Por Francisco Javier Díaz | Investigador de Cieplan Marzo 11, 2011

© Andrés Pérez

Se dice que el poder desgasta. Que el tedioso ejercicio cotidiano de la administración pública, el complejo equilibrio entre promesas y realidades, el riesgoso manejo de expectativas, la difícil construcción de un relato, la amarga conducción de biografías personales en pos de un bien común, el incierto y muchas veces injusto diálogo que se produce con la veleidosa opinión pública, entre otros bemoles, suelen generar una pesada mochila de grasa burocrática, tedio político y falta de novedad -cuando no de conductas reñidas con la probidad- para el gobernante y su equipo.

Pero si el poder desgasta, perder el poder puede desgastar aun más, como señalaba Giulio Andreotti. Ello es especialmente cierto si es que ese poder se ha ejercido por largos años con anterioridad. En los sistemas presidenciales, además, la diferencia entre estar en el gobierno y estar en la oposición es abismal. Si a eso se le agregan condiciones excepcionales de calamidad que ameritan esfuerzos de unidad nacional -como fue en Chile la emergencia producto del terremoto-el camino para ejercer la oposición es más sinuoso aún. Una verdadera travesía por el desierto, como bien describió un especialista en oposiciones, Andrés Allamand. De la habilidad de los líderes, entonces, dependerá que ese desierto sea una pequeña pampa o un infinito Sahara.

La derrota pone a prueba la voluntad de llevar adelante un objetivo común, a pesar de las dificultades. En ese sentido, la Concertación ha superado la primera prueba como oposición, que es mantener una existencia común. Pero el ejercicio no ha sido fácil. Durante el año 2010, la Concertación no encontró el tono de la vocería ni el color de sus propuestas. Deambuló por momentos entre la exquisitez tecnocrática y la consigna popular. Criticó y alabó su propio pasado. Le ha costado identificar claramente su legado histórico. ¿Cuánto de autocrítica, sin que ello deslegitime lo hecho cuando era gobierno? Y le ha sido enormemente difícil delinear un proyecto de futuro.

Pero los desafíos políticos están a la vuelta de la esquina. Ya hacia mediados del próximo año, la Concertación deberá saber organizarse y convocar a las otras fuerzas de centroizquierda para enfrentar en cada comuna del país a la alianza de derecha, y definir mecanismos idóneos y legitimados para escoger a sus candidatos. Para ello, hay dos tipos de conducta que debe intentar evitar si realmente quiere plantearse como alternativa, que son la excesiva nostalgia y el revanchismo exacerbado.

Para los cuadros que ejercieron el gobierno durante este período, la nostalgia es una gran tentación. Una democracia moderna puede definirse como aquel sistema donde los funcionarios devuelven la BlackBerry fiscal después de perder una elección. O sea, donde los funcionarios abandonan civilizadamente y por voluntad popular una serie de bienes materiales y simbólicos que les eran asignados en virtud de sus cargos, incluyendo el reconocimiento social. Y dejar ello después de varios años -veinte en muchos casos- no es algo fácil. Hay que considerar, también, que muchos funcionarios dedicaron parte importante de su tiempo personal y familiar al servicio público, a veces con importante sacrificio. Todo ello hace que la disposición a enamorarse del pasado sea tan fuerte, y que la tentación de hacer política sobre la base del pretérito sea tan grande.

Al ciudadano de la calle, sin embargo, la verdad es que poco y nada le importa la salud emocional de las ex autoridades. Votó por tal o cual candidato y lo que espera es que, sea cual sea el gobierno, éste gobierne razonablemente. El ciudadano promedio sencillamente no está para duelos, menos cuando guarda un recuerdo aceptable de los gobiernos pasados, como es el caso con la Concertación.

El desafío de la Concertación no pasa por hacer hora esperando el retorno de un -o una- líder. Pasa por construir una nueva propuesta. Por explicar, en sencillo, por qué se hace necesario un gobierno de su signo.

Es cierto, las ex autoridades deben defenderse de acusaciones infundadas y de la tentación del nuevo gobierno de evadir los problemas enlodando hacia atrás. Pero eso es muy distinto a hacer política en función del pasado. Sólo defendiendo legados no se construyen propuestas atractivas.

La otra tentación es el revanchismo extremo: pensar que autocrítica es más bien sinónimo de criticar al enemigo interno antes que un concienzudo análisis de las conductas propias. Más que buscar causas, asignar culpas. Más que premiar lo hecho, castigar lo pendiente. Ver fantasmas por todos lados y si no los hay, crear esos fantasmas si es necesario.

Para la Concertación, ésta fue la tónica en varios sectores durante 2010. Se buscó sindicar responsables de la derrota en determinados sectores de sus filas. Los acusados, rezan los revanchistas, son principalmente dos: los que negociaron las reglas de la transición en 1989; y la tecnocracia vinculada a Hacienda, con todo lo imprecisas y amplias que pueden resultar dichas categorías. En cambio, las malas prácticas políticas y la completa sequía de propuestas de parte de los partidos y sus líderes pasan a segundo plano.

El revanchismo poco ayuda. Ciertamente es necesario analizar el porqué de la derrota, pero no de la forma como se hizo en 2010, con más ánimo de sancionar que de entender. Pero, sobre todo, pasa por asumir que los gobiernos se evalúan por el promedio entre luces y sombras, y no por ninguna de éstas en exclusiva. No se puede participar de los aplausos y evadir las críticas, menos si se tuvo cargos de autoridad. La ciudadanía sencillamente no entiende al ex ministro o embajador que ahora hace crítica destemplada, pero que calló cuando recibía el cheque a fin de mes. Tampoco valora al flamante parlamentario crítico, que en su momento posaba sonriente en la foto junto al líder causante del ahora sindicado como estropicio.

En definitiva, la actitud revanchista extrema lo único que desnuda es la nula conciencia que existe acerca de lo que significa gobernar. Para ello se requieren solidaridades mínimas. Se necesitan muchas voces de alerta en lo interno, es cierto, la complacencia no es buena consejera. Pero lo que no se necesita es crítica pública para recibir aplausos, y obsecuencia privada para pedir un cargo.

El gran desafío de la Concertación, entonces, no pasa por hacer hora esperando el retorno de un -o una- líder. Pasa por construir una nueva propuesta. Por explicar, en sencillo, por qué se hace necesario un gobierno de su signo. Por qué de la síntesis de la libertad y la igualdad puede y debe asomarse una nueva narrativa de justicia social y desarrollo para Chile. Cómo se lidiará con la realidad dual de estas primeras décadas del nuevo siglo, donde coexistirán preocupaciones materiales e ideales post materiales en la sociedad chilena. Y por qué las ideas de la centroizquierda moderna son las más apropiadas para los chilenos del siglo XXI, tomando en cuenta, además, que para la próxima elección es probable que se agreguen millones de potenciales nuevos votantes en virtud de la ley de inscripción automática.

El primer año de la Concertación lejos del poder no ha sido la debacle que la derecha pronosticaba. Incluso, la estrategia explícita del gobierno de cooptar a parte de sus miembros ha fracasado. La coordinación en el Congreso se ha ido dando (dos pasos para adelante y uno para atrás, pero se ha ido dando). Lo que viene ahora es levantar un discurso y aglutinar fuerzas. Ni la nostalgia ni la revancha -tan recurrentes en el 2010- ayudarán en esa tarea.


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