Por Josefina Ríos Abril 18, 2013

Carlos Peña es, sobre todo, un agudo observador. Semana a semana intenta desmenuzar en sus columnas de opinión en El Mercurio los diversos acontecimientos que pueblan el espacio público nacional. Sus comentarios, por lo general, desatan controversias y álgidos debates. Transa poco. Es directo e incisivo. Pero si se leen con detención, durante el último tiempo, en los textos del rector de la Universidad Diego Portales (UDP)se percibe un intento por descifrar ciertos procesos sociales que de alguna manera están modificando el paisaje político y social al que estábamos acostumbrados, hasta hace muy poco.

Peña profundiza sobre estos procesos y el poder que hoy exhibe “la calle”. En esa lógica, además, analiza la acusación constitucional que el miércoles destituyó a Harald Beyer como ministro de Educación. También ahonda en cómo el estilo y las estrategias de campaña de Michelle Bachelet pueden impactar en la calidad de nuestra democracia. 

-De alguna manera, al leer sus columnas, da la sensación de que usted hoy observa una sociedad bastante tensionada.

-Lo pondría de la siguiente manera: hay ciertos procesos subyacentes que se están manifestando y frente a los cuales, tanto las elites políticas como los intelectuales, no han sido capaces de reaccionar adecuadamente. Por lo tanto, hay una especie de disonancia y de falta de correspondencia entre la índole de esos procesos por una parte y la manera en que los intelectuales que están en la esfera pública se refieren a ellos.

-¿Cuáles son estos procesos?

-Primero, me parece que estamos asistiendo a un proceso que se comenzó a mostrar hace algún tiempo, pero que ahora último se ha intensificado y que es una especie de oposición entre una cultura de expertos, una elite técnica que hasta ahora ha hegemonizado la política y el diseño del Estado por una parte, y los intereses más espontáneos y generales de la ciudadanía.

-¿La calle?

-Sí, la calle. Creo que eso se manifiesta como una especie de toma de revancha de la ciudadanía frente a esa elite tecnocrática. Hay sectores de la ciudadanía, entre ellos el movimiento estudiantil, que sienten que esa elite tecnocrática, esa cultura de expertos ha usurpado o desplazado a la voluntad popular, decidiendo los destinos de la vida en común y suplantando y evitando que la ciudadanía sea la que lo haga.  Ahora, este conflicto está animado además por algunos intelectuales y personas que tienen conciencia de elite, pero que se han sentido desplazados todos estos años o al margen de este proceso.

-¿Se refiere, por ejemplo, a intelectuales del ámbito de las ciencias sociales que se han sentido quizás desplazados por tecnócratas ligados al mundo de las cifras y la economía?

-Hay una cierta predominancia de una cultura inspirada en la economía neoclásica frente a la cual otro tipo de culturas intelectuales han sido desplazadas. Entonces en este proceso no sólo hay una inconsistencia entre la cultura de expertos que ha hegemonizado el ámbito público y la ciudadanía, sino que también hay una lucha entre culturas intelectuales por el campo intelectual. Éste es un segundo proceso subyacente en nuestra sociedad.

-¿Por eso tenemos este boom de libros sobre qué es ser de derecha, por ejemplo?

-Claro, y como gente de más a la izquierda de la Concertación que siente que la Concertación no ha hecho más que administrar este modelo tecnocrático que también reacciona e intenta tomar el campo intelectual. Entonces estamos en una esfera pública bastante tensionada  por estos dos conflictos. De alguna manera hay una lucha por dominar la esfera pública intelectual y una toma de revancha contra la elite tecnocrática que se inspira en la economía neoclásica.

-Este escenario replica de cierta forma la lógica de la lucha de clases. Esta vez no del proletariado contra la burguesía, pero sí de los intelectuales vs. la calle. ¿No es peligroso ese escenario?

-No, la sociedad se hace de este tipo de tensiones y en general siempre la esfera pública está tensionada  por cuál grupo la hegemoniza y cuál no. Son fenómenos normales. Lo que pasa es que en una sociedad democrática este tipo de tensiones se resuelven deliberando y dialogando con más racionalidad  de lo que lo estamos haciendo en Chile, porque aquí lo que hoy está sucediendo es un coro de recriminaciones y de quejas con muy poca racionalidad.

-En un país democrático el lugar para tener este diálogo racional es el Parlamento. ¿Está cumpliendo ese rol?

-Debiera hacerse en tres lugares. Desde luego en la esfera pública, y con ello me refiero a las instituciones encargadas de cultivar y transmitir la cultura, como son las  universidades y los medios de comunicación masiva. Por otra parte, uno de los deberes de las elites políticas es ser capaces de dialogar y deliberar en torno a los intereses mayoritarios de la ciudadanía buscando cómo universalizar y satisfacer esos intereses de la manera más racional posible. Sin embargo, no tenemos ni un espacio público muy ágil ni participativo ni tampoco tenemos un sistema político que tenga una cultura de deliberación. Lo hemos visto a propósito de los últimos acontecimientos, donde el Parlamento más bien parece el espacio de una mera rencilla  entre  dos grupos rivales sin ninguna voluntad de dialogar.

-¿A su juicio, qué repercusiones va a tener todo el “affaire Beyer”?

-Ver la acusación en contra de Harald Beyer como una simple cuestión jurídica es ingenuo. En esa acusación se jugaron muchas cosas: un rechazo a la hegemonía que una cultura de expertos ha ejercido en la esfera pública; una revancha de los políticos que se han sentido desplazados por ella; y finalmente un juicio contra las políticas educativas de estos años de las que, inevitablemente, el ministro de Educación, cualquiera sea, es la figura transferencial, vicaria y representativa. En este debate ni la clase política ni los medios han estado a la altura.

-¿Por qué?

-Ambos han tomado posición sin agregar razones ni deliberar en modo alguno. Los medios escritos más que informar o dar lugar a puntos de vista contrapuestos en este tema, se dedicaron a compilar defensas en favor de Beyer. Eso no es razonable. La esfera pública necesita mayor deliberación y diálogo: puntos de vista firmes, sin duda, pero apoyados en razones contrastadas con las del adversario.

-¿Éste es un problema intrínseco a la cultura política chilena o se ha ido desarrollando durante las últimas décadas?

-La impresión que tengo es que en Chile de alguna manera habíamos naturalizado el orden social. Habíamos llegado a la convicción de que el tipo de  modernización que teníamos y sus definiciones fundamentales estaban impuestas por la naturaleza de las cosas. Y que había un grupo de personas -los expertos- que eran capaces de intelegir esa naturaleza de las  cosas y ajustar ese proceso. Uno de los grandes aportes o  consecuencias que trajo el movimiento estudiantil es que rompió ese hechizo.

-¿El movimiento estudiantil se convirtió en un amplificador de problemas que estaban latentes en nuestra sociedad?

-Lo que hizo el movimiento estudiantil fue mover el muro donde principia lo imposible. Lo que hasta ayer parecía una herejía (privilegiar la educación pública, distribuir bienes en base a derechos, etc.) hoy día, al menos a nivel de discurso, es una alternativa casi plausible. Exagerando un poco las cosas, uno podría decir que si la transición fue la época donde la política era el arte de lo posible, hoy parece ser el arte de lo imposible, la capacidad de crear oportunidades de cambio allí donde no las había.

-Con todo, usted ha llamado a la cautela porque, según ha escrito, muchas veces la calle cae en la simplificación de los temas.

-El gran peligro que tiene la situación que acabo de describir -esta crisis de hegemonía- es que se produce un cierto momento de vacío donde parece que hay sólo dos alternativas: aferrarse a la cultura de expertos que hoy está en crisis o simplemente abrazar la voz de la calle. Y el  camino de la democracia, creo yo, no está en ninguno de esos dos extremos.

 

Piñera vs. Bachelet

-Usted también ha criticado a los candidatos -principalmente Golborne y Bachelet- que han dicho que antes de entregar propuestas concretas quieren escuchar a la ciudadanía. ¿No le parece adecuado ese diálogo?

-Entender  la democracia como la suma o la mera agregación de puntos de vista me parece un error. Hay una cierta tendencia que inauguró Lavín -recordemos que como candidato prometía hacer llover- consistente en creer que la democracia se trata de sumar los puntos de vista de las personas y darle la razón al puntos de vista que concite par sí la mayoría. Pero la democracia consiste por su puesto en oír a las personas, pero al mismo tiempo en someter ese punto de vista a un cierto escrutinio racional. Ese espacio deliberativo que suena utópico es el horizonte ideal de toda política democrática. Y por referencia a ese ideal juzgamos la calidad de nuestra política.

-Por otro lado, Michelle Bachelet por mucho tiempo optó por el silencio. Usted también criticó esa postura.

-No hay nada más opuesto a la política que el misticismo. Un político mudo, no es un político. Adoptar el silencio como práctica o estrategia política significa contradecir las reglas básicas de toda actividad política.

-¿Es soberbia en el sentido de no querer dar explicaciones?

-No, es simplemente una táctica, pero una táctica que finalmente no sólo le hace daño a la propia Michelle Bachelet, sino que también a la cultura deliberativa. La política no es un acto de confianza ciega. Con los políticos primero debemos saber qué piensan antes de confiar, porque finalmente uno presta confianza a ideas y puntos de vista y no a personas.

-Eso no se da mucho en Chile: Michelle Bachelet no habló por casi tres años y su popularidad y credibilidad están intactas.

-El fenómeno Bachelet no se explica por sí mismo. Ella es una mujer extremadamente carismática, sin ninguna duda la política más carismática que ha producido Chile. Pero todos sabemos que el carisma no funciona en el vacío y sólo surge un sujeto carismático allí donde la sociedad no tiene la densidad suficiente para generar liderazgos competitivos. La figura de Bachelet tiene un revés perfecto en Chile: Sebastián Piñera. Mientras Bachelet es la política más carismática que ha producido Chile, Piñera es el sujeto menos carismático que ha producido este país. Piñera no es simpático, no es carismático, no es espontáneamente talentoso y, sin embargo, trata permanentemente de serlo para agradar. Entonces, me parece que la figura de Bachelet y su espléndido carisma se acentúan sobre el fondo de esta opacidad que tiene Piñera en esa dimensión de su personalidad. Por otra parte, el liderazgo de Bachelet también se explica por la incapacidad de la Concertación en los últimos ocho años de generar liderazgos alternativos.

-Bachelet como candidata ha ido tomando las banderas de la calle como sus propias banderas. ¿Qué le parece esta estrategia?

-La verdad es que Bachelet, si atendemos a sus declaraciones y ponemos atención a quienes integran sus equipos, no es portadora de ningún proyecto ideológico o programático de cambio radical. Las posibilidades objetivas que tienen la ex presidenta y sus equipos programáticos para elaborar un proyecto ideológico de cambio radical, están muy por debajo de las expectativas que, sin embargo, sus palabras alientan. Lo más probable es que Bachelet continúe el proyecto de modernización capitalista que Chile ha venido empujando en las últimas décadas, sólo que con un marcado tinte socialdemócrata. Pero así son las cosas hoy día: la izquierda -es imprescindible subrayarlo- tiene quejas morales frente a la modernización y algunos de sus intelectuales parecen profetas bíblicos, pero no ha sido capaz de elaborar un proyecto alternativo frente a ella. Es para creerle a Zizek: hoy día es más fácil imaginar la destrucción del mundo, que imaginar una alternativa real al capitalismo.

-¿Malas noticias para el movimiento estudiantil, entonces?

- Mi opinión ha sido que los movimientos sociales no son movimientos radicales, anticapitalistas. Si uno atiende a sus demandas, lo que ellos piden es que la promesa que subyace a la modernización capitalista que el país ha emprendido, se cumpla. Es decir, que cada uno tenga la posibilidad de construir su vida al compás de su esfuerzo y de su mérito, sin que su destino vital esté marcado a fuego por la cuna. Cuando los jóvenes ponen a la educación en el centro de la escena (¿acaso hay algo más atado al ideal meritocrático que la educación?)  están reclamando que el proyecto de modernización se ponga a la altura de los ideales que esgrime para legitimarse.

-Sí, pero cuando se pone el tema de la educación de calidad como sinónimo de educación sin fines de lucro es distinto. Más allá de si es ético o no, es posible recibir buena educación y que al mismo tiempo quienes la imparten se enriquezcan a través de esa actividad. ¿O no?

-El debate sobre el lucro ha estado lleno de trampas lingüísticas. La principal de todas es que por lucro se entienden dos cosas distintas: una, la participación en una economía monetaria; otra, la apropiación de los excedentes por parte de los controladores de las universidades. Todas las universidades, en la medida que participan de la economía monetaria, deben tener excedentes y lucro en el primer sentido. Pero ninguna debiera tenerlo en el segundo. El gran problema desde el punto de vista de las políticas públicas, es cómo controlar el lucro en este segundo sentido.

-¿Y cuál sería la mejor forma para lograrlo?

-La Comisión Asesora Presidencial que presidí (y cuyo informe es público) sugirió dos caminos: uno, que el marco regulatorio distinguiera entre instituciones con fines de lucro y aquellas sin fines de lucro, impidiendo que las primeras accedieran a fondos públicos. Esta fue la opinión de la mayoría, donde estaban el rector de la Usach, de la PUC, de la Católica de Valpo y yo mismo. La otra propuesta fue fiscalizar la prohibición existente de manera estricta. Hoy día la primera alternativa carecería de toda legitimidad social. El único camino es entonces -así lo he sugerido en artículos y papers- prohibir del todo los contratos entre las universidades y las entidades relacionadas, separando los negocios de las instituciones universitarias. Así como hay razones para separar la política de los negocios, también las hay para separar del todo las instituciones universitarias de las empresas.

Hay una toma de revancha contra la elite tecnocrática

"Hay sectores de la ciudadanía, entre ellos el movimiento estudiantil, que sienten que esa elite tecnocrática, esa cultura de expertos ha usurpado o desplazado a la voluntad popular, decidiendo los destinos de la vida en común y suplantando y evitando que la ciudadanía sea la que lo haga"

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