Por Ana María Sanhueza Octubre 23, 2014

© Maglio Pérez

“Es importante sacar este mito de que la única respuesta posible es la cárcel y que cualquier forma alternativa sustitutiva de cumplimiento implica renunciar a la defensa social o desproteger a las víctimas”.

El incendio de la cárcel de San Miguel del 8 de diciembre de 2010, en el que murieron 81 internos calcinados, reveló una realidad que hasta el momento era prácticamente invisible para la opinión pública: el hacinamiento en los penales chilenos. Pero no sólo eso: también dejó en evidencia que Chile era uno de los países del mundo donde más personas cumplían penas privadas de libertad.

El penalista Juan Ignacio Piña, hoy presidente del Consejo de Defensa del Estado, asumió poco después como subsecretario de Justicia, y desde ese cargo lideró una serie de modificaciones legales destinadas a descongestionar las cárceles, entre ellas las medidas sustitutivas a la reclusión que empezaron a regir en diciembre de 2013, entre ellas la remisión condicional de la pena, la libertad vigilada, la expulsión de extranjeros y el uso de brazalete electrónico.

Hoy de los 100 mil presos que hay en el país, 50 mil se encuentran en las cárceles y 50 mil en sistemas alternativos. Se trata de medidas que aún están en revisión, pues empezaron a implementarse a comienzos de 2014.

-¿Cree que sigue vigente el debate “más cárceles versus penas alternativas”?
-Existe el debate. Ambos son paradigmas de política criminal, pero ninguno de los dos en su estado puro conduce a algún lado.  Al contrario. Por una parte, se trata de conseguir, a través de una racionalización del uso de la cárcel, que en todas aquellas ocasiones en que la única respuesta posible es la privación de libertad, ésa sea la sanción que se aplique versus la utilización de mecanismos alternativos o sustitutivos que permitan reemplazar esa privación por otros métodos que no paguen los costos que tiene la cárcel. Si hay algo que ha pasado en el mundo, es que nos hemos ido dando cuenta que las privaciones de libertad de corto plazo son puro costo. Porque  no producen ningún efecto disuasivo real y, al revés, te comes todos los efectos criminógenos que tiene la privación de libertad. No solamente de sociabilización, porque rompes raíces y redes. También de formación criminal y de estigmatización.

-El paso por una cárcel marca a una persona, independiente de la cantidad de tiempo que se esté dentro de ella.
-Exacto. Por lo tanto, las penas privativas de libertad inferiores a un año han tendido a ir desapareciendo en el derecho comparado. La propuesta de sistema de penas que tenía el proyecto de nuevo Código Penal (que hoy revisa una comisión del gobierno de Michelle Bachelet) también lo consideraba desde esa perspectiva. Y esas son iniciativas que hay que ir observando. Eso implica, entre otras cosas, entender que la cárcel no puede ser la única respuesta a todas las necesidades de prevención con las que nos encontremos. Si hacemos una revisión de nuestra historia en política criminal, tenemos lo que yo denomino el ladrillo y el barrote. Es decir, nuestra única respuesta fue “construyamos más cárceles porque necesitamos más recintos para privar de libertad a la gente”.

-¿Esa es la historia de Chile?
-Si miramos nuestra historia, nos encontramos con una respuesta carcelaria indiscriminada. Y eso implicó que nuestro sistema carcelario estuviera absolutamente sobrepasado y nuestras cárceles con  altos niveles de hacinamiento, con todo el impacto sanitario y en la calidad de vida en los reclusos. Es lo que vimos en la Penitenciaría y en la cárcel de San Miguel. Entonces, cuando llegamos a ese nivel, tuvimos que solucionarlo por ley, a través de un indulto conmutativo.

-¿Hay un antes y un después del incendio de la cárcel de San Miguel?
-No sería justo decir que fue el incendio el detonante de la preocupación del ministro Felipe Bulnes, porque él se empezó a preocupar de la Penitenciaría mucho antes. Incluso, llevó al Presidente de la República antes de que se quemara la cárcel.

-Pero sí evidenció ante el país el hacinamiento.
-Sí, claramente hubo un antes y un después del incendio de la cárcel de San Miguel desde el punto de vista de la opinión pública. Y eso es muy relevante, porque modificaciones de esta naturaleza también requieren de un cierto sustento en el resto de los ciudadanos. Por eso es tan importante sacar este mito de que la única respuesta posible es la cárcel y que cualquier forma alternativa sustitutiva de cumplimiento implica renunciar a la defensa social o desproteger a las víctimas. Esos son mitos  que no conducen a ninguna parte. El incendio de la cárcel de San Miguel no es el detonante, pero claramente es un acicate muy fuerte. Primero nos dimos cuenta que había sentenciados a penas de muy corta duración. Por eso es tan necesario que nosotros demos el giro. Que asumamos que la cárcel es una necesidad. Pero hoy lo que pasa es que, en las actuales condiciones de muchos penales, hay un problema muy difícil de resolver como Estado. Quiero ser muy prudente en las interpretaciones, pero hemos fallado a lo largo de nuestra historia.

-¿Por qué?

-Hay un minuto en la historia en que asumimos que la privación de libertad era la forma de sanción penal más acorde con la dignidad humana. Nos convencimos de eso y dejamos de tener penas infamantes, penas corporales y pena de muerte. Y dijimos: el eje va a ser la cárcel. Pero eso produce ciertos efectos: sacas al sujeto, lo privas de libertad y, al mismo tiempo, lo aíslas. Y el gran problema que hemos tenido, históricamente, es que no hemos sido capaces de conjurar los efectos de ese aislamiento. En nuestras necesidades de reinserción, en muchos casos somos nosotros mismos el problema, pero tenemos que dar un giro y darnos cuenta que la cárcel no puede ser la única respuesta. Es evidente que hay hechos que no pueden ser sancionados si no es privando de libertad. Eso es evidente para delitos graves o para delitos que no son tan graves y se cometen reiteradamente. No hay que tener tampoco una visión abolicionista de la cárcel.

-Hoy varias medidas alternativas están en revisión.
-Si bien han tenido muchas dificultades, es normal que la tengan. Lo que hay que entender es que nosotros estamos permitiendo, con las penas sustitutivas, conseguir sanciones. Porque también son penas, son invasivas. Uno no está acostumbrado a estar ubicado en todo momento en una pantalla y que todo el mundo sepa donde uno está. La gente lo mira como una trivialización, pero no es trivial. Muchas veces también son mecanismos de control de arresto domiciliario.

Es muy importante entender que son penas que sancionan a la gente pero no producen todos estos efectos desociabilizadores. La dicotomía entre cárceles y sistemas alternativos es falsa. Son sistemas que tienen que entenderse integradamente.

-¿Debe haber un cambio cultural?
-Sí. Porque son sistemas integrados y entenderlos binariamente es clave. Por ejemplo, los sistemas de monitoreo telemático la gente los entiende como si fueran un dispositivo que cuando alguien va a cometer un delito, le da una descarga eléctrica. Son sistemas de monitoreo que producen efectos disuasivos pero no tienen la capacidad de impedir delitos. Por eso es muy importante tenerlo presente, porque es posible, y ojalá no pase, que alguien cometa un delito. Gracias a Dios no hemos tenido ninguno hasta ahora. Pero si algún día ocurre, ojalá tengamos la altura de miras para ver que un episodio no puede ser el barómetro de medición del régimen.

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