Por Daniel Matamala Abril 18, 2013

Con la ofrenda del ministro, la Concertación expiaba sus culpas en el altar de la protesta estudiantil. Un sacrificio especialmente doloroso, porque la víctima era inocente. Era cosa de ver las caras compungidas de algunos votantes para entender cuánto conflicto había detrás de la decisión.

Ocurrió el miércoles, a las 9 de la noche con 27 minutos. En ese momento, cuando el tablero electrónico del Senado marcó el resultado (20 votos a favor, 18 en contra) que destituyó a Harald Beyer, algo más relevante que eso ocurrió: en ese instante se timbró el nacimiento de la “nueva mayoría”.

El concepto lo importó Michelle Bachelet directamente desde Estados Unidos, donde los politólogos escriben papers y venden libros describiendo la formación de nuevas mayorías políticas (ora republicanas, ora demócratas) cada cierto número de años. El concepto se coló en el equipaje de la ex presidenta desde Nueva York, y debutó el día de su llegada, en el Centro Cívico y Cultural de El Bosque, cuando Bachelet prometió “convocar una nueva mayoría política y social”.

21 días después, esa nueva mayoría se hizo carne por primera vez en la forma de 20 senadores enviando al rincón del exilio político a un ministro de Estado.

La votación, por supuesto, no se trataba (nunca se trató) de Harald Beyer. Tampoco del lucro. Ni siquiera de la educación. Se trató simplemente de poder. De los nuevos dueños del poder mostrando por primera vez el músculo de su fuerza, probándose a sí mismos y notificando a sus adversarios, y al país, que el ciclo de este gobierno ha terminado.

Es en ese sentido, y no en el de la venganza o la revancha, que la acusación a Harald Beyer fue el reverso exacto de la destitución de Yasna Provoste, en 2008. El juicio contra la ministra DC tampoco se trató en verdad de platas perdidas o fiscalizaciones mal hechas. Fue el momento simbólico en que una nueva mayoría notificó a la Concertación que su tiempo había acabado, y que un nuevo poder había llegado para reemplazarla al mando.

En el verano de 2008 se había consumado la debacle oficialista: el Transantiago había terminado de quebrar a la Concertación, con la salida del senador Fernando Flores del PPD, para fundar Chile Primero, y del senador Adolfo Zaldívar de la DC, para tomar el control, junto a sus diputados fieles, del PRI.

Con el éxodo de los “colorines”, la Concertación perdía la mayoría en la Cámara de Diputados,por primera vez desde 1990. Por primera vez, por lo tanto, se volvía vulnerable a una acusación constitucional. En la vereda del frente, una nueva mayoría se agrupaba con el incentivo de una campaña cercana, un candidato favorito (Sebastián Piñera) y con La Moneda al alcance de la mano.

Pero, ¿serían capaces de funcionar como mayoría? ¿Tendrían la disciplina y el instinto de poder necesarios? Necesitaban un símbolo de esa decisión. Yasna Provoste fue el conejillo de Indias de este experimento. Y su sacrificio, un efecto colateral al verdadero objetivo: la demostración demoledora de la efectividad del nuevo poder.

Por algo la acusación contra Provoste es parte relevante del libro La estrella y el arco iris, el recuento de Andrés Allamand y Marcela Cubillos acerca de cómo la centroderecha logró derrotar a la Concertación. Y el título de la sección dedicada a Provoste es elocuente: “El principal hito opositor”.

En un sistema presidencial, las acusaciones constitucionales son lo más parecido a las mociones de censura de los regímenes parlamentarios. Y aunque sus efectos no son los mismos, la señal política no es tan distinta: si Chile fuera parlamentarista, el gobierno de Bachelet habría caído ese 16 de abril de 2008, cuando los ex concertacionistas Fernando Flores y Adolfo Zaldívar pusieron la lápida, por 20 votos contra 18, a la carrera ministerial de Yasna Provoste. Eso no pasó: el gobierno de Bachelet continuó. Pero el mensaje de reemplazo de una vieja mayoría por otra nueva se escuchó fuerte y claro, dentro y fuera de la Alianza, convertida en Coalición por el Cambio.

Exactamente 5 años y 1 día después (y justo un día después del fin de la condena a Provoste), la Concertación salía de la sombra para atestar el contragolpe, usando al mismo chivo expiatorio (un ministro de Educación) para similar fin: la presentación en sociedad de una nueva mayoría, triunfante y arrasadora.

Esta vez, la DC, el PPD, el PS y el PRSD no estaban solos. Subiendo al carro de la victoria de Bachelet estaban también los diputados comunistas y (otro símbolo) los ex colorines vueltos al redil, con Alejandra Sepúlveda como lideresa de la acusación. Otro retornado al corral (Alejandro Navarro y su MAS) daría su voto en el Senado.

El presidente del PPD, Jaime Quintana, blandía el libro de Allamand durante su discurso, para marcar el giro del destino. Y, para dar aún más simbolismo al momento, era de nuevo el mismo hombre el que decidía la votación. En 2013, como en 2008, el voto número 20 fue el de Carlos Bianchi, el senador independiente magallánico que se convertía otra vez en el perceptivo barómetro del poder. Si su aguja antes apuntaba a la derecha, ahora se movía a la izquierda. Y en cada movimiento se convertía en el verdugo de un ministro.

Los ex PRI, el PC, el MAS, los independientes. Todos sumaban. Pero más importantes aún para la “nueva mayoría” eran las atentas deidades ante quienes se ofrecía a Beyer en sacrificio: los dirigentes universitarios, los 150 mil estudiantes que habían salido seis días antes a la calle, y esa entelequia conocida como “el movimiento social”. 

Con la ofrenda del ministro, la Concertación expiaba sus culpas en el altar de la protesta estudiantil. Un sacrificio que resultó especialmente doloroso, porque la víctima era especialmente inocente. Era cosa de ver las caras compungidas y las explicaciones enrevesadas de algunos de los votantes para entender cuánto conflicto había detrás de la decisión. Tiene sentido: mientras más duro el ritual iniciático, mientras más humillante o despiadada la exigencia para entrar a una sociedad, mayor el sentido de lealtad y de pertenencia una vez adentro.

Y la acusación fue el ritual de iniciación de la “nueva mayoría”. El requisito de entrada. Un mechoneo inmisericorde al que sin embargo casi todos (Patricio Walker fue la única excepción) se sometieron con más o menos entusiasmo, o derechamente con vergüenza y la cabeza gacha. Cual mechones embetunados en vinagre y mostaza, descalzos y con la ropa hecha jirones, uno a uno los parlamentarios se inclinaron y cumplieron el ritual, aunque, como Soledad Alvear, lo hayan hecho en medio del desvelo y pidiendo iluminación divina. 

Más estrambótico resultó el juego de cintura de Hosaín Sabag, el senador que hizo un elocuente discurso en contra de la acusación, para luego votar a favor y terminar diciendo que “lamentaba” que Carlos Bianchi hubiera votado, igual que él, por condenar a Beyer.

En algunas pandillas el rito de iniciación es extremo: matar a un miembro de la banda rival. Es la manera más expedita de asegurar lealtad, y de cortar de raíz cualquier chance de pasarse al adversario. Aquí la lógica fue la misma, aunque sin sangre: el asesinato político del rival fue el boleto de entrada. Y todos dijeron presente. Todos apretaron el gatillo. ¡Aleluya! La “nueva mayoría” ha nacido.

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