Por Rodrigo Ruiz. // Militante Movimiento Autonomista Valparaíso. Agosto 29, 2017

Vivimos una crisis de proyectos. La enorme caída de la economía global que viene produciéndose al menos desde 2008, no encuentra en las élites gobernantes una propuesta de salida medianamente plausible. Se trata de un incremento de lo que el sociólogo alemán Wolfgang Streeck llama los tres jinetes apocalípticos del capitalismo contemporáneo: estancamiento, deuda, desigualdad. Todo ello en el marco de una disolución cada vez más clara del viejo vínculo entre capitalismo y democracia que en el siglo XX alcanzara especial brillo en el periodo keynesiano. Efectivamente, se siguen celebrando elecciones, en muchos lugares se respetan los derechos de los opositores y hay permisividad a la expresión en medios de comunicación, pero mientras se expande el régimen neoliberal, el problema del reparto de la riqueza se elitiza y se vuelve cada vez más carne de especialistas y menos de acción colectiva. La suerte de millones y millones de personas depende cada vez más de las decisiones de ejecutivos de bancos centrales y ministros que actúan en espacios impenetrables. Bajo el neoliberalismo, en suma, la democracia se vuelve cada vez más ficticia y goza de una decreciente legitimidad.

Ante un contexto nacional en que esa realidad se expresa con especial claridad, el Frente Amplio busca su sentido histórico en el quiebre y salida del ciclo histórico neoliberal. Pero aceptar ese desafío implica aceptar una fuerte interpelación a nuestra capacidad proyectiva y nuestro desarrollo intelectual. Y más, a la realidad social que terminaremos expresando, que en definitiva dibujará los bordes y la orientación de nuestros contenidos programáticos.

En términos de lo segundo, la votación en las pasadas primarias nos pone como desafío a un amplio sujeto social: esa franja construida por el neoliberalismo bajo la expectativa de un mejoramiento de la situación económica personal, cuyos antecedentes se encuentran en sectores populares tradicionales, que sin embargo ya no se reconocen en ellos, y que expresan identidades típicamente neoliberales: el emprendedor, el empresario de sí mismo que vive la vida como una carrera ascensional permanente. Nuestra hipótesis es que el Frente Amplio convoca poco allí, y que por más que en esos sectores se encuentren altos niveles de frustración y decepción con las promesas del modelo, no los atraen los nuevos liderazgos políticos, provenientes de segmentos medio altos tradicionales, que dirigieron las movilizaciones del 2011 y 2012. De modo que no es cuestión que se resuelva con estrategias comunicacionales. El problema exige persistir en la lectura de la transformación operada desde los años 70, que nos conduzca a un cierto perfil de los sujetos actuales (lo que solo se logra, de paso, estudiando, pero sobre todo conviviendo allí), lectura inevitablemente realizada a partir de las alianzas sociales, los entornos culturales y las confluencias políticas que engrosen el Frente Amplio.

Pero, ¿desde dónde elaborar aquellas lecturas? ¿Acaso enfrentaremos el neoliberalismo desde el viejo liberalismo (más allá de lo legítimo que sería enarbolar esa idea)? ¿Acaso quedará atrapada la izquierda en esa especie de límite autoimpuesto de su imaginación? Ejemplos hay varios: una idea de subjetividad definida desde la ética kantiana, el recurso a un filósofo como John Rawls para pensar la desigualdad social, las bases de la crítica a los problemas de la democracia en América Latina, un discurso económico que bandea entre la nostalgia keynesiana y la idea de un “estado emprendedor” –que según explica Mariana Mazzucato, economista de moda–, no es otra cosa que convertir al Estado en un agente creador de nuevos mercados. En fin, el neoliberalismo parece obligar a una izquierda otrora marxista a centrarse en la cuestión de los derechos, aun cuando Marx decía que “el reconocimiento de los derechos del hombre por el Estado moderno no tiene otra significación que el reconocimiento de la esclavitud por el Estado antiguo”, y que esas libertades “no le liberan de la tarea de tener que ganarse la vida, pero le acuerdan primero la libertad de trabajo”, en labores de las que, es bastante obvio, se beneficia harto poco. Consecuentemente, pensaba que los llamados “derechos universales” no son otra cosa que el reconocimiento del interés privado, de modo que su idea de la emancipación suponía una crítica radical al programa de esos derechos que a menudo agotan la terminología de los liderazgos actuales.

No es cuestión de grado, es cosa de rumbo. No es, por cierto, que la candidata presidencial o el Frente Amplio sean más o menos marxistas, y es evidente que la recuperación de cada derecho conculcado significa un avance en nuestra situación actual y constituye un legítimo motivo de lucha. Pero asimismo persiste la interrogación por los contenidos que nos definen, especialmente si miramos más allá de 2017, especialmente si observamos los procesos latinoamericanos, sus ciclos, sus dificultades, sus fracasos. El pensamiento feminista, la crítica a la modernidad occidental que ha fecundado en el sur del mundo, la relación con el pensamiento y las prácticas del mundo indígena, las propuestas del marxismo contemporáneo, entre otros horizontes que hoy elaboran la emancipación y la libertad; pero sobre todo la extensión y profundidad del régimen neoliberal, exigen de una fuerza que se propone superarlo una capacidad crítica que vaya bastante más allá, por así decir, de Rousseau o Keynes.

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