Por Eugenio Tironi Agosto 20, 2010

© José Miguel Méndez

No nací empresario. Asumí esta condición a los 43 años, y por una vía no tradicional. No provengo de una familia de empresarios, sino de empleados. No estudié Ingeniería Comercial, sino Sociología. No realicé un MBA en Estados Unidos, sino un doctorado en Francia. Desde mis últimos años de colegio hasta llegar casi a la treintena, me dediqué a la política, no a trabajar en una empresa ni en el gobierno militar. No celebré el golpe ni fui partidario de Pinochet, sino que fui opositor, y desde la izquierda. En fin, no soy una persona que obtiene su adrenalina de la acción, sino más bien de la reflexión.

Participé en el gobierno de Aylwin: es mi única experiencia en el sector público. Cuando terminó, y el curso natural conducía a seguir trabajando en torno al Estado o volver a la academia, decidí tomar un camino inesperado: me volqué a la empresa. Fue una opción basada en motivos intelectuales, no materiales. Por años me había dedicado a comprender los rasgos de la nueva sociedad que se creó durante el régimen militar y a identificar cuáles de ellos estaban destinados a permanecer. No había que ser muy astuto para concluir que uno sería el protagonismo alcanzado por la empresa privada. Era, por lo demás, un fenómeno mundial. Me dije, entonces, que si uno está interesado en el cambio, la creatividad y la innovación social, como era mi caso, hay que estar en el campo de la empresa, que es adonde éstos se trasladaron en gran parte. Dicho de otro modo, me pareció que la labor intelectual y política había perdido el monopolio del cambio -si lo tuvo alguna vez-, y que el mundo de la empresa era demasiado importante y fascinante como para que siguiera en manos de los que siempre habían sido empresarios o se sentían predestinados a devenir en tales.

¿Cómo podía, dada una trayectoria tan atípica, insertarme en el mundo empresarial? Mi interés fue siempre el conocimiento y anticipación de esos "factores irracionales" que mueven a la gente y a las sociedades, con la finalidad de empujar ciertos fines que estimo tienen valor social. Esto fue la base de mi participación en la política y en la vida académica e intelectual. Pensé entonces que podría usar estas competencias en el campo empresarial. Éste debe lidiar diariamente con esos "factores irracionales", sin tener las herramientas conceptuales ni metodológicas para hacerlo, pues hasta los 90 al menos, sus managers seguían tratando toda conducta humana como si estuviera guiada por maximizar la utilidad económica, siguiendo el manual de lo aprendido en sus MBA. El advenimiento de la democracia, la expansión del mercado y los consumidores, y la globalización, conjeturaba, harían que la necesidad de comprender esos factores "irracionales" o "extraeconómicos" fueran cada vez más relevante.

Con eso en la cabeza, decidí con un grupo de socios crear una empresa para prestar asesoría en el campo del diseño de estrategias para una adecuada relación de las compañías con su entorno "no-económico". Eso fue en 1994. Hoy somos cerca de ochenta personas, actuamos en diversos países con servicios muy diversos y desde varias empresas, aunque todo concentrado en la misma industria: la creativa o del conocimiento.

En la industria creativa el gran activo son las ideas; y el problema es que éstas tienen una tasa de mortalidad altísima, y al mismo tiempo, una baja tasa de natalidad. Por lo mismo, el nexo de esta industria con el mundo intelectual es vital. La primera se nutre de la academia, pero esta última, a su vez, somete a test sus avances con esta experiencia "clínica", como lo atestigua el ya manoseado ejemplo de Silicon Valley. Volviendo a mi modesto caso personal, esto me ha conducido a establecer un nexo entre la actividad empresarial y la reflexión intelectual, lo que significa tener siempre un pie en el campo académico -vía docencia, investigación, libros, artículos, debates, etc.-. No renuncié tampoco a mi condición de ciudadano, lo que me condujo a tomar parte, aunque de manera puntual y voluntaria, en algunas campañas electorales.

En el mundo empresarial, independientemente de lo que haga o logre, soy inevitablemente sospechoso. Quizás respeten mis competencias, y hasta las utilicen, pero no pueden evitar pensar siempre si acaso en lo que hago no hay gato encerrado; si no soy algo así como un Lautaro del "socialismo".

Han pasado dieciséis años desde que adopté este camino. Pero hasta hoy sigo siendo un bicho raro en los dos mundos en que me desenvuelvo, el intelectual y el empresarial.

En el mundo intelectual y político, en el que tengo mis raíces -ligado preferentemente a la Concertación-, resulta simplemente incomprensible que me dedique a una actividad tan pedestre como la empresarial, cuyo único fin es "ganar plata". Cuando mucho, y con cierta benevolencia, lo aceptan como algo necesario para "ganarse" la vida; o como la secuela de algún trauma no confesado en el curso de la experiencia política; pero lo que no pueden creer es que ella constituya una parte esencial de mi identidad.

Mi condición de empresario, por otra parte, es algo que mancilla mi labor intelectual. Mis aportes en este campo -por modestos o anodinos que sean- no son sometidos a un test propiamente intelectual, sino que son juzgados en cuanto podrían favorecer intereses empresariales. Detrás de esto hay una doble afirmación: por un lado, que el mundo empresarial es el reino del egoísmo y de los fines utilitarios, y contamina con ello todo lo que toca; y por el otro, que el mundo intelectual es el reino del desprendimiento y de la búsqueda de la verdad, y se desenvuelve en un limbo ajeno a los intereses y las pasiones. Ambas afirmaciones no son más que caricaturas, como creo lo ha demostrado la nueva sociología económica y la sociología de la ciencia, especialmente con Bruno Latour; pero en nuestro medio gozan aún de amplia aceptación.

En el mundo empresarial más tradicional pasa algo parecido. Independientemente de lo que haga o logre, soy inevitablemente sospechoso. Esto obedece a mi trayectoria, a no ser de la tribu; no a mi performance. Quizás respeten mis competencias, y hasta las utilicen, pero no pueden evitar pensar siempre si acaso en lo que hago no hay gato encerrado; si no estoy, de verdad, infiltrándome en la empresa para favorecer una agenda política; si no soy, en suma, algo así como un Lautaro del "socialismo". Por cierto, esto me deja fuera del club de los empresarios, el cual tiene un severo control de acceso.

Como decía al comienzo, no nací empresario. Si no me equivoco, nadie lo hace: los que creen hacerlo son herederos, no empresarios -aunque pueden llegar a serlo, por cierto, si son capaces de crear cosas nuevas a partir de lo que recibieron-. Tampoco he seguido la trayectoria empresarial chilena, ni por formación, ni por cultura, ni por preferencias políticas, ni por redes sociales, y desde luego tampoco por itinerario profesional y laboral. Soy alguien que se escindió de su rebaño, el cual pasta en la academia y la política, y optó por la empresa. Y el resultado es quedar situado en una suerte de limbo, donde unos y otros creen que la actividad a la que destino mis mayores energías y creatividad es un placebo de algo que no logré, o una acción encubierta movida por otras intenciones.

Lo digo muy honestamente: esto de ser un bicho raro en los mundos en que me desenvuelvo no me provoca una crisis de identidad -y si así fuera, es algo que tendría que resolver por mí mismo-. Me inquieta, sin embargo, porque revela dos cuestiones preocupantes. De un lado, que sectores muy sofisticados e influyentes siguen mirando la función empresarial como un campo menor de la acción humana, y se aferran a una visión idealizada del mundo de las ideas y de la política. Y del otro, que en el mundo empresarial hay quienes siguen empeñados en darle la razón a esa caricatura. Me refiero a quienes continúan repitiendo un tipo de justificación de la empresa que ya ha sido superada, tanto intelectual como empíricamente (eso de que "sólo responde a sus clientes") , y reproduciendo esa costumbre tan aristocrática (y tan poco empresarial) de evitar la contaminación de los bichos raros.

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