Por Andrés Gomberoff, académico UNAB Enero 26, 2012

La hoja en blanco se presenta inquisitiva. El editor nos apremia y no sabemos qué contar. No hay ideas. Esta negación de la creatividad nos enfrenta, en busca de temas, a un espacio oscuro y vacío. La nada nos abruma.

Pero desde la enquistada memoria de la última década del siglo pasado, Jerry Seinfeld y George Costanza nos lanzan un salvavidas. Estaban en un bus, hablando sobre los desencuentros de George con cierta mujer. "No hay de qué hablar", se queja. "¿Pero hay, acaso, algo de qué hablar?", pregunta Jerry.

-Bueno… al menos tú y yo hablamos de cómo no hay nada de qué hablar-le contesta

- ¿Por qué no hablas con ella sobre cómo no hay nada de qué hablar?-retruca Jerry.

- Ella sabe que no hay nada de qué hablar.

- Al menos estarán hablando.

Esta sitcom se vanagloriaba de tratarse precisamente de eso: de nada.

Y tal como en el mundo de la comedia, en ciencia la nada es fascinante.

Desde que Gottfried Wilhelm Leibniz la formuló, hace más de tres siglos, muchos coinciden en que la pregunta más importante de la ciencia es ¿Por qué hay algo en lugar de nada?.  Sin embargo, el interrogante no estará bien formulado hasta que no sepamos exactamente qué queremos decir con "nada".  Y con "algo".

El reino de la simetría

Hay al menos dos versiones de la nada. La nada fría, a la que nos enfrenta la voz acuciante del editor. La aludida hoja en blanco. La versión suprema de la ausencia y el orden. Una habitación lóbrega y fría. Vacía e infinita. Ésta es quizás la noción más inmediata que se nos viene a la cabeza. La nada fría es análoga al televisor apagado. Negro y silencioso.

Pero está también la nada caliente. La nada bíblica del Génesis que imaginaron aquellos hombres que vivían en los márgenes del río Éufrates. Una nada amorfa, desordenada, caótica. La apología de la presencia y el desorden. La imagen de un televisor sintonizado en un canal sin señal, con su anarquía de danzantes puntitos blancos y negros. Y un ruido desagradable y uniforme que, en conjunto, nos ofrece la visión más irritante de la nada en absoluto.

Tanto el exceso de desorden -o de entropía, como decimos técnicamente- como el de orden resultan insípidos, aburridos. Ambos extremos merecen, sin apelación posible, la etiqueta de "nada".

La característica principal de cualquier nada es su simetría. Piense, por ejemplo, en un espacio uniforme, infinito, vacío y eterno. Usted puede estar en cualquier parte, en cualquier momento, y no notará la diferencia. Tampoco podrá determinar el instante de tiempo en el que se encuentra, pues todo momento es equivalente, dada la eternidad hacia el pasado y hacia el futuro. Pero hay más. No podrá tampoco discernir respecto de la dirección en la que mira. Serán todas equivalentes.

Si ahora introducimos una partícula dentro de este vacío, una impureza inmóvil, romperemos de inmediato parte de la simetría original. Quedará, por una parte, la simetría temporal, ya que todos los instantes de tiempo siguen siendo equivalentes. También quedará la simetría rotacional, pero sólo en torno a la partícula, ya que todas las direcciones son equivalentes si se observa el espacio desde ella. Podremos determinar a qué distancia de la partícula estamos, pero no la dirección respecto de ésta. La ruptura de la simetría es señal inequívoca de la presencia de "algo". La simetría majestuosa de la nada se ve mancillada, mermada, por la inoportuna existencia de algo.

La nada caliente

Una gran simetría es característica típica, pero no necesaria, de lo que se conoce como el "vacío". Éste es el estado de menor contenido energético de cualquier sistema físico. Para adentrarnos en la etiología de la nada, en su versión primigenia, es mejor retroceder unos 13.700 millones de años, algunos instantes después de la gran explosión que dio origen al universo, y visitar la nada caliente y su simetría invulnerable.

Durante una ínfima fracción de segundo después del Big Bang, el universo era extremadamente caliente. Un amasijo uniforme de partículas elementales y sus interacciones. La agitación térmica es siempre sinónimo de simetría, puesto que cualquier estructura que llegue a formarse al azar, cualquier lugar o dirección preferencial, se desvanecerá rápidamente debido a las fluctuaciones aleatorias. El estado del universo primigenio es la versión más acabada de la nada caliente. Su simetría es máxima, pero no como fruto del orden perfecto. Es  más bien el desorden perfecto.

La energía de la nada, a la que se suele denominar energía oscura, representa el 74% del contenido energético del universo. Nada despreciable. Somos nada o, para ser más precisos, casi tres cuartos de nada.

Una forma cotidiana de este fenómeno la podríamos encontrar en los fragmentos de magnetita que emanan del Cordón del Caulle en estos días. Esta piedra mineral, como comprobó hace algunos milenios el pastor Magnes al caminar sobre ellas con sus zapatos remachados con clavos de hierro, una vez fría se comportaría como un imán. Al emerger de la fisura del cordón volcánico, en cambio, la magnetita está caliente y sin sus poderes magnéticos. Esto ocurre porque el imán puede pensarse como una enorme colección de pequeños imanes microscópicos. A altas temperaturas, la agitación térmica produce una orientación aleatoria de éstos, cancelándose unos con otros. Aun siendo algo, esos guijarros del Caulle son un ejemplo sencillo de la nada caliente.

La nada fría

En su expansión, el universo se ha ido enfriando hasta alcanzar su temperatura actual, poco más de dos grados por encima del cero absoluto. La nada ardiente de los orígenes transmutó en todo lo que observamos. De la quietud que permitió el descenso de la temperatura, pudo surgir también la nada fría, esa que podemos ver, por ejemplo, en las enormes regiones solitarias del espacio intergaláctico. Pero el vacío frío es sólo aparente. La mecánica cuántica nos muestra que es imposible extraer toda la energía de un sistema físico. Hay cierta efervescencia mínima que siempre estará presente en el vacío. Un burbujeo microscópico que es, en principio, respetuoso de las simetrías del vacío, pero que en ocasiones puede llevarlo a adoptar una estructura asimétrica. Un empujón cuántico que rompe la uniformidad de la nada y permite que fenómenos interesantes sucedan cuando intentamos extraer el máximo de energía de un sistema físico.

Pensemos nuevamente en el pedrusco de magnetita que yace a metros de la orilla del lago Ranco. Podríamos pensar que, al enfriarse y aplacarse la agitación térmica, los imanes microscópicos tenderán a quedar, en algún momento, inmóviles pero con direcciones aleatorias. Pero lo que ocurre en realidad es distinto. Los imanes microscópicos dejan de estar a merced del zarandeo térmico y comienzan a percibir la interacción magnética de sus vecinos. Y tal como una brújula se orienta con el campo magnético terrestre, prefieren alinearse unos con otros.

La simetría de la nada caliente no permitía la existencia de alguna dirección preferencial hacia donde estos microimanes apunten. Sólo una vez que el azar encuentre a un número suficiente de ellos mirando en una dirección dada, la simetría se romperá para siempre, provocando el alineamiento del resto de los magnetos. Los pequeños campos magnéticos de cada uno colaborarán en la creación de un campo que podrá ahora apreciarse macroscópicamente.  Éste,  que a priori podía tener una orientación arbitraria, adoptará una bien determinada, rompiendo la simetría original. La magnetita se habrá convertido en un imán.

El efecto es similar al que ocurre en una mesa circular en la que ninguno de los comensales sabe si le corresponde el pan que se encuentra a la izquierda o a la derecha. Mientras ninguno de ellos eche mano de su mendrugo, las dos alternativas son igualmente probables. En cuanto el menos paciente de ellos toma una decisión, condena a la totalidad de la mesa a una opción inequívoca.

El lugar de la nada

La nada cuántica burbujea, viva, inquieta. Pares de partículas se crean fugazmente en la nada, para luego de una breve vida volver a desaparecer en ella. Y no se trata sólo de especulaciones teóricas. La energía de la nada se puede medir. Fue el físico holandés Hendrik Casimir, quien predijo en 1948 que la energía de la nada podía provocar una pequeña fuerza entre dos placas metálicas cercanas, fenómeno que fue confirmado inequívocamente en experimentos medio siglo después.

Hoy sabemos que la energía del vacío del universo es la responsable de su expansión acelerada. La demostración experimental de este hecho fue premiada con el Premio Nobel de Física hace pocos meses. Esta energía de la nada, a la que se suele denominar energía oscura, representa el 74% del contenido energético del universo. Nada despreciable. Somos nada o, para ser más precisos, casi tres cuartos de nada.

¿Por qué hay algo en lugar de nada? La nada es simetría perfecta y es necesaria la imperfección para que el universo sea más interesante que un canal de televisión fuera de sintonía. Es que la vida, la biología, la naturaleza, aborrecen lo perfecto. La ruptura de la simetría es necesaria, además, para que se produzca el parto supremo, el del espacio y el tiempo, y las leyes que los gobiernan.

Sin embargo, el universo es dialéctico y si bien necesita algo, cuando menos una imperfección a la que denominar vida, precisa también de la nada. Y las proporciones son escandalosas. Tres partes de nada por cada parte de algo. Nadie habría esperado nunca que la nada fuera el escenario fascinante en que algo debiera tener lugar.

Bueno, casi nadie: en la misma Nueva York de Seinfeld y Costanza, en el verano de 1979, David Byrne y Jerry Harrison le escribieron una canción al cielo: "Heaven, heaven is a place, a place where nothing, nothing ever happens". El cielo, como intuyeron los Talking Heads, es un lugar donde la nada acontece.

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