Por Sebastián Rivas Mayo 27, 2015

© Vicente Martí

Hubo un amplio consenso en descartar la idea propuesta por Fernando Atria -quien no asistió a las sesiones- de un “plebiscito constituyente”, algo que el mismo Francisco Zúñiga, jefe del programa de gobierno de Michelle Bachelet en materia constitucional, calificó de un “resquicio legal”.

“Si hay una marca indeleble que ha dejado una huella en todo el proceso de transición en materia de las reformas constitucionales es, precisamente, la ‘trampa del consenso’”. El abogado Francisco Zúñiga no quiso dejar ninguna duda de hacia dónde apuntaba en la intervención que abría una inédita instancia en el Centro de Estudios Públicos (CEP). Era el lunes 19 de abril de 2014, poco más de un mes después de que Michelle Bachelet asumiera su segundo período, y el jefe del equipo que analizó la propuesta de nueva Constitución del programa de la presidenta estaba sentado junto a 30 de los profesores de Derecho Público más reputados del país. El objetivo: conversar sobre cuál sería el marco desde la academia para introducir cambios a la Constitución.

El anfitrión era el subdirector del CEP, Lucas Sierra. Como relatores y coordinadores de la instancia actuaron el propio Zúñiga, Patricio Zapata, Gastón Gómez y José Francisco García. Y entre la larga lista de convocados había nombres de buena parte del espectro político, como Julia Urquieta, Pablo Ruiz-Tagle, Jorge Correa Sutil, Antonio Bascuñán, Teodoro Ribera y Germán Concha. La invitación era a participar en un ciclo de ocho semanas de discusiones que abarcaron cuatro grandes áreas: el mecanismo de reforma o cambio de la Constitución, los derechos que pueden estar contenidos en ella, la estructura del Estado y el régimen político. Es decir, buena parte de los mismos temas que se prevé que estén sobre la mesa si Michelle Bachelet concreta su anuncio de llamar en septiembre a un “proceso constituyente”.

Las ocho sesiones quedaron contenidas en el libro Diálogos Constitucionales, un texto de más de 500 páginas lanzado hace unas semanas en el CEP. El documento es una primera mirada a las posiciones de los académicos, que seguramente se volverán a sentar a la mesa cuando el proceso esté en marcha. Éstas son las posturas del “primer cabildo” sobre cómo cambiar la Carta Magna.

¿CÓMO SE CAMBIA LA CONSTITUCIÓN?

El apartado más controversial fue el que abordó la forma de crear una nueva Constitución. La exposición inicial corrió por parte de Zúñiga, y en general los participantes partieron de la base de lo expuesto en el programa de gobierno de Bachelet. En el texto con que él introdujo las discusiones hay un elemento nuevo: se propone por primera vez un mecanismo para realizar el cambio, que consiste en una “reforma corta” y una “reforma larga”.

La “reforma corta” consistiría en modificar el inciso segundo del artículo 127, que fija los quórums de tres quintos y dos tercios de la Cámara y el Senado para cambios mayores, pasando a exigir sólo la mayoría absoluta de los parlamentarios en ejercicio para aprobar una reforma constitucional. Al mismo tiempo, se establecerían tanto los mecanismos de audiencias públicas para el proceso de reforma como la obligación de que ella sea aprobada por la ciudadanía en un referéndum en los 30 días siguientes a que concluya su tramitación en el Congreso. Tras ello, se ingresaría la “reforma larga”, que contendría la nueva Constitución y que podría ser analizada, de acuerdo a Zúñiga, por una comisión bicameral.

La propuesta fue vista con buenos ojos por los expertos con una tradición más cercana a la Concertación. Pero Julia Urquieta, la histórica abogada del Partido Comunista, planteó que para ella el cambio “debe darse por la soberanía popular” y que legalmente se podía apelar a normas internacionales en materia de derechos humanos para convocar a ese proceso, apuntando a la experiencia de la asamblea constituyente en Ecuador. Enrique Navarro, ex miembro del TC, matizó planteando que la actual Constitución es la “más reformada en la historia de Chile” y que a la Carta Magna “se le piden muchas cosas que no tienen nada que ver con los conflictos que se viven en la sociedad”. Juan Carlos Ferrada propuso una solución intermedia: crear un nuevo capítulo en la Constitución sólo para contemplar su completa reforma, con quórums más bajos, pero exigencias adicionales, como tener la participación obligatoria de ciertos actores y ser ratificado en referéndum. Por su parte, Antonio Bascuñán cuestionó la idea de omitir el proceso que la actual Constitución fija para su reforma.

Entre los abogados más cercanos a la Alianza cundió el escepticismo. Germán Concha criticó lo que planteó como “una idea de que la Constitución pareciera ser un instrumento para que la mayoría pueda mandar casi ilimitadamente”, mientras Teodoro Ribera -ex ministro de Justicia de Piñera- cuestionó que “se quiere transformar la Constitución en un programa político”, Arturo Fermandois alertó que la nueva Carta Magna podría repetir “el error que se le imputa a la Constitución de 1980” al excluir a sectores minoritarios. Zúñiga no se quedó en silencio: aludió en reiteradas ocasiones al “falso consenso” o “la trampa del consenso” al mencionar las modificaciones hechas a la Carta Magna y recalcó que, para él, el texto es ilegítimo en su origen: “La Constitución está montada sobre un fraude, digamos las cosas como son”.

La tensión se notó en otra de las sesiones, cuando Pablo Ruiz-Tagle criticó la postura de los académicos más identificados con la derecha: “No creo que los que estábamos trabajando en la Nueva Mayoría debamos venir a rendir examen frente a un montón de personas escépticas que ni siquiera se pronuncian sobre su compromiso y su idea de hacer un cambio constitucional o no”.

Entre los puntos llamativos, hubo un amplio consenso en descartar la idea propuesta por Fernando Atria -quien no asistió a las sesiones- de un “plebiscito constituyente”, algo que el mismo Zúñiga calificó de un “resquicio legal”.

La agitada conversación se retomó en la sesión final del 7 de julio. Urquieta planteó que para cambiar la Constitución “no basta con el Parlamento” y expresó su respaldo a la fórmula de una asamblea constituyente. Gastón Gómez cuestionó que ello implicaría “generar un hecho al margen del orden constitucional”. Emilio Pfeffer criticó que “la discusión gira en torno a conceptos que amarran posiciones y llevan a trincheras”, para luego señalar que, en su opinión, cualquier modificación debía pasar por el Congreso. Y José Francisco García planteó que hay tres cosas puntuales que le preocupan del modelo de asamblea constituyente: que no existen casos que se hayan dado bajo condiciones de estabilidad institucional, que no se garantiza mejorar las condiciones de igualdad política para discutir las reformas y que el proceso podía terminar siendo “un tiro de gracia” al Congreso.

Y aunque Zúñiga cerró reiterando que él prefiere un mecanismo que incluya al Congreso, advirtió que eso no implica “renunciar ex ante al recurso del poder constituyente originario”, es decir, que en su mirada sería legítimo convocar a la ciudadanía en un modelo similar al de la asamblea constituyente.

¿CÓMO SE ORGANIZA EL PAÍS?

Los académicos dedicaron varias sesiones a conversar sobre cómo debiera ser la organización del Estado y el sistema político del país. Pero a diferencia de lo ocurrido al discutir sobre el mecanismo de reforma a la Constitución, en ambos apartados hubo dos conclusiones prácticamente unánimes: que Chile hoy es un país muy centralizado y que, si bien el presidente tiene mucho poder en sus manos, parece poco viable cambiar hacia un modelo diferente.

“En Latinoamérica el centralismo se ha ido acentuando cada vez más y es cada vez más invasivo y vergonzoso”, planteó Pablo Ruiz-Tagle, resumiendo el sentimiento general. José Francisco García planteó que existe una contradicción en el constitucionalismo progresista “al buscar reformas democratizadoras, por un lado, con una fuerte concentración del poder presidencial, por otro”.

En el tema de cómo evitar el centralismo, prácticamente todos estaban de acuerdo en mantener un régimen unitario y no avanzar hacia uno federal, pero hacer modificaciones que entreguen más poder a las regiones. Sin embargo, el problema fue que no existió un consenso sobre cuál es la mejor forma de hacer ese proceso. Enrique Navarro, por ejemplo, propuso dar más atribuciones en el ámbito financiero, y Víctor Manuel Avilés planteó permitirles fijar impuestos diferenciados, pero Gastón Gómez advirtió que esos movimientos apuntarían al corazón de la estructura del Estado. Al mismo tiempo, se comentó que si bien era una buena señal que las regiones puedan elegir a sus intendentes, es necesario que el presidente mantenga a una autoridad en la zona que sea su enlace directo, sobre todo en temas de seguridad y orden público.

Jaime Bassa puso una nota especial: pidió la palabra como el único representante de las regiones, y manifestó que el tema es especialmente sensible. “Es imperioso resolverlo, porque tras este centralismo cultural hay un drama de pobreza imperante”, planteó.

Germán Concha puso un matiz en el debate, cuestionando que el proceso se concentrara en el diseño de las instituciones y no en pensar “cómo reducir el peso del Estado en la vida de las personas”.

En cuanto al rol del Congreso, ocurrió otra paradoja: si bien en líneas generales existió un acuerdo de que el presidente tiene mucho poder, varias intervenciones -como las de Emilio Pfeffer y Jorge Correa Sutil- apuntaron a que el alto desprestigio que actualmente tiene el Congreso hace casi inviable entregarle mayores atribuciones, al menos sin que se considere una reforma mayor. Patricio Zapata reforzó el concepto del descrédito actual al recordar que en los tres últimos gobiernos ha habido parlamentarios que pasaron al gabinete. Luis Cordero abogó por darles mayor iniciativa con un dato curioso: planteó que, entre 1990 y 2005, sólo el 12% de las leyes fueron iniciativa de los parlamentarios, y que esos proyectos estaban abrumadoramente divididos en dos temas: “Erección de monumentos y aumento de penas de delitos”. Gastón Gómez fue de los pocos que defendieron la idea de un modelo semipresidencial a lo francés, que dotaría al Congreso de una mayor responsabilidad pública.

¿QUÉ DERECHOS SE INCLUYEN?

Uno de los puntos donde hubo más diversidad de posiciones es en qué tipo de derechos se deben incluir en la Constitución. Mientras los abogados con posturas más liberales abogaban permanentemente por una lista breve y que deje la mayoría de esos derechos al criterio de otras leyes, teniendo como referencia la Constitución estadounidense, entre los representantes más afines con la Nueva Mayoría y los partidos de la Alianza hubo un grado de entendimiento en que es necesario garantizar ciertos derechos sociales, aun cuando hay diferencias en los criterios de cuáles deben ser.

Una de las intervenciones en esta línea fue la de Arturo Fermandois, quien, tras mencionar que la propia Constitución de 1980 había tratado de hacerse cargo de algunos derechos sociales en la medida de sus posibilidades, fijó su posición actual: “Hoy estamos en otro mundo. Me han preguntado si aumentaría la justiciabilidad de los derechos sociales y, tal vez en discrepancia con gente de nuestro sector, yo sí la aumentaría”.

Francisco Zúñiga defendió el modelo de garantizar derechos sociales, señalando que la idea de tener una Constitución “minimalista” en Chile “está ideológicamente escorada a la derecha”. José Francisco García planteó que si bien se debieran hacer cambios al derecho de propiedad o a cómo está fijada la libertad de asociación, se corre un riesgo al judicializar derechos como el derecho a la salud, a la vivienda, a la educación y otros similares, y cuestionó que la Nueva Mayoría “busca implementar por medio de los derechos sociales un programa político”. Sebastián Soto, en tanto, optó por una reflexión pragmática: “Creo que es imposible eliminar derechos y que sí es posible incluir algunos”.

Manuel Antonio Núñez abrió otro punto: señaló que se debe incluir el reconocimiento a los pueblos indígenas, lo que motivó el comentario de otros académicos en torno a que para ello podría requerirse cambiar el modelo hacia un Estado plurinacional que reconozca a grupos, y no a individuos, como los sujetos de derecho.

Un último punto vinculado con este análisis fue cómo se harían exigibles esos derechos y el impacto que eso podría tener en el sistema. Soto planteó que los derechos podrían estar garantizados, pero no necesariamente de forma judicial, sino que a través de medidas administrativas. Patricio Zapata mencionó el caso de Suiza, donde el rol de definir la forma en que se cumplirán las garantías le corresponde al Congreso. Jorge Correa se mostró escéptico de la real eficacia de este tipo de mecanismos. Y, en esa línea, varios de los que intervinieron expresaron sus reparos contra la fórmula del recurso de protección incluida en la Constitución de 1980. Fue Julia Urquieta quien salió en su defensa: “Es en la realidad, y a propósito del pragmatismo, la única vía de escape para resolver o buscar restablecer el imperio del derecho frente a tanto abuso y arbitrariedad”.

LA CUESTIÓN DEL TC
“Hoy nos vamos a dedicar a la guinda de la torta”. La intervención de apertura de Lucas Sierra resumía uno de los puntos que se discutió más acaloradamente en las sesiones: la amplitud del rol del Tribunal Constitucional.

Si bien durante las sesiones del CEP se debatió sobre el rol de otros organismos autónomos -como la Contraloría, el Banco Central, el Consejo Nacional de Televisión o el Consejo para la Transparencia-, las discusiones se dieron en torno a cuál debería ser su nivel de reconocimiento o rango constitucional, y a la forma en que estaban cumpliendo con sus labores.

En el caso del TC, se destinó prácticamente una sesión completa a evaluar su papel. Entre los abogados más cercanos a la Nueva Mayoría, la tendencia era el recelo al rol “contramayoritario” que juega el organismo, en especial en un aspecto: su capacidad de control preventivo de las leyes tramitadas en el Congreso. La propuesta era limitar sus facultades y quitarle a la Corte Suprema el poder de designar a tres de sus miembros. “¿Qué va a primar: la representación democrática del Parlamento o ese poder de veto que tiene el Tribunal?”, era la definición de Julia Urquieta para lo que estaba en juego.

Enrique Navarro, ex ministro del TC, se jugó por defender el rol del organismo recordando su papel clave en cuanto a las decisiones que obligaron al gobierno de Augusto Pinochet a establecer un registro electoral y una campaña política televisiva gratuita en el proceso previo al plebiscito de 1988. Emilio Pfeffer fue más allá: “¿Queremos negarles a las minorías el derecho a defender la carta política que ampara y protege a todos?”. Víctor Manuel Avilés, por su parte, señaló que el entorno ha afectado la percepción que se tiene sobre el TC: “Para muchas personas, el origen del cuestionamiento al Tribunal Constitucional es que ha debido defender una Constitución que per se se estima ilegítima”.

Sin embargo, una de las conclusiones a las que llegó el grupo es que, más allá de la amplitud del rol, hay un cierto consenso sobre el TC. Así lo resumió Miriam Henríquez: “En general, todos han partido del supuesto que, para que exista una Constitución normativa y suprema, necesariamente tiene que haber una garantía de parte de un Tribunal Constitucional”.

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