Por Nicolás Alonso y Javier Rodríguez Mayo 20, 2015

“La clase soñada donde están todos los alumnos mirándote con los ojos brillosos no existe. Eso es lo que falta saber en el Congreso. A mí se me acabó el tiempo muy rápido. Si queremos que todos entiendan, deberían ser no más de 30 alumnos por sala, o se vuelve inmanejable”, dice Jaime Bellolio.

Miércoles 13 de mayo en la biblioteca del Congreso. En una mesa redonda se encuentran Tomás Recart, director ejecutivo de Enseña Chile, profesores del programa-que selecciona y ubica a profesionales recién egresados en colegios vulnerables para que hagan clases por dos años-, y tres de los cinco parlamentarios que aceptaron su invitación a hacer clases, en un intento de ampliarles la perspectiva en medio de la discusión sobre la nueva ley de carrera docente. Es una especie de debate, donde los políticos, varios miembros de las comisiones de Educación, cruzan opiniones sobre lo que aprendieron.

Coinciden en los mismos problemas: niños desmotivados, poco tiempo para preparar la clase, poca base, currículos demasiado ambiciosos. Cosas, reconocen los políticos mientras empieza la conversación, que a veces no se alcanzan a ver desde el Congreso.

Luego, el diputado UDI Jaime Bellolio abre el diálogo con una sentencia:
-Sí, fue una cura de humildad.

Ninguno de los parlamentarios lo contradice.
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Los alumnos ya sabían quién era. Jaime Bellolio se había presentado como “diputado, aunque esté mal visto”, y les había dicho que venía a aprender lo que significaba ser profesor, para legislar al respecto. Aunque en la primera clase le tocó sólo observar, y hablar sobre  sus motivaciones y metas, ya había tomado nota sobre lo que iba a enfrentar como profesor de matemáticas de ese colegio particular subvencionado en El Bosque. Le había impresionado ver cómo un tercio de los estudiantes habían permanecido indiferentes, chateando por sus smartphones. Sólo dos o tres sabían qué querían hacer cuando salieran. A pocos les había parecido posible llegar a los 500 puntos PSU que les propuso como meta.

Ese lunes le tocaba la tercera clase, sobre ángulos de la circunferencia, y estaba nervioso. Aunque había hecho varios ensayos PSU para repasar la materia, en la segunda clase le había tocado dirigir algunos ejercicios de proporciones y se había equivocado en un resultado. Temía haber perdido el respeto de los alumnos. Luego de reconocer su error, y aceptar algunas bromas, decidió reunirlos en grupos de tres. Eran más de 40, y la idea era evitar así que contestaran los pocos de siempre. El desafío del profesor Bellolio era que contestaran en dos minutos cronometrados por él, el tiempo que tendrían en la PSU. Pocos  hicieron caso.

Cuando escuchó sonar el timbre, en mitad de uno de los ejercicios, sintió que había fallado otra vez, y al salir de la sala oyó a un alumno decir que el diputado no se daba cuenta del colegio en que estaba. La complejidad de enfrentar a tantos jóvenes sin expectativas, dice Bellolio, potenció su visión sobre la necesidad de mejorar las condiciones docentes. “La clase soñada donde están todos los alumnos mirándote con los ojos brillosos no existe. Eso es lo que falta saber en el Congreso”, dice. “A mí se me acabó el tiempo muy rápido. Si queremos que todos entiendan, deberían ser no más de 30 alumnos por sala, o se vuelve inmanejable”.

La cuarta clase quería que fuera perfecta, y para eso pasó la noche del domingo previo cronometrándose y resolviendo los ejercicios. Y aunque tuvo buenos resultados, notó que le tomó más tiempo la preparación que la clase. Eso, cuenta, lo hizo pensar en la precaria situación de sus colegas momentáneos, cuyas horas no lectivas, había visto, estaban compuestas en buena parte por los 15 minutos de recreo. “Ahora lo veo con urgencia: aunque tengas un doctorado, si no tienes tiempo para preparar la clase, no puedes hacer nada”, dice. “Hoy las horas no lectivas son el 25%, pero en ese tiempo tienes que cuidar el patio, reemplazar a otro profesor. Se necesita más. En los colegios Opus tienen un 50%, una hora de preparación por cada una de clase. Eso no puede seguir dependiendo del dinero”.
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José Manuel Edwards, diputado RN, llega tarde al debate, pide disculpas y toma la palabra:
-Si bien fue  una experiencia acotada, hay cosas que pueden sacarse: la incidencia de la preparación de la clase en  su éxito o fracaso, y la disparidad del aprendizaje. Existía una diferencia del cielo a la tierra entre los cinco que se sentaban adelante versus los de atrás. Me shockeó eso, cómo hacemos que todos aprendan. Así, como están las clases, no se puede. Porque no me vengan a decir que todos los profesores se van a preocupar del compadre que está atrás. Yo hice el esfuerzo, pero si voy a estar todos los días con ese cabro, a la quinta vez le digo: “¿Sabís qué? Chao nomás contigo”.

Jackson: -A mí me echaban todos los días.
Bellolio: -A mí también.
Jackson: -¡Menos mal que no erís profesor!

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Lo primero que hizo Edwards cuando se vio parado frente a los alumnos de ese colegio técnico de Pitrufquén, fue pedirles que se sentaran más adelante. Era un segundo medio: él tenía que enseñarles raíces. Su esposa, profesora, le había dado algunos consejos: que fuera de a poco, explicando incluso lo obvio. Pero no qué hacer si  lo ignoraban, como ahora que dos alumnos se habían quedado al fondo de la sala pese a su petición. Uno parecía dormir. Cuando se acercó y se lo pidió directamente, el otro se quedó mirando hacia la pared, como si no lo escuchara. Recién a la tercera petición, se paró desganado. Lo que vino después, cuenta, fue entender rápidamente lo complejo que es enseñar en esas condiciones. Sobre todo por la diferencia: algunos estudiantes venían del campo y vivían en el colegio, otros de la ciudad. Algunos querían responder todo, pero la mayoría sólo permanecía en silencio.

En las dos clases que le tocó dirigir no tuvo problemas con la materia, pero sí que le faltaba algo fundamental: experiencia. No sabía si subir o bajar el tono ante el desorden, si sacar al pizarrón a los buenos o a los malos. En la primera, su reloj le jugó una mala pasada: dio por terminada la clase cuando quedaban cinco minutos de tiempo, y cuando se dio cuenta, ya era tarde. No logró que volvieran a escucharlo. En otro momento apagó sin querer el proyector, y otra vez la clase se le fue de las manos. “Ahora valoro más la experiencia que antes. Conocer la materia no es todo. También se trata de saber cómo tratar al desmotivado que se sentó atrás”, dice. Al final de su última clase, que no alcanzó a terminar -hoy cree que el currículo es demasiado para las condiciones de enseñanza-, les pidió a los alumnos que hicieran una prueba en el recreo, para tener una idea final de si habían aprendido o no. Los resultados fueron tan dispares como podía suponerse. De eso, dice, sacó una última lección: poner más énfasis en la forma en que los colegios están siendo evaluados por pruebas como el Simce. Hacer trampa, dice, en un contexto donde hay tanta diferencia, le pareció demasiado fácil.

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Jackson (diputado independiente): -Si nos equivocamos en la toma de decisiones acá, desde el Olimpo, pagarán los niños y los profesores. Las pruebas estandarizadas pueden dejar a muchos buenos profesionales fuera del aula.

Kast (diputado por Evópoli): -Discrepo contigo. Así como tenemos que evitar que los buenos  salgan, es igual de importante no condenar a los niños a un profesor que no tiene dedos para el piano.

Jackson: -Pero ojo. Estamos evaluando cómo alguien toca el piano frente a, quizás, una audiencia sorda. Ese es mi punto.

Jaime Bellolio: -¿Como Beethoven?

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-¿Cómo fue tu primera clase?
-No llegué.

Jackson define su primera clase como un papelón. “Me quedé dormido. El día antes puse la alarma, pero típico que uno dice cinco minutos más cuando despierta. Pero fueron más que cinco minutos: la clase empezaba a las 8.10 y yo a las ocho estaba en mi cama”.

Desde su casa en Recoleta al colegio particular subvencionado en La Granja era imposible llegar en diez minutos. Tuvo que llamar, decir la verdad, posponer una semana su estreno y presentarse, con vergüenza, ante la directora. “Es que a un profe no le puede pasar. Así de simple. Y a mí me pasó en la primera clase”.

La primera jornada se presentó como Giorgio, el profesor ayudante. Sólo unos pocos lo reconocieron, que lo saludaron al final de la clase.

La tercera ya le tocaba a él y representaba un desafío mayor: la primera clase que estos alumnos de primero medio tendrían de álgebra. “Iba como avión, pero detecté en la mitad que empezaron a conversar, y cuando dejan de prestar atención es porque ya no vincularon la importancia de lo que están aprendiendo con su vida normal”. Había partido con un ejemplo sobre la plata que les faltaría para comprar una hamburguesa, con el fin de introducir el concepto de incógnita. Los alumnos asentían y él notaba que iban aprendiendo. Pero ese entusiasmo le jugó en contra: se apuró con la materia y la mitad de la clase se desconectó. Él seguía, entusiasmado, explicando ecuaciones con divisiones y multiplicaciones, mientras los alumnos lo miraban sin entender nada.

Si una conclusión sacó el ex presidente de la FEUC es lo delgada que es la línea entre el éxito y el fracaso de una clase. De que un segundo de duda, puede echar todo el esfuerzo a la basura. “Está instalada la idea de que los profesores son flojos, pero es  injusto culparlos. La discusión sobre los profes está llena de prejuicios: la educación es mala por los profes, y cuando los resultados son buenos, es porque las políticas públicas funcionaron. ¡Cuando ellos son los superhéroes del sistema!”.

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Bellolio: -En los terceros y cuartos medios, hay una dificultad enorme. Ahí la forma en que estamos enseñando está obsoleta. Hay un tipo del MIT que escribió un paper donde hace seguimiento de la estimulación cerebral en un grupo de niños. Y la atención que ellos ponen en clases es mucho menor que la que ponen cuando ven televisión. Eso es diferente a lo que nos tocó a nosotros, porque crecimos en un contexto distinto.

Kast: -El problema es que en Chile hacemos las cosas al revés. En el colegio y la universidad pasamos la materia por partecitas, sin entenderla como un conjunto. Sin darles un objetivo a todas esas horas que los niños pasan en la sala. En ese sentido, también está obsoleta.

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-El principal símbolo del fascismo fue Benito Mussoli…

No hay respuesta. “Parece que no ven muchas películas ustedes, ¿ah?”, les dice el senador DC Ignacio Walker a los alumnos de un octavo básico de un liceo de Valparaíso.

En una hora pedagógica, el senador hace un recorrido desde la Edad Media hasta la caída del Muro de Berlín, pasando por las grandes corrientes de pensamiento moderno (liberalismo, socialismo, y por último, algo fuera de currículo el socialcristianismo. “Que se preocupa de la dignidad humana, y no es de izquierda ni de derecha”).

“Como  son temas que conozco, no tuve que prepararme mucho. Al principio me encontré  con un grupo distante”, dice el senador. “Les empecé a hacer algunas preguntas -qué es la política, qué es la democracia- y me di cuenta de que había un vacío tremendo”.

Al final de la clase, el senador se despide recordándoles que son los constructores del futuro. “Ahora, vamos a terminar con una canción”, les dice, y se sienta entre los estudiantes. Una alumna rubia se para al frente y canta una canción de Sin Bandera con una voz sorprendente.

Según el senador, aparte de la necesidad de mayor cantidad de horas lectivas, la clave está en lograr que haya profesores motivados. “La mejor forma de tener profesores realmente dedicados es con una carrera más atractiva desde el punto de vista económico”, dice. “Pero esos aumentos tienen que tener una contrapartida: que este mayor esfuerzo de la sociedad chilena vaya acompañada de resultados y empeño por parte de los pedagogos”.

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Una profesora de Enseña Chile pregunta a los diputados qué prejuicios lograron derribar.

Kast: -Yo venía con el paradigma de que uno es buen o mal profesor casi innato. Y me  di cuenta de que la técnica para hacer clases es importante. Conlleva una  tecnología detrás, metodologías, y eso lo hemos metido poco en la discusión. Los profesores tienen mucho margen para mejorar. Y creo que hay muy poca energía de gremio de ir compartiendo esa tecnología. Me di cuenta de que lo que tenía que ver con la preparación hacía toda la diferencia.

Bellolio: -A mí al principio me resultaba difícil saber cómo iba a ser la interacción con el curso. Era distinto a la universidad, donde era muy pesado. Les decía: estas son las condiciones para estar en mi clase, y al que no le gusta puede irse. Hay una cierta forma como de manejo de reglas en que tú las pones, que funcionan muy distinto en un colegio.

Jackson: -¿Vieron El reemplazante? Nos serviría para ahorrarnos esta conversación.

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