Por Gonzalo Cordero M. Mayo 12, 2017

El ex presidente tiene el desafío de salir exitoso ante las dificultades de una realidad que es muy diferente de la que ha vivido cualquier otro político en el último cuarto de siglo. Estamos en un cambio de ciclo: llegó a su fin el pacto social cristiano-socialdemócrata; emergió una izquierda radical, el Frente Amplio; y se configuró una dinámica social marcada por un escepticismo que ha debilitado toda forma de autoridad.

Hay una creciente fragmentación de los grupos y símbolos de poder; las dos almas que coexistieron en la Concertación están buscando, cada una, su propio destino, lo que probablemente gatillará fracturas al interior de los partidos. No parece viable que puedan seguir coexistiendo visiones tan disímiles como las de Aylwin y Provoste en la DC o las de Harboe y Girardi en el PPD.

El gran activo que tuvo la Concertación fue su capacidad de ofrecer una alternativa de gobernabilidad sobre un pacto que concitaba adhesión popular, mantenía el modelo de desarrollo y se ajustaba en lo esencial al sistema institucional legado por los militares.  Frente a eso, la UDI y RN aparecían como mejor opción para ser oposición que gobierno.

Lo que abre el escenario para un actuar irresponsable es que a los otros postulantes sólo les importa quedar segundos en la primaria que, para ellos, es la elección final. Los sistemáticos ataques personales del senador Ossandón al ex presidente Piñera apuntan en este sentido.

El contexto actual es diferente. Más allá de la derecha no hay pacto, liderazgo, proyecto ni programas capaces de ofrecer progreso económico y estabilidad social.  Si de algo dan cuenta las encuestas, que colocan a Piñera en primer lugar, es de esto; la rapidez con que Beatriz Sánchez acorta la distancia con Guillier también expresa que ni el senador ni los partidos que están detrás suyo hacen una diferencia respecto del mundo que está a su izquierda.

En el escenario actual es difícil que Guillier o Sánchez puedan ganar. Sin embargo, existe el riesgo cierto que el ex presidente pueda perder, haciendo realidad una frase que se le atribuye a José María Aznar: “Las elecciones no se ganan, las elecciones se pierden”.

Para ganar, la centroderecha necesita principalmente vencer sus propios demonios, en cierto modo esto significa “vencerse a sí misma”, superando su tendencia atávica a la división y el personalismo.  En los seis meses que vienen, primaria de por medio, la responsabilidad de no desbancar la candidatura hasta hoy ganadora es, desde luego, del propio Sebastián Piñera, pero también es de los partidos y de los otros dos precandidatos que competirán con él.

Dos son los principales riesgos que veo en los próximos meses para la opción presidencial de la centroderecha: la estrategia del senador Ossandón y la conformación del pacto parlamentario.

Toda primaria tiene un objetivo básico: dirimir quién es el candidato más competitivo para disputar una elección determinada.  En el caso de la oposición, ese objetivo no existe —está claro quién es— lo que abre el escenario para un actuar irresponsable, si es que a los otros postulantes, despojados de toda aspiración real de llegar a noviembre, sólo les importa quedar segundos en la primaria que, para ellos, es la elección final. Los sistemáticos ataques personales del senador Ossandón al ex presidente Piñera y sus propuestas de corte populista o, al menos, alejadas de los planteamientos propios de la centroderecha apuntan en este sentido.

El surgimiento de nuevas colectividades puede tensionar el acuerdo en una sola lista parlamentaria, porque los partidos, especialmente los nuevos y más pequeños, tienen el incentivo a llevar la mayor cantidad de candidatos posible, sin importar cuán competitivos sean, porque cada postulante suma a su caudal final de votos.

En definitiva, la centroderecha tiene, más que una oportunidad, la responsabilidad de ser la opción de gobierno políticamente ordenada y programáticamente confiable, mientras la izquierda se reordena y sus distintos proyectos se decantan. A Piñera le corresponde liderar y gestionar los riesgos de su campaña, pero es la centroderecha, sus partidos, militantes y electores, quien tiene el deber de controlar “sus demonios”: el personalismo y la división. Esos son los mayores riesgos.

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