Por Andrés Gomberoff, académico UNAB Julio 18, 2012

Los primeros días del mes fueron excepcionales en la vida cotidiana de los físicos. Probablemente nunca habíamos sido tan demandados. La familia, los amigos, los medios de comunicación, las redes sociales, todos querían saber qué era ese bosón de Higgs del que tanto se hablaba. Diversas fueron las preguntas, las explicaciones y los enfoques con que se abordó el tema, pero hubo una pregunta que jamás dejaba de ser formulada: ¿para qué sirve todo esto?, ¿tiene sentido gastar casi tres veces el presupuesto anual que Chile invierte en educación para fabricar una máquina (el Gran Colisionador de Hadrones -LHC por su sigla en inglés) que busca una hipotética partícula que debería existir de acuerdo a una teoría formulada en los años 60?

Y la respuesta que casi todos damos es la misma: este hallazgo no sólo significa un tremendo avance cultural para la humanidad, sino que además, en el camino, se ha desarrollado un macizo cuerpo de tecnología y de capital humano avanzado, los que han tenido un enorme impacto en la sociedad y la economía.

En el afán de demostrar la utilidad de lo que hacemos, los científicos solemos dar variados ejemplos de cómo la ciencia básica es importante para la sociedad. Uno clásico: el mismo laboratorio CERN que vio al bosón de Higgs por primera vez, vio también nacer la world wide web. Y antes estaba la mecánica cuántica, una extraña y carismática teoría que permitió parte del desarrollo de computadores personales y de la energía nuclear. Y la glamorosa relatividad de Einstein y su importancia para el desarrollo del GPS. Y antes están las teorías electromagnéticas, la termodinámica o la mecánica, cuyo impacto en nuestras vidas es evidente. En realidad, casi cualquier tecnología que se nos venga a la cabeza depende, en alguna medida, de algún desarrollo científico básico que probablemente jamás soñó sus aplicaciones.

Y aunque todo esto es verdad, hay una mentira escondida en el énfasis. Una que me incomoda. Se trata de esa necesidad que tenemos de hablarle a la gente como si estuviéramos justificándonos o pidiendo más financiamiento para la ciencia a tecnócratas y economistas. Como que la verdad desnuda de aquello que creemos lo más importante no pudiese ser entendida por nadie. 

Como dice esa famosa frase que algunos atribuyen a Richard Feynman, “la ciencia es como el sexo. Tiene ciertas aplicaciones prácticas, pero no es la razón por la que la practicamos”.

Hay una mentira escondida en las explicaciones sobre la importancia del bosón de Higgs. Es esa necesidad que tenemos de hablarle a la gente como si estuviéramos justificándonos. Como si la verdad desnuda de aquello que creemos lo más importante no pudiese ser entendida por nadie.

Lo mejor está por venir

Lo que no se ha dicho lo suficiente sobre el bosón de Higgs es que lo más importante sobre él es lo que aún no se descubre. De hecho, aún ni siquiera estamos seguros de que se trate de la partícula que predice la teoría de partículas elementales llamada “Modelo Estándar”. Es extremadamente probable que, al menos, se trate de algo muy similar, y que de no serlo exactamente, sea algo que cumple, al menos en parte, sus funciones en la teoría. En ese sentido, creo que podemos decir ya con bastante seguridad que el bosón de Higgs ha sido descubierto, y es razonable celebrar. Después de todo, es la culminación de una aventura de búsqueda de 50 años y miles de millones de dólares. Alguien, sin embargo, podría quejarse: bien caro resultó este bosón. Pero depende de cómo se calcule su valor. Y más allá de la tecnología a la que ha dado origen,  la aventura que la mayoría de los físicos esperan recién comienza. Porque encontrar el bosón era, de algún modo, esperable. El Modelo Estándar ya había mostrado demasiados éxitos, y el campo de Higgs es parte central de la teoría. No haberlo encontrado habría sido mucho más sorpresivo, aunque un balde de  agua fría para sus inversionistas. Su aparición justificó en parte la gran inversión, pero lo que ocurra en adelante es lo más importante. Ahora más datos y más experimentos comenzarán a buscar la naturaleza de esta partícula, y mejor aún, de otras que emerjan. Necesitamos cruzarnos con algo inesperado, como el continente con que se cruzó Colón cuando viajaba a Asia con rumbo oeste.

Sucede que al Modelo Estándar lo sabemos incompleto, pues no incluye la fuerza de gravedad. Encontrar una teoría que la incluya es esencial si queremos responder la gran pregunta de la física: ¿cómo nació el universo? Es así como nadie quiere aquí verificar el Modelo Estándar. Necesitamos sorpresas, modificaciones a ese modelo. Se especula sobre dimensiones escondidas, supersimetría y otras cosas, pero se necesita que la naturaleza hable. Y recién ha comenzado a hacerlo en el LHC, una suerte de amplificador de su sutil voz. Aquí esperamos mucho más que un bosón. ¿Vale la pena la inversión? Creo que sí.

¿Cuánto vale el show?

¿Cuánto vale un tango?

Es obvio que la ciencia no sólo tiene un valor asociado a sus aplicaciones tecnológicas. Tiene además un valor intrínseco, el cual suele ser más difícil de apreciar, pero estoy seguro que es el más importante. Podríamos llamarlo su “valor cultural”. Es el que más apreciamos los científicos básicos, pero el que menos solemos subrayar. No me refiero a un concepto etéreo y espiritual, ni a una consigna política progresista. Me refiero a algo muy real y de consecuencias prácticas enormes: sólo valorando correctamente la ciencia podremos crear las políticas públicas que ésta requiere para su desarrollo.

 

El problema de darle un valor cultural a la ciencia es difícil, y dejaré que sea un  economista quien escriba sobre el tema. Pero me aventuro con un ejemplo prestado del arte: ¿cuál es el valor del tango?  Hay consideraciones obvias: el valor de la industria discográfica asociada, el valor de la propiedad intelectual, el turismo que atrae. Eso es el análogo a las aplicaciones tecnológicas de la ciencia. Si le restamos todo eso. ¿Queda algo? Me parece que es obvio que sí (también creo que si alguien piensa que no, es sólo porque no tiene sangre en las venas).  ¿Podemos valorar económicamente eso que queda? Hay muchos artículos académicos que tratan el tema desde distintas perspectivas, pero es obvio que el problema es difícil y no habrá una respuesta única y precisa. Se podría decir, además, que un bien que no puede transarse, por lo que no tiene ni oferta ni demanda, difícilmente podría tener un precio.  Es posible, pero en este caso puedo imaginarme un escenario de ciencia ficción en donde el producto sea transable (en física llamamos a esto un “experimento mental”). Uno al estilo de la película Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, donde sea posible borrar los recuerdos. Imaginemos que un empresario del futuro tenga el poder de borrar e instaurar recuerdos en todos los cerebros del mundo, además de hacerlo en todos los documentos escritos existentes. Sería capaz, por lo tanto, de transar la cultura. De hacer que de un día para otro el tango pasara a ser chileno para todos los habitantes del planeta. Bueno. Ahora el tango tendría valor monetario. El gobierno de Chile podría comprar la satisfacción de ver cómo el icónico baile que protagonizan Al Pacino y Gabrielle Anwar en Perfume de mujer nació en Tocopilla. ¿Cuánto estaríamos dispuestos a pagar? Un caso más cercano es el del fútbol; ¿cuánto vale Alexis Sánchez? Olvidemos su pase, las boleterías de los estadios, la publicidad que hace. Restemos todo eso, ¿cuánto vale lo que queda para el país?  Probablemente mucho. Es la cara sana del patriotismo la que demanda ávidamente toda esta cultura. 

Una cosa es que la ciencia tenga valor intrínseco, y otra muy distinta es que la hagamos con el propósito de construir ese valor. Eso hace que la ciencia o el arte sean muy distintos a una actividad empresarial. La ciencia la hacemos simplemente porque nos gusta hacerla.

El motor de la ciencia

Una cosa es que la ciencia tenga valor intrínseco, y otra muy distinta es que la desarrollemos con el propósito consciente de construir ese valor. Eso hace que la ciencia o el arte sean muy distintos a una actividad empresarial. Los tornillos se fabrican debido al valor que generamos al convertir acero en tornillos. La ciencia no. La ciencia la hacemos simplemente porque nos gusta hacerla (aunque de seguro hay empresarios, quizás los mejores, cuya obsesión por su quehacer los hace funcionar de un modo similar).  Su motor es el mismo de casi toda empresa importante humana y casi nunca encontraremos propósitos razonables que puedan ser analizados en un plan de desarrollo a presentar a un gerente  de operaciones.  Y no me tomen a mal, pero si usted tuviera que rescatar un par de cosas de un cataclismo, o enviarlas al espacio para compartirlas con seres de otros mundos,   ¿elegiría al Jumbo o al “Canto General”? El valor de la cultura es enorme, pero la cultura no se hace con el propósito de crear ese valor. La cultura se hace por placer, por amor, por ego, por llegar antes que otro a un territorio inexplorado, por curiosidad, por azar o por simple obsesión. Es cosa de mirar las biografías de científicos y artistas. El Taj Mahal, uno de los más grandes monumentos arquitectónicos del planeta, fue un esfuerzo de miles de esclavos que trabajaron durante más de 20 años. Todo por el sufrimiento de un emperador tan poderoso como doliente frente a la muerte de su esposa favorita. El LHC es algo muy similar en el más auténtico de los sentidos. Sólo que sin emperadores ni esclavos. Sólo por amor a la naturaleza más que a una mujer. Pero una empresa igual de demente si la medimos con la vara de la ingeniería de gestión de proyectos. Una de un precio aparentemente absurdo, sin fines completamente determinados y sin un claro plan estratégico. Pero es lo notable del amor. Permite que lo inesperado florezca. Lo inesperado, lo nuevo, lo original. Lo más valioso del universo conocido. Y esto no es pura retórica. Es parte esencial de un buen programa de financiamiento de la ciencia.

Porque no hay nada más valioso que lo que no sabemos.

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