Por Daniel Mansuy, profesor de la U. de los Andes y director de Estudios IES. Mayo 27, 2016

“La transición se caracterizó por una incesante búsqueda de consensos, y por la convicción según la cual el crecimiento económico podría resolver buena parte de nuestros problemas. No obstante, a partir del 2011 las categorías empezaron a cambiar: el lucro fue demonizado, el “modelo” pasó a ser objeto de crítica y, en general, la confianza en las instituciones políticas, económicas y religiosas se dañó gravemente (aunque muchos síntomas son previos, y no haberlo advertido es parte de la crisis actual). Más allá de las opiniones de cada cual, ese es el primer elemento de la crisis política que vive Chile. Cualquier intento por comprenderla debe partir por asumir este hecho, en lugar de negarlo; todo esfuerzo por saber dónde estamos debe empezar por preguntarse por qué esos conceptos y esas ideas penetraron tan profundamente en nuestra autocomprensión colectiva” (Capítulo 1).

“Si se lee a Guzmán haciendo abstracción de los escenarios en los que se mueve, sus propuestas pierden buena parte de su consistencia: es un hombre de acción antes que un intelectual. En otras palabras, Guzmán siempre está dando cierto tipo de respuestas a determinada clase de preguntas, lo que implica que aquellas solo cobran sentido en función de contextos variables. En ese sentido, no resulta sensato leerlo hoy como si hubiera sido un catedrático europeo de teoría política, completamente abstraído de relaciones de poder —como lo ha hecho alguno de sus críticos—. Por otro lado, tampoco resulta aconsejable dogmatizar sus enseñanzas, como si hubieran sido dictadas desde una cátedra intemporal y perenne. Guzmán fue, ante todo, un político extremadamente hábil, que no titubeó en modificar profundamente sus respuestas con el pasar del tiempo, para ajustarlas a las siempre cambiantes condiciones prácticas” (Capítulo 2).

“Antes de acercarse al liberalismo económico, el pensamiento de Guzmán transluce una distancia marcada con dicha tradición, y piensa la subsidiariedad en conexión con un corporativismo social (no estatista). Sin embargo, esa concepción orgánica va a desaparecer progresivamente de su pensamiento, dando paso a una visión más abiertamente liberal. En efecto, después del golpe, Guzmán defiende la liberalización total de los gremios —que constituyen la encarnación eminente de cualquier concepción orgánica—, deja de criticar la organización vertical de la empresa (al punto de ser hostil respecto de la existencia misma del derecho de huelga) y asume un punto de vista cercano al liberalismo más ortodoxo en materias económicas. Lo curioso es que el fundador del gremialismo avanza por esta vía sin abandonar nunca la referencia estructural al principio de subsidiariedad. Esto tiene, desde luego, un costo: la subsidiariedad leída por Guzmán pasa a significar, crecientemente, la prioridad de los particulares respecto del Estado en la vida económica, dejando de lado otros aspectos. Dicho en otros términos, la sociabilidad humana va a tender a identificarse con el mercado, como si éste fuera el cauce exclusivo de aquella, e ignorando todas las tensiones y dificultades generadas por esa institución” (Capítulo 2).

“La paradoja reside en que el diseño del austero y republicano Patricio Aylwin hizo posible que muchos confundieran los planos, y se convirtieran en hábiles operadores público-privados. En cualquier caso, es difícil negar que el proyecto fue exitoso durante unos veinte años, entregándole al país —en términos generales— una conducción política digna de ese nombre. Pero el discurso mantuvo una excusa constante: las instituciones políticas bloquean aquello que realmente quisiéramos hacer. O: la derecha, en función de los mecanismos contramayoritarios, cuenta con un insoportable poder de veto que impide la aplicación de nuestro auténtico programa. Utilizando ese tipo de argumentos, la coalición gobernante logró mantener a raya sus divisiones internas y acallar sus propios escrúpulos a la hora de administrar un modelo económico y político originado y pensado en dictadura. Los correctivos aplicados fueron más bien mínimos, y muchas veces fueron realizados profundizando las lógicas de mercado (fue bajo la Concertación, por ejemplo, que se consagró el copago en la educación subvencionada, o que se formuló el modelo de concesiones). El problema es que el esquema reposaba sobre una ilusión óptica difícilmente sostenible en el tiempo: una acción política que quiera proyectarse requiere de mayores niveles de coherencia interna. Dicho en otros términos: ninguna política puede estar fundada en el silencio, no al menos en ese tipo de silencio” (Capítulo 3).

“De algún modo, la Concertación (que en ese preciso momento empezó a mutar hacia la Nueva Mayoría) arrojó sobre el gobierno de Sebastián Piñera toda la rabia acumulada contra sí misma, contra su propia manera de gobernar, contra su manera de asumir las reglas heredadas del régimen militar, contra su propia aceptación silenciosa (y profundización) de los mecanismos de mercado: el no lo podíamos reconocer de Edgardo Boeninger empezó a hacer agua. Ese momento fue devastador, tanto para el gobierno como para ella misma y, en términos más generales, también para las instituciones. Para el gobierno de aquel momento, porque tuvo que enfrentarse, desde la minoría parlamentaria y con un manejo político muy deficiente, a una oposición que actuó sistemáticamente con la convicción de que el fracaso del gobierno equivalía a su propio éxito y que, por tanto, tuvo escasos gestos de cooperación con el Ejecutivo. Fue devastador para la propia Concertación porque, al asumir esa perspectiva, la oposición de entonces inició un camino —cuyo fin estamos lejos de conocer todavía— de abandono de sus convicciones, de su trayectoria y de su ideario fundacional. Fue, si se quiere, el momento de gloria de los llamados autoflagelantes, que Frei y Lagos habían silenciado discretamente en 1998: ya que no tenían la responsabilidad de gobernar y administrar el poder, aquellos dirigentes con problemas de conciencia por lo obrado durante veinte años pudieron dar rienda suelta a sus instintos primarios, que habían sido dejados de lado durante dos largos decenios. Este fenómeno también fue devastador para el andamiaje general, porque los mismos responsables del sistema, quienes lo habían gobernado y administrado, empezaron a rodear de un espeso manto de dudas la legitimidad general” (Capítulo 3).

“Si Lagos (el mismo que había acallado a los autoflagelantes) cayó en esa trampa, ¿qué esperar del resto? ¿Qué esperar de los hijos de Lagos, aquella generación perdida que pasó sin intermedio alguno de la sombra de sus padres a la adulación irreflexiva de los más jóvenes? ¿Cómo se pasa así de la adultez al lirismo, cómo se gobierna un país donde sus dirigentes no son capaces de coherencia narrativa, ni de asumir sus propios actos? ¿Cómo extrañarse luego de que los índices de confianza en el sistema sean tan bajos? En esta actitud de negar la propia responsabilidad, cargando todas las culpas a “otros”, reside buena parte de nuestra perplejidad actual (aunque dicha crisis estaba, de algún modo, implícita en el diseño de Boeninger)” (Capítulo 3).

“Quizás el principal efecto del binominal fue producir una fragilidad estructural en la derecha chilena, que se contentó con una actitud de negación. No necesitaba darse el trabajo de persuadir o argumentar seriamente, porque eso solo lo hace quien arriesga algo en la discusión. Sin embargo, la derecha nunca puso en juego nada relevante, pues las instituciones le aseguraban un derecho de veto con relativa independencia de los resultados electorales. Este es uno de los motivos que explica la profunda apoliticidad que hasta el día de hoy corroe a la derecha chilena, que —salvo honrosas excepciones— no puede disimular su incomodidad cada vez que debe argumentar en un contexto democrático. En efecto, el sector ha oscilado entre dos alternativas, igualmente perniciosas: o bien asume una actitud puramente antagónica y negativa, o bien asume acríticamente los ejes conceptuales del adversario, debilitando aún más su posición; pero no tiene nada específico ni original que proponer ni proyectar. El motivo es que durante veinte años no tuvo necesidad de hacerlo para conservar sus cuotas de poder. Esto es, desde luego, una anomalía muy dañina: ¿qué hace en política aquel que no necesita argumentar ni persuadir, y que prefiere conformarse con el silencio y la minoría?” (Capítulo 4).

“Atria logra la curiosa hazaña de alabar la dimensión liberadora y contractualista del mercado al mismo tiempo que critica sin piedad todos sus efectos. Por más que le sobre el talento, éste no le alcanza para justificar una contradicción de este calado: o bien celebramos el aspecto liberador del mercado (y nos hacemos cargo de todas sus consecuencias), o bien buscamos que la economía se integre a una lógica colectiva más amplia que sea capaz de limitarlo en sus excesos. Si el mercado permite liberarnos de “la naturaleza y la tradición”, entonces las patologías que la izquierda no se cansa de denunciar no son tan patológicas ni tan indeseables. En otras palabras, ¿cómo erigir el ideal de realización recíproca prescindiendo de la naturaleza y la tradición? ¿La idea sería liberarnos de las relaciones naturales y tradicionales por el mercado para luego construir una comunidad de individuos que no tienen nada específico en común ni nada efectivo que compartir, pero que deben “realizarse recíprocamente” desde esa situación desvinculada, todo esto dirigido por una necesidad histórica? (…) No cabe negar que, en determinados contextos, el mercado tiene una dimensión liberadora, y que ésta puede valorarse positivamente. Con todo, resulta cuando menos excéntrico celebrar —desde la izquierda— per se todas las liberaciones producidas por el mercado. Aceptar esta lógica deja a los autores de El otro modelo en una pendiente tan peligrosa como irreversible.” (Capítulo 5).

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