Por Por Pablo Ortúzar Madrid, investigador Instituto de Estudios de la Sociedad Diciembre 1, 2017

El Frente Amplio es un conglomerado heterogéneo de movimientos de izquierda mayoritariamente de origen universitario, cuya quilla es Revolución Democrática. Y también la maquinaria político-electoral mejor diseñada de la actual política chilena, desde donde saldrán, probablemente, muchos representantes y futuros gobiernos.

En primer lugar, son hijos del Crédito con Aval del Estado (CAE). El año 2005, cuando se promulgó el CAE, había en Chile 636.533 estudiantes universitarios; el 2010, 903.909, y el 2016, 1.168.901. El FA se compone de decenas de grupos que operan como captadores de apoyo a nivel universitario, con un abanico que va desde el anarquismo a la socialdemocracia, y que luego los hace converger en un solo corral. Y la política universitaria nunca había sido más importante que hoy, cuando cientos de miles de personas de clase media ingresan a ella por primera vez, siendo al mismo tiempo una gran esperanza y una carga para sus familias, ya endeudadas por otros motivos. Hay miedo ahí. Razonable inseguridad. Y el FA capta a esta clientela levantando la bandera de la gratuidad, por un lado, y dando cauce al radicalismo adolescente de los estudiantes, por otro. La película completa está en The elusive revolution, de Raymond Aron.

Así, uno de los grandes aglomerantes del FA es el interés. Interés vinculado al miedo económico de las clases medias que acaban de acceder a la universidad, capitalizado por dirigentes de izquierda. Por eso, lo primero que demandaron a Guillier fue condonar la deuda del CAE. En algún sentido, el Frente Amplio es una especie de sindicato universitario. Los nuevos estudiantes y sus familias son harto más que un millón de votos: negocio redondo en un contexto de voto voluntario (algo que Ossandón, desde su populismo patronal, también percibe). El costo, por supuesto, ha sido dejar de lado a los más pobres, que hoy son pocos y malos votantes, y también renunciar a corregir la desigualdad donde se produce, que es en la primera infancia (que tampoco vota).

La quilla del FA, como dijimos, es Revolución Democrática. Partido de élite, anclado en la Universidad Católica. Ellos proveen de visión y dirección política, redes y cuadros técnicos al conglomerado. Son la gerencia del movimiento. Una vanguardia acomodada convencida de que Chile debe avanzar hacia un modelo político escandinavo. Hijos de Becas Chile: liberales igualitaristas y progresistas posgraduados en universidades anglosajonas. Tecnócratas racionalistas top-down que aspiran a liberar a los individuos desde el Estado. Una especie de egoísmo colectivo. Nada de “comunitarismo”, como pensó Carlos Peña.

El FA se compone de decenas de grupos que operan como captadores de apoyo a nivel universitario, con un abanico que va desde el anarquismo a la socialdemocracia, y que luego los hace converger en un solo corral.

También han recogido más gente en el camino. Especialmente a los golpeados “jóvenes de la transición”. La izquierda “The Clinic”, de entre 40 y 50 años, hija de los próceres de la Concertación. Gente que se ilusionó con, por fin, matar al padre a través de los nietos.

La raigambre universitaria del FA les ha permitido, además, cierto puritanismo propio de quienes no trabajan ni pagan cuentas. “No al lucro” tiene un eco calvinista. Pureza que se conserva al saltar directamente de las salas de clases a las del Congreso. Manos no sólo limpias, sino vírgenes. Esto genera roces con la generación del “destape”, pero rinde mucho en un contexto en que la mayoría cree que toda la clase dirigente es corrupta. Así, ejercen un liderazgo moral muy afín a las redes sociales.

Han confluido, además, con otros grupos de interés. Aquí sin mucho puritanismo. Personajes truchos como Luis Mesina y Esteban Maturana, les permiten ir sumando “sueños de gratuidad” y ampliar y diversificar la cartera de clientes. El presupuesto no es infinito, pero en ponerse en la fila no hay engaño (pero sí votos).

Programáticamente, su propuesta ha terminado siendo una inflación ilimitada de derechos cuyo contenido y forma de realización queda en manos de la autoridad política, una expansión indiscriminada del poder y la infraestructura estatal, una asamblea constituyente para asegurar esa expansión y una agenda expropiatoria contra “los ricos”. “Acabar con el neoliberalismo”, le dicen. Para entender la dirección de esta agenda hay que leer La razón populista, de Ernesto Laclau; Neoliberalismo con rostro humano, de Fernando Atria; Perfilar la nueva sociedad desde las luchas actuales, de Carlos Ruiz, y Hegemonía y estrategia socialista, de Laclau y Chantal Mouffe. Googlee no más.

La mayoría, por último, no son chavistas, aunque no condenen al chavismo, que ven como un primo pobre. Por eso se ríen de Érika Olivera cuando dice que siguiéndolos podríamos terminar en Venezuela. Ellos piensan más bien en Noruega y Finlandia. Sin embargo, nunca explican por qué sería más probable, a partir de sus recetas, convertirnos en un país nórdico que en otro Estado benefactor fallido latinoamericano.

Después de todo, el clientelismo con las clases medias no tiene un muy buen prontuario, tal como ilustra el desdesarrollo argentino que celebraba Laclau desde su cómoda y lejana casa en Londres.

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