Por Sergio Vilela, desde Lima Enero 23, 2014

© Sergio Urday

El Perú siguió creciendo, se acabó la dictadura de Fujimori, y poco a poco los peruanos empezamos a convencernos de que nuestro vecino del Sur, ese histórico rival que nos habíamos creído, nos hacía más bien que mal.

Ésta es la historia de un país empobrecido y derrotado que en los últimos veinte años se ha convertido en la mejor versión de sí mismo. Un país que dejó de creer que su destino era el fracaso y que ahora vive sumergido en ese optimismo que ya preocupa a los más escépticos.

La primera vez que supe de esa guerra estaba en el colegio. En la clase de historia del Perú el profesor explicó,  durante semanas, cada detalle de lo que sucedió en esos cuatro años en que el ejército chileno avanzó desde el sur de Antofagasta, llegó hasta Lima y la sitió. Recuerdo que sentía una mezcla de tristeza y rabia al irme enterando, con el relato semanal de mi profesor, que nosotros, los peruanos, perdíamos en cada clase todas las batallas y que nuestros héroes eran en realidad hombres cuyo esfuerzo no había servido de mucho para proteger eso que el profesor llamaba patria. Me preguntaba ¿por qué no habíamos estado mejor armados?, ¿por qué nos habíamos metido en una guerra por defender a los bolivianos?, ¿por qué no pudimos organizarnos mejor para que nada de eso sucediera?, ¿por qué nuestros vecinos habían sido capaces de incendiarnos nuestras ciudades, si eran precisamente nuestros vecinos? Ésa era la visión geopolítica de niño en la que nosotros éramos los buenos y ustedes los malos.

Entonces uno se debía aprender de memoria para el examen nombres de batallas, de generales, fechas, lugares, palabras que no tenían ningún sentido más que fijar en el imaginario colectivo que éramos los perdedores de una guerra por abono. En esos años del colegio, la causa de esa Guerra del Pacífico sonaba tan absurda como incomprensible, porque era difícil entender que el salitre hubiera sido en alguna época pasada tan valioso como el oro. Años más tarde, ya de adulto, recuerdo que hablé con un gran amigo chileno de lo que nos contaban a nosotros en la escuela. Él se sorprendió mucho porque me contó que en Chile no se educaba con la historia de esa guerra. En todo caso, no se contaba con el detalle que nos la contaban a nosotros para que creyéramos que había una cuenta pendiente con nuestro vecino. Los vencedores, como los veíamos desde la clase de historia, estaban más preocupados por construir su futuro que por reparar su pasado.

En los descansos de esas clases algunas veces también jugábamos a la guerra. Jugábamos a ser Francisco Bolognesi, ese militar peruano que cuando se dio cuenta que moriría defendiendo la Plaza de Arica porque las tropas chilenas lo superaban ampliamente en número y poderío, dicen que dijo: “Pelearé hasta quemar el último cartucho”. Y eso repetíamos antes de morir de mentira. O saltábamos de una escalera, imitando la presunta hazaña de Alfonso Ugarte, que dicen que se lanzó con su caballo desde el morro de Arica para que las tropas enemigas no le arrebatasen la bandera. No puedo negar que entonces nos burlábamos diciendo que en realidad se había caído porque no podíamos creer que alguien fuera tan idiota para matarse así. A esa edad el heroísmo daba sobre todo risa.

Crecimos aprendiendo nuestra historia de la derrota. (Todavía no sé por qué nos hacían eso). Enterándonos cómo el mayor héroe naval del Perú, Miguel Grau, había muerto defendiendo el Huáscar, un barco con el que había logrado hundir parte de la flotar rival, y que tras su muerte había sido capturado y que hoy era un museo en Chile. Aprendimos también cómo el esplendor del imperio de los incas se había diluido a manos de los conquistadores españoles, de los que todos también teníamos algo ahora. Entonces nos emocionaba por un rato saber que esos antepasados hispanos luego habían construido sobre esas tierras de los incas el primer virreinato de Sudamérica, que dominaba el continente desde Panamá hasta el estrecho de Magallanes. Aunque luego se había ido partiendo en más pedazos y se había ido reduciendo en el mapa, como un anticipo de lo que pasaría después de la Independencia. Entonces, el Perú, el último país en ser libertado, siguió creciendo en medio de una fragilidad política que lo hizo perder más y más territorio con los años. El Acre se lo cedimos a Brasil, el trapecio de Leticia lo perdimos con Colombia, y con la Guerra del Pacífico, Arica y Tarapacá. Había también que aprender de memoria cómo se reducía eso que llamábamos patria.

En los años en que crecí, el Perú era un país del que los adultos se querían ir. Era común enterarte que unos tíos habían logrado mudarse a Estados Unidos o ver que algún compañero de colegio desaparecía a mitad del año, porque se iba con su familia a vivir a Australia o Canadá, y se iba para estar mejor que nosotros. Era una época en la que los terroristas de Sendero Luminoso te dejaba sin luz, porque volaban las torres de alta tensión de las ciudades y había que estudiar bajo las velas. Uno aprendía también en el colegio a saber que si sonaba la alarma había que salir corriendo a lanzarse boca abajo en el suelo del salón de clase, abrir la boca y taparse los oídos. Así la onda expansiva de una posible bomba de Sendero no te destrozaría los tímpanos. Todo esto era normal para nosotros a inicios de los 90. 

Mientras eso sucedía en el Perú, Chile se convertía en la Suiza de América y miles de mujeres peruanas llegaban a Santiago a trabajar como nanas o empleadas del servicio. Era un país ordenado, moderno, con una economía abierta, con un crecimiento económico sostenido y robusto. Eso sabíamos entonces. El milagro chileno había logrado superar en tamaño a la economía del Perú, históricamente más grande por tener el doble de población. En tanto en Lima, recién a mediados de los 90 algo comenzó a cambiar. Vimos casi desaparecer al terrorismo. Vimos desembarcar a las primeras empresas de Sudamérica que empezaron a confiar en la estabilidad de ese país que comenzaba a salir de una larga crisis en la que habíamos crecido los de mi generación. Vimos cómo fueron ustedes los que primero llegaron a establecer sus empresas. 

Entonces, salir con mi familia de compras al recién estrenado mall de la ciudad se convirtió como en ir de viaje a Santiago. Ripley y Falabella llegaron a cambiar los hábitos de compra de los limeños, y años después los de todo el país. Poco a poco, transformaron las casas y los guardarropas. Con el tiempo, en una misma esquina uno podía encontrar una Botica Fasa (Ahumada) al lado del supermercado Tottus o de la tienda de decoración Casa & Ideas. Y años más tarde veríamos al propio Horst Paulmann comprando la cadena de supermercados Wong y Metro, que era hasta entonces un símbolo patrio. Los chilenos venían otra vez a llevarse nuestras cosas. Eso pensaba más de uno por esos años.

Pero el Perú siguió creciendo, se acabó la dictadura de Fujimori, y poco a poco los peruanos empezamos a convencernos de que nuestro vecino del Sur, ese histórico rival que nos habíamos creído, nos hacía más bien que mal. De pronto un presidente se fijó la extraña meta de que al final de su gobierno la economía del Perú debía ser más grande que la de Chile. Y ese mismo presidente, que había dejado al país en bancarrota en los 80, se dio cuenta que su discurso de sana competencia tenía gran éxito y convirtió a Chile en ese país ejemplar al que había que imitar y superar. Con gran habilidad política atrajo más inversión del Sur, promovió la inversión peruana en Santiago e impuso un discurso que proponía fraternidad en vez de rivalidad. Mis amigos chilenos me preguntaban ¿cuál rivalidad, si nosotros no los vemos a ustedes así? Yo les decía que uno no podía ver al vencido siquiera como un rival. Y todos nos reíamos de esa noción de la patria, en una época donde es común nacer en un país distinto al de tus padres y tener tus hijos con alguien de otro hemisferio.

Empezó el nuevo siglo y los peruanos descubrimos que teníamos algo que le podía interesar al mundo, más allá de Machu Picchu: la cocina. Entonces, un cocinero peruano se propuso conquistar Chile por la boca. Abrió la segunda sede de su restaurante en Santiago, y con varias toneladas de ceviches y suspiros a la limeña puso la primera piedra para construir la mayor industria gastronómica fuera del Perú. Por esos días en Lima, como un primer acto de arrogancia culinaria, se empezó a decir que a los chilenos les gustaba más el pisco sour peruano que el propio, desde que había llegado este cocinero a imponer una nueva forma de comer en el Sur. La vieja rivalidad se comenzaba a convertir, incluso para el peruano más chovinista, en una oportunidad de mirar a Chile sobre todo como un gran aliado.

Además, todo no había sido esa vieja guerra. También aprendimos a leer con Donoso, con Neruda en la secundaria. Descubrimos incluso Machu Picchu con un poema suyo. Escuchamos a Los Prisioneros desde los 90 y llenamos sus conciertos en Lima con total fidelidad cada vez que pasaron de gira. Cuando estaba en la facultad de Periodismo, Alberto Fuguet fue ese escritor despeinado al que uno seguía como a un rockstar, y sus libros se pasaban de mano en mano. Ahí descubrimos a Bolaño, a Lemebel, y después leímos a Zambra como a un viejo conocido. El arte siempre nos ha civilizado.

Después de veinte años de crecimiento, el Perú es otro país. Un país menos estancado en el pasado y con ese interés en el futuro, como el que Chile tiene hace décadas. Ahora el panorama entre los vecinos es distinto. Las bolsas de valores de ambos países están integradas, las inversiones de lado y lado superan los diez mil millones de dólares, la Alianza del Pacífico intenta ser una proto Unión Europea, el tamaño de la economía del Perú ha superado a la de Chile cumpliendo la profecía de ese presidente que inventó esa extraña meta, y el mayor número de ejecutivos jóvenes de ambos países está trabajando como expatriados en Santiago y Lima.

Por eso ahora el veredicto del fallo de La Haya se espera en el Perú como si se tratara de la designación del país como sede el próximo mundial. Y es que esta es la historia de un país empobrecido y derrotado que en los últimos veinte años se ha convertido en la mejor versión de sí mismo. Un país que dejó de creer que su destino era el fracaso y que ahora vive sumergido en ese optimismo que ya preocupa a los más escépticos. Que permite pensar que si la Corte de La Haya da la razón a la tesis peruana, ese pedazo de mar “recuperado” sería, más que un asunto territorial, una oportunidad de recuperar el Huáscar, mentalmente. Para los peruanos que aprendimos en el colegio que la historia nos heredaba un “enemigo” al que no sabíamos odiar, es también el momento de que en ese pedazo de mar se hunda para siempre la idea de que al Perú le falta un trozo que quedó al otro lado de la frontera.

Nadie parece haberse puesto a pensar en el significado de las dimensiones del mar en cuestión. Por coincidencia,  esos treinta y ocho mil kilómetros cuadrados, sumados a los veintisiete mil kilómetros del llamado triángulo exterior que el Perú reclama, son sólo un poco más grandes que el tamaño del territorio perdido de Arica y Tarapacá. Por eso el fallo también podría ser para el Perú un instante de reparación histórica, de reivindicación simbólica, un instante en el que se piense, por fin, como lo hicieron los vecinos Francia y Alemania, que el pasado sólo sirve para saber qué es aquello que no se debe repetir.

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