición de la chilena Matar a un hombre).

“Pantalla grande”, a estas alturas, significa una pantalla bastante grande, con sonido impresionante y la idea de lo colectivo, que funciona de maravillas cuando la cinta en cuestión es de género: musical, terror, acción. No cabe duda que un filme hecho por un cineasta con mirada se aprecia mejor en pantalla ancha (de ahí que ciertos festivales aún tengan convocatoria), pero incluso en ese tema específico (ver un filme en grande y con gente) se podría discutir: ¿de verdad la experiencia de ver a Godard o Truffaut o Eastwood debe vivirse en pantalla grande?

Quizás. O sí. Pero entre no ver algo en pantalla ancha y ver mucho en pantalla chica, la opción parece clara. Críticos y cinéfilos quedaron impactados al ver Barrio chino o El padrino o Sin aliento en un cine. Pero también es cierto que la mayor parte de las personas han visto los clásicos en formatos alternativos (pantalla chica) y han sido tocados y remecidos igual. Acaso más.

El goce de los cinéfilos más recalcitrantes de ir a la función de las once de la mañana, ojalá solo y sintiendo que la sala es suya, es algo que ya se está diluyendo. Pero esta experiencia trascendental es la que se ha traspasado, poco a poco, pero ya de forma definitiva, a la pantalla chica.

¿Qué se entiende por pantalla chica? Todo menos el cine: desde plasmas o leds inmensos a celulares y iPads, pasando por televisores de todo tipo y laptops portátiles que pueden estar en la cama o en la cocina o donde quieran. Y si alguien desea ser un tanto más gregario, ahora se puede regalonear, pololear de verdad y hasta otras cosas (¿porno en la cama? ¿o alguna adaptación de Nicholas Sparks que gatille emociones románticas?).

Pero no es sólo un asunto de tamaño. La verdadera revolución no es sólo el acceso a todo lo que se ha filmado (¿alguien desea ver una comedia de los 30?, ¿cine negro?, ¿algo de Tom Cruise de los 80?), o cómo ahora lo que se hace para la pantalla chica (la tele, el cable, Netflix, Amazon, series como la recién estrenada The Affair, por Showtime) no sólo es contenido más adulto, sino que se parece más a lo que se entiende por narración tradicional (sí, son novelas; ya lo sabíamos que rato). HBO recluta la mejor gente para sus series y a veces para filmes de dos horas que los estudios no se atreven a hacer (no por miedo, sino por un asunto de masividad, como fue el caso de The Normal Heart o You Don´t Know Jack, con Al Pacino). Ahora HBO, que es lejos uno de los mejores estudios, entendió que no es necesario sólo estar en el cable, y acaba de anunciar un sistema para que la gente vea el canal -legalmente- vía streaming, en la red.

La pantalla chica permite además VoD (Video on demand) y los sistemas tipo Tivo (que permiten grabar los programas para verlos más tarde) y toda la gama de lo ilegal o semilegal (los torrents y PirateBay). Muchos filmes indie o para adultos ahora estrenan en dos o tres cines “de ladrillos” para tener acceso a la prensa o posibles nominaciones y paralelamente llegan a miles de pueblos perdidos o suburbios lejanos vía el VoD. Para eso están ahora iTunes y Amazon, y ya sabemos que Kevin Spacey prefiere Netflix para su serie de 20 horas que hacer una tontera de 90 minutos para la pantalla grande.

Pero quizás la verdadera razón por la que la pantalla chica está ganando no es tanto la posibilidad de elegir cuándo-cómo-dónde, o incluso las posibilidades cuánticas, sino algo mucho más simple y atávico: poder dominar la narración como se domina un libro.

Así es: así de simple, así de complejo.

Algo que no se puede hacer en el cine es apretar pausa; es quedarte dormido y retomar; es poder rebobinar algo por si no te quedó claro, o te deja hacer otras cosas: contestar llamados, ir al baño, hervir espárragos, hacerte un café. ¿Suena vil? ¿Acaso no se leen así las novelas? La verdadera razón por la que ganó la pantalla chica es porque, tal como ha sucedido por siglos, el espectador se puede sumergir en una narración y navegar a su velocidad. De una, de a poco, a tu medida. Así se lee y ahora así se ve. Increíble que alguna vez se asoció el cine con el teatro. Nada que ver: la experiencia audiovisual se está transformando en una experiencia literaria.

Por fin.

Ya dejó de ser un evento; ahora quizás de verdad puede ser un arte.

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