Por Andrés Gomberoff, académico UNAB Agosto 4, 2011

-Dale, vamos- dijo Rebeca.

Dale. Vamos.  Lo dijo con voz firme, segura. "Dale, vamos" todavía resuena como un disparo dentro de su cabeza. Es que León no estaba preparado para escuchar esa respuesta. No con esa certeza. No con ese desplante. Le había tomado dos semanas encontrar las palabras precisas y el coraje para llamarla. Tenía preparadas respuestas para una decena de distintas posibilidades. Un complejo árbol de alternativas que le permitiera sacar adelante el objetivo de volver a verla. El tono de llamada rugía amenazante.

-¿Aló?- contestó con esa vocecita dulce que tanto lo conmovía.

-Hola Rebeca, habla León-le dijo tembloroso-. Te quería invitar a comer el viernes… sé que es un poco encima, pero… imaginé que quizás querrías conocer Valparaíso… ¿te acuerdas que me dijiste que nunca habías ido? … podemos ir a cazar una puesta de sol… nos tomamos un pisco sour con unas machas a la parmesana en el Turri… Pero si no puedes, entiendo…

Su torpeza discursiva fue interrumpida por esa sentencia que sorpresivamente vino a salvarle el honor y la autoestima:

-Dale. Vamos. 

León pensaba en lo extraño de su felicidad. Después de todo, su comunicación con Rebeca había sido siempre desde la lejanía. Ahora mismo, ella estaba a más de 15 kilómetros de distancia. La tecnología celular había permitido esta conexión mágica. Tanta emoción era intermediada por antenas y chips de silicio. Pero la cosa era aún más paradojal. Incluso cuando la vio por primera vez. Incluso cuando intercambiaron las primeras palabras. Siempre estuvieron al menos un par de metros alejados, una inmensidad en el universo atómico que los conformaba. ¿Qué los conectaba? ¿Cómo desde su soledad podía abarcar a Rebeca con esa sensación tan satisfactoria de compañía? Absolutamente todo lo que sentía León desde esa distancia tenía su origen en un solo tipo de fenómeno físico: las ondas.

Era una onda lo que se transmitía de un celular a otro, permitiendo a León invitar a Rebeca a pesar de la distancia.  Pero también fue una onda lo que le permitió verla el primer día. La luz, una onda que el Sol emitía generosamente esa tarde,  rebotaba en la sonrisa de Rebeca para entrar luego en los ojos de un León petrificado. También eran ondas las primeras palabras que  escuchó de su boca. Vibraciones del aire que ella provocaba con sus cuerdas vocales, y que viajaban hasta sus oídos.  Todo lo que él sabía de Rebeca provenía de distintos tipos de ondas: de luz, de radio, de sonido. Con esos inmateriales elementos León se había hecho una imagen de ella. Y percibía que ya sabía bastante.

Al menos suficiente como para comenzar a enamorarse.

Buenas vibraciones

Si lanzamos una piedra a un estanque de aguas tranquilas, veremos una onda transmitiéndose a través del agua. Una serie de círculos concéntricos que viajan llevándose la energía del impacto inicial en todas direcciones. Si mira con detención, notará que no hay nada viajando a través del agua. El agua sólo vibra. Aumenta y disminuye su profundidad en cada punto del estanque. Esto es similar a lo que ocurre con "la ola" en los estadios de fútbol. Cada espectador se levanta y se sienta  luego de ver que su vecino hace lo mismo. Ningún espectador debe desplazarse. La profundidad del agua "vibra". No hay agua viajando a ninguna parte.  La cresta de las olas, sin embargo, se desplaza a cierta velocidad. En la conversación telefónica con Rebeca, León contaba con que las ondas de radio que partían de la antena de su  celular se movían  a casi 300.000 kilómetros por segundo.  Podía estar tranquilo. A esta velocidad no hay retraso perceptible del mensaje. Desde que León decía una frase hasta que llegaba a Rebeca no pasaba más de una decena de microsegundos.  El tiempo que ilumina el flash de una cámara de fotos convencional es 100 veces más largo que este lapso. Y, bueno, es que estas ondas se mueven a la velocidad más alta permitida por la naturaleza: la velocidad de la luz. Y esto no es coincidencia. Las ondas de radio que utiliza el teléfono celular son ondas electromagnéticas, al igual que la luz.  Todas las ondas electromagnéticas se mueven, al menos en el vacío, a la velocidad de la luz.

La onda de radio que interceptó el celular de León contenía la información necesaria para que el aparato reconstruyera luego la onda de sonido que había salido de la garganta de Rebeca 15 kilómetros al norte. La misión la terminaba el parlante, que replicaba la voz de ella a algunos centímetros de su oído.

Pero no se confunda. Las ondas de sonido son vibraciones en la presión del aire, de naturaleza muy distinta a la de las ondas de radio electromagnéticas. Ondas al fin y al cabo.

Las ondas suelen ser periódicas. Como las olas del mar, que golpean las rocas a intervalos de tiempo más o menos constantes.  La distancia que separa dos crestas de estas ondas en cualquier momento se llama longitud de onda. En el caso de las olas, ésta puede ser de metros o kilómetros. Las ondas electromagnéticas también pueden tener distintas longitudes de onda. Las de radio son las más grandes, desde decenas de metros, como en el caso de las ondas de "onda larga", hasta unos cuantos centímetros en el caso de las que transportaban ese "dale, vamos" que perturbó tan profundamente a León. Las ondas electromagnéticas milimétricas se llaman microondas, y son muy útiles cuando queremos calentar comida. Más pequeña aún es la radiación infrarroja, y aún más la luz visible. Cuando la longitud de onda es de unos 700 nanómetros, nuestros ojos percibirán luz roja (100 nanómetros son la diezmilésima parte de un milímetro). La luz sigue siendo visible hasta los 350 nanómetros, en cuyo caso nos parece violeta. Longitudes menores no son perceptibles por nuestros ojos.  Primero están los rayos ultravioleta, luego la radiación X y luego las de menor longitud, la radiación gamma. Éste es el espectro electromagnético.

Llamado de emergencia

Fueron principalmente dos tipos de ondas las que permitieron a León hacerse una idea de Rebeca la tarde de su primer encuentro. Ondas electromagnéticas de luz visible que rebotaban en su cuerpo y alcanzaban su retina, y ondas de sonido que viajaban, haciendo vibrar el aire y su tímpano.

Todo comenzó hace 105 años, cuando el inventor canadiense Reginald Fessenden logró perfeccionar la radio lo suficiente como para hacerla útil en la transmisión de música.

Dos semanas después, ondas electromagnéticas de radio que se transmitían entre antenas de teléfonos celulares colaboraron en un nuevo contacto. Si bien es extraño que casi toda la construcción del universo que percibimos sea a través de lo inmaterial del universo ondulatorio, más extraño aún es que de la infinidad de fenómenos ondulatorios que nos rodean, seamos capaces de seleccionar sólo aquellos que nos son útiles. De los múltiples sonidos que llenaban el aire, de todo ese ruido que el mundo le ofrecía, León era capaz de poner atención al que emitían las cuerdas vocales de Rebeca, como si nada más existiera en el universo. El teléfono hizo algo similar cuando hablaron. Había miles de señales al alcance de su antena, pero el teléfono fue capaz de aislar del febril bullicio electromagnético, ese ya legendario "dale, vamos" que a la larga terminaría cambiando su vida para siempre. 

La precisión exquisita con que podemos seleccionar nuestra conversación en el teléfono celular se basa en la misma tecnología que nos permite seleccionar una radioemisora de todas las que nos ofrece el dial. Todo comenzó hace 105 años, cuando el inventor canadiense Reginald Fessenden logró perfeccionar la radio lo suficiente como para hacerla útil en la transmisión de música. Así, la noche de Navidad de 1906 consiguió emitir el aria Ombra mai fù, que abre la ópera Serse de Händel.  Con él nace, además, la tecnología AM (amplitud modulada), que permite usar una pequeña porción del espectro electromagnético para cada transmisión. Así, por ejemplo, el número 720 que caracteriza un canal radial AM significa que las ondas de radio que utiliza para transmitir vibran con una frecuencia de 720KHz, es decir, 720 mil veces por segundo, equivalentes a una longitud de onda de unos 417 metros. Cada longitud de onda es un canal para una transmisión distinta, que el circuito dentro de la radio o teléfono sabrá seleccionar. ¿Pero cómo puede hacerlo?

Arriba del columpio

El funcionamiento de la radio se vino a la cabeza de León el día de la primera conversación. Estaban en un café con un patio donde había columpios. Rebeca se sentó en uno. León permanecía de pie, afirmándose con una mano en una de las cadenas. El sutil balanceo de Rebeca no estaba coordinado con el ritmo de "I will follow you into the dark" que Ben Gibbard, de Death Cab for Cutie, susurraba en los parlantes. Inconscientemente trataba de acelerar el vaivén cuando se acordó de Galileo y de lo absurdo de su aspiración. La frecuencia de oscilación de un péndulo sólo depende de su largo. Imaginó una manilla similar a la de las parrillas que le permitiera levantar un poco a Rebeca y sincronizarla con la música.

El columpio es extraordinario. Podemos, con muy poco esfuerzo, hacer que oscile con gran amplitud. Para esto basta que lo empujemos un rato en sincronía con su frecuencia de oscilación natural. Si no estamos en sincronía, el esfuerzo será grande y no lograremos amplitudes apreciables. Este fenómeno se llama resonancia. La radio es esencialmente un columpio hecho de circuitos eléctricos y, al igual que éste, tiene una frecuencia natural. Una que podemos seleccionar con el dial, que es análogo a la manilla que imaginaba León para cambiar la longitud del columpio. La antena recibe una débil señal eléctrica oscilante, la onda de radio,  que es análoga a León empujando suavemente el columpio. De todas las señales presentes en el aire, la radio amplifica aquella que está exactamente a su frecuencia natural, y ninguna otra. Las demás no producen ningún efecto visible, al igual como León no lo producía sobre el columpio al intentar acelerar su vaivén.

En los teléfonos actuales no hay dial, porque los canales de comunicación son seleccionados automáticamente por el aparato. Pero León ya no piensa en teléfonos ni en columpios. Sigue masticando esas palabras de Rebeca que no puede asimilar. Con los ojos cerrados, ignora por completo la efervescente actividad ondulatoria que desfila a su alrededor. León tiene bloqueadas todas sus antenas. No percibe que, como el agua de una enorme piscina llena de niños, todo sigue vibrando sin pausa. Es que había una sola onda que le importaba. Y era la onda que había tenido con Rebeca. Por varios días, lo único que seguiría resonando en su cabeza era un enorme y definitivo "Dale. Vamos".

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