Por Andrés Gomberoff, académico UNAB Septiembre 29, 2011

No es difícil asignarle un papel al neutrino en el montaje de la ópera de las partículas elementales. Renuente a la fama, ensimismado y autista, al neutrino le sienta de maravillas el papel de ermitaño. A un costado del escenario, buscando pasar desapercibido, no lleva bien haberse convertido en la partícula del momento. Todos caen rendidos ante lo que parece querer decir desde su exasperante mutismo. No es para menos. La semana pasada, científicos del experimento Opera (siglas para Oscillation Project with Emulsion-tRacking Apparatus) anunciaron observaciones que indican que estas partículas se moverían a una velocidad mayor que la de la luz en el vacío. Esto no es un detalle menor. De ser cierto, podría transformarse en un descubrimiento seminal de la historia de la ciencia. Todo porque una de las teorías fundamentales de la física, la relatividad especial de Einstein, nos dice que nada puede moverse más rápido que la luz.

Pero no hay que alarmarse. Para empezar, debemos mantener el escepticismo vivo. Tal como hace poco ocurrió con la evidencia de vida basada en arsénico o con la fusión nuclear fría, la ciencia en ocasiones erra en sus interpretaciones o pasa por alto fuentes de error en los experimentos (aunque, hay que decirlo, esto se ve bastante más serio y cuidadoso que el caso de la vida en arsénico). Como sea, para poder determinar si la del neutrino es una ópera seria o bufa, habrá que esperar más evidencias. Más experimentos.

Pero el neutrino, ya se ha dicho, es elusivo. Apenas interactúa con la materia. Nos suele atravesar como si nosotros y el planeta entero no fuéramos más que una etérea y fantasmagórica imagen suspendida en el universo. Por esto requerimos enormes detectores, que aumenten la probabilidad de que alguna interacción tenga lugar. Los enterramos en las profundidades de la tierra, donde sólo ellos pueden llegar y dejar una impronta de su presencia. Nuestra ópera tiene lugar bajo los 1.440 metros de roca de la montaña Gran Sasso, en los Apeninos centrales de Italia. Pero no comenzó allí.

Desde que el telón se alzó por primera vez en la ópera de las partículas elementales, el neutrino usó todos los artilugios imaginables para pasar desapercibido y dejar que los focos del estrellato se destinaran al electrón, al protón o algún otro miembro de la distinguida familia atómica. Confundiendo en más de una ocasión a los científicos, quizás para preservar su existencia ascética, el neutrino jugó desde los márgenes del escenario un papel central en la física contemporánea, y fue probablemente la llave de muchos de sus misterios más insondables. Para aquellos que nos entretuvimos escuchando al tenor y a la soprano, vale la pena desempolvar la parte del guión que, silenciosa pero significativamente, desempeñó el apocado neutrino.

Debemos mantener el escepticismo vivo. Tal como hace poco ocurrió con la evidencia de vida basada en arsénico o con la fusión nuclear fría, la ciencia en ocasiones erra en sus interpretaciones o pasa por alto fuentes de error en los experimentos.

Primer acto: El ladrido que no tuvo lugar

¿Puede ser la ausencia de un hecho una pista? El descubrimiento del neutrino es un ejemplo en la historia de la ciencia, pero el ingenio de Arthur Conan Doyle fue capaz de urdir esta posibilidad 40 años antes.  En "Resplandor de plata", el inspector Gregory, de Scotland Yard, le pregunta a Sherlock Holmes: "¿Existe algún otro detalle sobre el que desee llamar mi atención?". "Sí -contesta Holmes-,  le invito a reflexionar acerca del curioso incidente del perro aquella noche". Visiblemente sorprendido, el inspector atinó a señalar "Pero... ¡si el perro no hizo nada esa noche!". Los ojos de Holmes se entrecerraron dando paso a una demoledora sentencia: "Ése, precisamente, es el incidente curioso".

 En aquellos días, del otro lado del canal de la Mancha, la joven Marie Curie, rechazada en la Universidad de Cracovia por ser mujer, obtenía en la Sorbona los grados de matemática y física. Algunos años después, junto a su marido Pierre, mostraría que uno de los tipos de radiactividad, la radiación beta, no era otra cosa que la emisión de electrones por parte del núcleo atómico. Éste, recordemos, está compuesto por protones (de carga eléctrica positiva) y neutrones (eléctricamente neutros). La masa de estos constituyentes es casi idéntica y cerca de dos mil veces mayor que la de los electrones (de carga eléctrica negativa) que orbitan alrededor del núcleo. El neutrón es ligeramente más pesado, poco más de un uno por mil de diferencia. La radiación beta, precisamente, se produce cuando un neutrón se convierte en un protón emitiendo un electrón. La carga eléctrica se conserva en el proceso.

Uno de los principios sagrados de la física es el de la conservación de la energía. Éste lleva, irremisiblemente, a que el electrón emitido deba tener una energía fija y predeterminada. Sin embargo, no es esto lo que ocurre: la energía del electrón emitido varía dentro de un espectro continuo. ¿Se debía echar por la borda el principio de conservación de la energía? Difícil estar dispuesto a semejante alternativa. Dejando de lado a la radiación beta, todos los experimentos verifican la validez de este principio. Niels Böhr, padre de la física cuántica, remedando la perplejidad del inspector Gregory en la búsqueda de una pista elusiva, propuso una hipótesis desesperada: la validez restringida del principio de conservación de la energía. ¿Habrá que proponer por estos días, tal como lo hizo Böhr, una versión restringida de la relatividad de Einstein?

Confundiendo en más de una ocasión a los científicos, el neutrino jugó desde los márgenes del escenario un papel central en la física contemporánea, y fue probablemente la llave de muchos de sus misterios más insondables.

El brillo intelectual del físico austríaco Wolfgang Pauli era proverbial. Einstein dijo que entendía mejor la teoría de la relatividad tras leer la explicación que Pauli escribió sobre ella. Admiraba a Böhr y a tantos otros colegas que parecían dispuestos a poner una mácula en el principio de conservación de la energía. No obstante, probablemente pensara para sus adentros lo mismo que Sherlock Holmes del inspector de Scotland Yard. Todos parecían pendientes del electrón emitido. Cuando una partícula emerge de un proceso deja una señal en los detectores. Ése es su ladrido distintivo. Lo notable, lo que podría dejar a la luz el crimen casi perfecto, es la ausencia del ladrido. ¿Acaso, se preguntó Pauli, había en esta historia un perro enmudecido, una partícula que pasara desapercibida?

En diciembre de 1930, Pauli dirigió una carta a sus colegas reunidos en Tübingen. "He dado con un remedio desesperado para salvar al principio de conservación de la energía. Me refiero a la posibilidad de que pudieran existir en el núcleo partículas eléctricamente neutras, de masa muy pequeña", que sean emitidas junto a los electrones. Pero ¿cómo no se habían detectado estas partículas en los experimentos? ¿Debía interpretarse la ausencia de su huella en los detectores como una pista? ¿Se trataría del perro que no ladró cuando todos lo esperaban? La carta concluía de manera enigmática: "Sólo el que persevera triunfa. Entonces, querida gente radiactiva, vean y juzguen".

Ópera del neutrino en dos actos

Ni Pauli ni sus colegas tenían claro por qué estas partículas resultaban inmunes a la detección. En 1934, Enrico Fermi escribió la primera teoría del decaimiento beta y denominó neutrino a la partícula de Pauli. Su existencia recién fue confirmada experimentalmente en 1956 por Frederick Reines y Clyde Cowan, dos años antes de la muerte de Pauli. Al recibir la noticia, por cierto, éste respondió con un escueto telegrama "Gracias por el mensaje. Todo llega para aquel que sabe esperar". Probablemente no alcanzó a apreciar que, emulando al célebre detective londinense, convirtió un mudo ladrido en un susurro de la naturaleza.

Intermezzo: Newton y la manzana de neutrinos

Albert Einstein decía que a los 16 años le surgió la idea de alcanzar un rayo de luz. Correr hasta encontrarse con la luz congelada a su lado. Esto le parecía tan extraño como imposible. Decía que estos pensamientos adolescentes fueron el origen de lo que terminó siendo la teoría de la relatividad. Su primer principio fundamental es que las leyes de la física se ven idénticas desde cualquier laboratorio que se mueva a velocidad constante respecto de cualquier otro (sistemas inerciales). En la jerga científica, se dice que la física preserva la simetría de Lorentz. El segundo principio es que la velocidad de la luz es la misma para cualquier observador.

Una consecuencia de la teoría es que una partícula capaz de superar la velocidad de la luz podría viajar al pasado. Esto no nos gusta, entre otras razones, porque podríamos comunicarnos con nuestra abuela en 1932 y convencerla de que no vale la pena aceptar la invitación de ese joven pícaro que a la postre será nuestro abuelo. Y si no se llegaran a conocer, nuestra propia existencia se transformaría en una contradicción. La posibilidad de contactar con el pasado rompe con la predictibilidad de las teorías científicas. ¡Una manzana de neutrinos podría golpear la cabeza de Isaac Newton aun antes de desprenderse del árbol!

Si queremos preservar la causalidad en la física, y al mismo tiempo creemos correcto el experimento y la interpretación de Opera, debemos concluir que la física de neutrinos no puede respetar los postulados de la relatividad. Teorías de este tipo, que violan la simetría de Lorentz, existen desde hace tiempo en el cajón de sastre de la física teórica. Por ahora son especulaciones que se utilizan, con mayor o menor éxito, en el intento de explicar la materia oscura o para explicar otras propiedades exóticas de los neutrinos. Una de las más llamativas, de hecho, es la razón de ser original del experimento OPERA: el estudio de las así llamadas oscilaciones de neutrinos. Resulta que estas partículas vienen en tres sabores: electrónicos, muónicos y tauónicos. Durante algunas décadas se dio por sentado que se trataba de tres partículas distintas, que sólo compartían el hecho de no tener masa. Pero a los hechos y milagros de los neutrinos se les aplica la máxima del tango, "todo es mentira". Los huidizos e irritantes neutrinos no sólo tienen masa, sino que cambian de identidad sin previo aviso, oscilando de una a otra como si vivieran en un perpetuo carnaval.

¿Hay un error experimental que no se ha identificado? ¿Una interpretación equivocada? Es lo más probable. No obstante, la presentación de estos resultados pasó su primera prueba al salir indemne de una expectante conferencia en el auditorio del CERN.

Segundo acto: Finale trágico

Para medir la velocidad de los neutrinos, los científicos de Opera miden el tiempo que éstos demoran en viajar los 732 km que separan, en una línea recta por el interior de la corteza terrestre, a la fuente de emisión -en el CERN, en la frontera franco-suiza- del detector, bajo la dura roca del Gran Sasso. De acuerdo a los investigadores del proyecto, la distancia ha sido medida con un error menor a los 20 cm, utilizando la más moderna tecnología GPS.

Los tiempos son medidos utilizando relojes atómicos que pueden resolver intervalos de hasta 10 nanosegundos (la cien millonésima parte de un segundo). El experimento parece indicar que en su carrera los neutrinos llegan 60 nanosegundos antes que lo que demoraría la luz en recorrer el mismo trayecto en el vacío, adelantándose unos 18 metros. Esto es, la velocidad de estos neutrinos sería cerca del 0,002% mayor que la de la luz. En el trayecto, remedando la facilidad con la que Usain Bolt gana en las distancias cortas, a los neutrinos muónicos que salen del CERN les da tiempo de convertirse en tauónicos, justo a la medida de los detectores diseñados en Gran Sasso.

¿Hay un error experimental que no se ha identificado? ¿Una interpretación equivocada de lo que ocurre? Es lo más probable. No obstante, la presentación de estos resultados pasó su primera prueba de fuego al salir indemne de una expectante conferencia en el auditorio principal del CERN. Quizás no había allí nadie atento a las pistas silenciosas que Holmes nos enseñó a tener en cuenta. Sea lo que sea, la ópera de los neutrinos superlumínicos parece destinada a capturar la atención del mundo científico por un buen tiempo.

No deja de ser irónico que la partícula elemental menos interactuante de cuantas conocemos sea aquella que nos tuvo a punto de tirar por la borda el principio de conservación de la energía y ahora, varias décadas después, la relatividad especial y la simetría de Lorentz. Nos aventuramos a confiar en que un error sistemático sea detectado pronto y podamos seguir disfrutando de la belleza indómita y centenaria de la teoría de la relatividad. De no ser así, contamos con una posibilidad inquietante: la de poder regresar del futuro a su debido tiempo para borrar estas líneas y no dejar huella de nuestra fallida predicción.

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