Por Rodrigo Fresán Enero 3, 2013

Navidad, Reyes Magos y la naturaleza de los juguetes -su precio y grado de sofisticación- probablemente sea el primer contacto que tienen los niños con la diferencia de clases. Nacido en el 63, estoy casi seguro de haber tenido la suerte de que mi infancia haya sido bastante unplugged y que en ella, como en la de tantos otros, dejando de lado el ocasional robot a pilas y el control remoto con cable, reinaran Mis Ladrillos (clase baja), Rasti (clase media) y LEGO (clase alta). La superioridad de LEGO no se cuestionaba: colores más brillantes, un siempre satisfactorio clic cuando se unían los pequeños bloques y -detalle importante- eran mucho más duros de morder y deformar. Y, a la hora del holocausto, ardían mucho más lindo. Pero lo importante era que LEGO (y afines) era un juguete diferente, mutante y mutable y que se reinventaba con cada nuevo entusiasmo efímero o pasión duradera. Los LEGO eran una especie de organismo que absorbía la última película o el último libro y trataba de emularlos aun sabiendo que esto era imposible. Cuando jugábamos con LEGO -intuitivo juguete sin instrucciones, libre albedrío- éramos un poco dioses: creábamos y destruíamos, armábamos y desarmábamos y, cada noche, recogíamos los restos del día y los guardábamos en una caja grande que se iba nutriendo de dosis de pequeñas cajitas. Porque nuestros mayores lo tenían bien claro: regalar LEGO era regalar el universo. Y de un tiempo a esta parte, en un mundo cada vez más electrocutado, LEGO -en problemas financieros- se apuntó con éxito a los video games en desesperadas pero productivas sociedades con el merchandising de Star Wars o Harry Potter o Piratas del Caribe o El Señor de los Anillos. Lo cual es un absurdo: porque la gracia estaba en que lo de afuera acabara siendo legolizado y no al revés. De ahí el nombre con mucho de único e irreversible mandamiento: LEGO proviene del gratificante mandamiento leg godt. Lo que en danés significa: juega bien.

Todo esto no impide que su prontuario -desde su génesis en el taller de un tal Ole Kirk Christiansen en 1932, juguetero revolucionario que entonces se pasó de la madera al plástico- todavía sea magnífico y su poderío casi sin límites: LEGO fue declarado juguete del siglo XX por la revista Fortune, el escritor Norman Mailer todavía conserva intacta la lego-metrópoli que construyó en 1965 y 400.000.000 de niños y adultos (estoy seguro de que Lego es aquello a lo que más juegan, juntos, padres e hijos) comulgan con LEGO cada año. Aun así, las sombras avanzan y el profesor de Ética y Sociología José Miguel Marinas explica: “LEGO es estupendo hasta que hay que recoger las piezas. Con los videojuegos no hace falta hacerlo”. Discrepo: a mí me gustaba guardar los LEGO. Es más: me gustaba que se perdieran piezas debajo de camas y sillones y encontrarlas días después como si se tratara de un tesoro perdido o de un tiempo recuperado. Sostener un indivisible pedazo de LEGO es para mí el equivalente de hundir una magdalena en una taza de té y que todo haga clic. Y para qué les voy a contar lo que siento si lo muerdo.

Dicho lo anterior, resignado al merchandising, no puedo sino celebrar el lanzamiento de la nueva línea de LEGO: Monster Fighters. Casa y castillo embrujado, tren fantasma, zombis, hombres-lobo, Frankenstein y Drácula y la Criatura de la Laguna Negra. Y, también, la variante sci-fi con  y, de nuevo, lo mismo de siempre: nunca volvería a ser niño, pero cómo me gustaría que mi infancia haya tenido juguetes así. Por suerte -coartada perfecta- tengo un hijo de seis años.

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