Por Juan Gabriel Valdés, embajador de Chile en Washington // Foto: Roberto Candia Septiembre 23, 2016

Extractos del volumen de Memorias, de J.G.Valdés

Estaba reclinado sobre el escritorio releyendo por enésima vez el borrador. Lo habíamos escrito en inglés, y por inseguridad revisaba cada frase, leyendo en voz alta para ver si sonaba correcta a mis oídos. Era una mañana gris en la que el agua mojaba los vidrios de las ventanas sin alcanzar a ser lluvia. Estaba solo con los niños en la casa y los sentía detrás mío, sentados en la alfombra, jugando en un corral con sus objetos de madera. Eran las 9 de la mañana del día 21 de septiembre de 1976 y esperaba que Antonia volviera del supermercado antes de media hora, para salir a la oficina y entregar finalmente el texto a Orlando. Me distraje por un segundo mirando al vacío cuando sonó el teléfono.
—Juan Gabriel, algo grave ha pasado. Parece que Orlando tuvo un accidente en el auto. La gente aquí ha salido corriendo hacia Massachusetts Avenue. Estoy sola y no sé qué hacer. Era la voz de Lillian Montecinos, la secretaria de Orlando. Maternal, grande, rosada, con su pelo blanco de moño en la nuca, la señora Lillian había sido la secretaria de todos los embajadores de Chile en Washington durante años. Tenía la voz trémula. Me quedé atónito.
—¿Cuán grave? —pregunté en voz baja.
—Muy grave, me temo que Orlando puede haber muerto. Tú sabes cómo manejaba, ¡si estaban a punto de quitarle el carnet!
Lo sabe, pensé, sabe que murió y no me lo quiere contar. Le expliqué que no me podía mover de la casa hasta que volviera Antonia. Quedamos de hablar en unos minutos. Un accidente de auto en alguna parte de Massachusetts. Eso entendí. Horrible.
Llamé a mi padre a su oficina en Nueva York. Quedó anonadado. ¡Pero cómo es posible!, exclamó; un hombre que hacía algo tan importante, que pérdida más tremenda, ¿un accidente? Le expliqué que llovía, que el pavimento estaba resbaloso, que Orlando manejaba demasiado rápido. Le dije que conseguiría más información y lo llamaría.
Me paré y recorrí el espacio en el que estaba sin saber qué hacer. Miré a los niños, los abracé, los besé y volví a sentarme. ¿Qué sentido tenía ahora el papel que tenía al frente? Nuevamente sonó el teléfono. Reconocí la voz de Cecilia Medina, la mujer de Waldo Fortín.
—Juan Gabriel, Isabel está en el hospital, pero alguien tiene que irse a la casa de Ogden Court a recibir al FBI. ¿Te vas tú, o prefieres ir al hospital? Si no vas tú, voy yo.
Quedé estupefacto. Pregunté, vacilante: —¿Pero por qué el FBI, qué tiene que ver… ¿por qué tiene que ir a la casa? —Cecilia me interrumpió impaciente: —¿pero es que no sabes que mataron a Orlando con una bomba en el auto? ¿No sabes que mataron también a Ronni? En ese momento escuché abajo la puerta de calle que se cerraba y la Antonia que avisaba su llegada. —Parto al hospital, —le dije a Cecilia.— Ándate tú a la casa.
Comencé a actuar sin pensar. Bajé las escaleras corriendo y casi sin saludar a Antonia, que me miraba sin entender nada, le dije: —mataron a Orlando, sí—; mataron con una bomba a Orlando, me voy al hospital y usted quédese con el auto. Si quiere se reúne con Cecilia en la casa de Isabel.
Abrí la puerta y me subí, siempre corriendo, al primer taxi que encontré.
El taxista se empeñó en hablar. Me contó en detalle que habían matado a un hombre y a una mujer con una bomba. Un pie del hombre saltó por sobre el techo de esa embajada —me decía mientras descendíamos por Massachusetts y llegábamos a Sheridan Circle—. Apuntó con el dedo hacia el cielo nublado mientras dábamos la vuelta, indicando el techo de la gran casa donde flotaba la bandera de Rumania. Yo escuchaba ahogado, viendo por la ventana los rastros de vidrio, aceite y sangre que aún permanecían en el pavimento. Después de un rato, el tipo me dio una mirada oblicua y guardó silencio.

"¿Cuántas veces escuché en los últimos meses que ese atentado en Washington era imposible? ¿Cuántas veces Orlando se negó a escuchar siquiera la idea de que algo así podía ocurrir?"

Sentado, encorvado al fondo del taxi, pensaba por qué habíamos dicho tanto que “hay cosas que no pasan”. Los golpes militares en Chile “no pasan”. “La dictadura no se atreverá jamás a hacer un atentado aquí: es que esas cosas aquí no pasan”. ¿Cuántas veces escuché decir en los últimos meses que ese atentado en Washington era imposible? ¿Cuántas veces Orlando se negó a escuchar siquiera la idea que algo así podía ocurrir? Y yo no era el único que dudaba. Hacía pocos días que atravesando Dupont Circle con Waldo Fortín camino a un boliche de comidas en Connecticut Avenue, éste me había confidenciado que Letelier recibía cartas amenazantes. —Yo mismo recogí una que metieron por debajo de nuestra puerta —me dijo Waldo—, y cuando se la entregué y le advertí que esto no me parecía una broma, me dijo que eran bravatas de fascistas locales y que por favor no se lo dijera a nadie. Es decir, yo no estaba tan equivocado. Waldo también creía, igual que yo, que Orlando corría peligro. Pero como “eso aquí no pasa”, nos limitábamos a mencionarlo al pasar, temiendo una réplica irritada o una burla.
Me vino a la cabeza una imagen: estábamos sentados en el salón de la casa de un amigo en Princeton, y un perro negro persiguiendo un conejo por el jardín saltó hacia nosotros desde el crepúsculo y reventó en pedazos el gran ventanal. En verdad, todos lo vimos venir. Corría hacia nosotros como un celaje en línea recta desde el jardín. Sabíamos que podía estrellarse, pero pensamos que no podía ser, que iba a frenar, que una cosa así simplemente no pasa. Y cuando estalló la vidriera, cuando tras la explosión de vidrios miramos al perro sangrante, la mirada extraviada, la lengua roja acezante en medio de los añicos, nos dijimos: fíjate, lo vimos venir, pero nunca pensamos que se iba a dar de cabeza contra el vidrio. Era una cosa evidente y al mismo tiempo no podía pasar.
Eso era lo que había repetido Orlando hasta el cansancio: —¡No, aquí no, jamás! —decía—.Me podrán matar en Ámsterdam, en Caracas o en un aeropuerto europeo, pero jamás se atreverían a hacerlo en Washington.
Yo seguía pensando que si habían intentado asesinar a Bernardo Leighton y su mujer Anita en Roma; si habían asesinado al general Prats y su señora Sofía en Buenos Aires, no veía razón para que no lo intentaran con otro más a quien temían, por mucho que tuviesen que hacerlo en los mismísimos Estados Unidos de América. Claro que era más difícil. Claro que podían pagarlo caro, ¿pero acaso no leíamos el día entero que en el subsuelo del régimen chileno se cometían crímenes atroces, por individuos enloquecidos de odio? Un día me animé y se lo dije. Se molestó, quizás si mi temor le pareció irritante; quizás porque él también tenía miedo: —¿Acaso tú crees que Pinochet es un imbécil? —me dijo alzando la voz— ¿Tan idiotas los crees? ¡Jamás matarían a alguien en los Estados Unidos! ¡No se atreverían!
El asunto estaba cerrado. Nunca más volvería a hablar del tema hasta el día antes del asesinato.

***

El teléfono estaba en una mesa cerca de una lámpara y no me gustó que sonara porque sabía quién llamaba e imaginaba bien lo que me diría. Eran cerca de las diez de la noche del día anterior. Unos minutos antes Waldo Fortín había partido de mi casa tras acabar el borrador de esa columna para The New York Times en la que Orlando debía repudiar el decreto con que la dictadura le privaba de su nacionalidad. Habíamos comenzado a trabajar dos horas antes. ¿Cómo enfocamos este artículo?, me dijo Waldo al sentarse ante la máquina. Le contesté que debíamos argumentar que la dictadura carecía de cualquier derecho de privar a nadie de su nacionalidad. Que era más bien a la inversa: era en todo caso Orlando el que tenía el derecho de cuestionar la nacionalidad de quienes habían traicionado todo, apoderándose del Estado a sangre y fuego. Waldo comenzó a escribir.
La casa donde estábamos era de ladrillos rojos y de dos pisos. Pertenecía a una pareja de artistas colombianos amigos de Isabel Letelier. Ellos estarían unos meses en Europa, e Isabel la había conseguido por un tiempo para nosotros mientras buscábamos el lugar definitivo donde vivir. Era una casa agradable y amplia, mejor que cualquier otra a la que podíamos por entonces aspirar, y si bien era algo oscura, estaba llena de color, de pinturas y máscaras mexicanas. Nada era nuestro, las pocas cosas que habíamos traído desde Princeton, sobre todo libros, permanecían guardadas en el garaje de la casa de Orlando. Por esa razón su automóvil debió, desde entonces, estacionarse en la calle. Mientras bajaba cajas de libros y los acumulaba cuidadosamente contra el muro, cubierto, como todo garaje americano, de escaleras y herramientas, jamás se me pasó por la cabeza lo que eso podía acarrear. Metí todo en el garaje y a “la casa de los colombianos”, como la conocieron nuestros amigos, sólo llevé tres o cuatro libros, un par de maletas con ropa y mi máquina eléctrica de escribir, sobre la que ahora tecleaba Waldo, silencioso, observando cuidadosamente una carilla.

El Decreto 588 del 2 de septiembre de 1976 acusaba a Orlando Letelier del Solar de “realizar en el extranjero una campaña publicitaria destinada a lograr el aislamiento político, económico y cultural de Chile”. Acusaba a Letelier de incitar en Holanda “a los trabajadores portuarios y transportistas de ese país a declarar un boicot sobre las mercaderías con destino o proveniencia chilena y ha inducido a su gobierno a que entorpezca o impida la inversión de capitales holandeses en Chile”. Declaraba que “esta innoble y desleal actitud desvincula al nacional de su Patria y el Estado… y le hace acreedor de la máxima y vergonzante sanción moral que contempla nuestro ordenamiento jurídico”, concluyendo pomposamente con un: “prívase a Orlando Letelier del Solar de la nacionalidad chilena…”. El texto lo suscribía, naturalmente, Augusto Pinochet y el Almirante Carvajal, a quien como ministro de Relaciones Exteriores le había correspondido el informe en que se basaba la decisión del grupo; pero incluía además civiles renombrados, gente de la elite conservadora del país: el jefe de los llamados “Chicago Boys”, Sergio de Castro; el solemne ministro de Justicia, Miguel Schweitzer; Jorge Cauas, un ex demócratacristiano de personalidad igualmente sumisa, junto a otros personajes, por entonces menores, como Sergio Fernández, Hugo León, y el general Fernando Matthei de la Fuerza Aérea.
Orlando percibió de inmediato que el texto del decreto no hablaba de los Estados Unidos. Mencionaba Holanda, y si bien era cierto que él participaba activamente en las actividades de una sede del Institute for Policy Studies instalada en ese país, su principal actividad política no estaba allí sino en los Estados Unidos. Parecía curioso, por decir lo menos, que el decreto transformara sus actividades en Holanda en su delito principal. La explicación sin embargo era evidente: la dictadura no se atrevía a privar a alguien de su nacionalidad por reuniones con senadores o congresistas en Capitol Hill, o por incitar condenas en su contra en Naciones Unidas. No se atrevía ni siquiera a mencionar los Estados Unidos. ¿Podía Pinochet desafiar con un acto tan brutal a quienes habían sido sus protectores y promotores en Washington? ¿Podía el protegé de Henry Kissinger comportarse como un mafioso? Para Orlando el decreto constituyó una prueba. Pinochet tenía miedo de actuar en los Estados Unidos de la misma manera como lo había hecho contra Prats en Argentina y Leighton en Italia. Esta era la mejor demostración que jamás se atreverían a hacerle algo ahí.

Para Orlando el decreto constituyó una prueba. Pinochet tenía miedo de actuar en los Estados Unidos de la misma manera como lo había hecho contra Prats en Argentina y Leighton en Italia. Esta era la mejor demostración de que jamás se atreverían a hacerle algo ahí.

Pero era al revés. Cualquiera fuera la idea que los firmantes del decreto tenían de su acción, lo que en verdad estaban otorgando era la autorización para eliminarlo. Cada uno de ellos, especialmente los economistas y “juristas”, —los civiles— y el general de Aviación que nunca se enteró de nada, encarnaron lo que Hannah Arendt llamó la “banalidad del mal”. Todos los firmantes, con la excepción natural de Pinochet, que probablemente ya había ordenado matarlo, caben en aquella categoría que la filósofa alemana creara para Adolf Eichmann. Mediante un acto esencialmente burocrático, erosionaron la identidad de Letelier, le desnudaron de su atributo de origen, le privaron de su naturaleza esencial. Lo dejaron solo, preparado para su ejecución.
Confieso que por entonces me costó comprender la indignación de Letelier ante ese pedazo de papel. Días antes de su muerte conversábamos relajadamente en su escritorio. De pronto surgió el tema del decreto, se puso de pie y tomo una foto. Aparecía de frente, con la cara rebosante de juventud, vestido con el uniforme del Ejército de Chile. Vi que tenía los ojos húmedos: —¿Tú sabes cuánto quiero yo a esta institución? Tú no te lo puedes imaginar como la quiero, y ahora, estos hijos de puta… —Ni él supo terminar la frase ni yo supe qué decir. Luego dejó la foto donde la había tomado y me dijo: —quiero contestarles, y no en cualquier parte, sino en el New York Times. Prepara con Waldo un borrador mientras yo hago las gestiones con el diario.
Ahora Waldo, sentado frente a la máquina, lee en voz alta lo que escribe. Son frases que Orlando había pronunciado días antes en su último discurso en el Madison Square Garden. “Nací chileno y moriré chileno: ellos nacieron traidores y morirán como traidores”. Me mira sonriendo: —¿Simple no? Los milicos van a entender bien esta frase.
Waldo Fortín se había hecho mi amigo muy rápidamente. Éramos los dos componentes de una especie de secretaría de Orlando en el Institute for Policy Studies. Letelier me lo había descrito unos meses antes con gran entusiasmo: viene un amigo desde la República Democrática Alemana que trabajará contigo. Socialista, pero nada de ultra, muy amigo de Jorge Arrate, ya verás: un hombre muy inteligente, tranquilo, agradable. ¿Qué deberíamos hacer? Buscar bibliografía para artículos; redactar y corregir textos; acompañar a Orlando en reuniones con políticos norteamericanos; y ayudarlo en la coordinación de los grupos chilenos en los Estados Unidos, y en general con el exilio. No se equivocó para nada: Con Waldo Fortín fuimos amigos desde nuestro primer encuentro y Cecilia Medina, su mujer, y Antonia, tuvieron inmediata cercanía.
Esa noche, de pie, detrás suyo, leí y propuse ideas mientras él tecleaba sobre la máquina aquel artículo que el New York Times publicaría dos o tres días más tarde; tres días que en esos momentos no podíamos ni siquiera imaginar. A las 10 el texto estaba listo para ser mostrado a Orlando. Waldo partió y yo volví a buscar a Antonia. Entonces sonó el teléfono.
—Hola, Juan Gabriel, ¿cómo va
el borrador?
—Bien, Orlando, terminamos.
—Hagamos algo, te paso a buscar mañana y lo vemos. ¿A qué hora te recojo?
—Mañana no Orlando, tengo que quedarme cuidando a los niños, Antonia necesita ir al supermercado, no hay nada en la casa.
Alzó levemente la voz:
—Pero no Juan Gabriel, esto es urgente, tú sabes. Tiene que mandarse mañana al New York Times… Pídele a Antonia que vaya pasado mañana… No sé, velo, arréglenlo…
—Lo siento Orlando pero no puedo. Hace días que Antonia no puede hacer compras. Pero además estaré en la oficina a las 9.30, no mucho más tarde que usted. Me iré en taxi. Son quince minutos más o menos. Antonia irá a las 8 al supermercado y estará aquí de todos modos a las 9. Espéreme un rato.
—Bueno, bueno, ya, te espero mañana.
No había mucho entusiasmo en su respuesta y quedé algo inquieto, pero me conformé, pensando que al fin y al cabo mi falla era menor. Orlando tendría el texto a las nueve y media y quedaba sólo la noche para que fuera mañana. Mal podía saber entonces que mi negativa posiblemente me había salvado la vida.

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